Vivimos de espaldas a la muerte. Sin ella nuestra vida no tendría sentido, pero nos horroriza hablar de ella con nadie, y menos aún con aquellos que más sufrirán con nuestra ausencia. Visitamos a los médicos más que a algunos miembros de nuestras familias, nos atiborramos de fármacos preventivos, renunciamos a viajes, paseos, comidas, placeres de todo tipo, recortamos y recortamos nuestra capacidad de disfrutar como si tuviéramos que ofrecer nuestra felicidad en sacrificio a algún dudoso y poco fiable dios de la larga vida. Nos empeñamos en alargar todo lo posible el tiempo de vida como si pudiéramos prevenir la muerte. O como si su llegada fuera un fracaso, un tropiezo fatal que no fuéramos capaces de evitar. Preferimos arrastrar nuestros cuerpos moribundos hacia una agonía interminable antes que encarar la libertad de ponerle fin con serena lucidez.
La escritora australiana Cory Taylor escribió este libro en dos semanas, poco antes de morir. La suya fue una muerte anunciada. Un cáncer terminal le dejó el tiempo necesario para pensar cómo quería afrontar sus últimos meses. Y sintió la necesidad de escribir, de contar su vida y cómo quería que terminase. De dejar constancia, de hacer repaso, con la extrema lucidez de saber que una está apurando los últimos momentos, los últimos placeres a los que tiene acceso. Ordenar los recuerdos y ponerlos bonitos, darles coherencia y sentido para alcanzar algún tipo de serenidad. Contar la vida para ofrecerla como legado a los hijos. Decir: esto es lo que he sido. Esto es lo que soy. Recordadme.
Cory Taylor escribe para enseñarles a los demás lo que ve. Con el asombro entusiasmado de una niña que corre hacia su madre para mostrarle su último hallazgo. Escribe para dejar constancia de una curiosidad especial y del aprecio por la infinita diversidad de las personas y de las cosas. Para conectar la propia conciencia con la conciencia de los demás. Para sentirse menos sola en el mundo. A lo largo de estas páginas, la acompañamos por su infancia nómada, pasada en las carreteras australianas, de mudanza en mudanza. Por su juventud y madurez entre Japón y Australia, aceptando que su hogar era múltiple y viajaba con ella en cada viaje. Por su enfermedad y sus recaídas, que le enseñaron que "morir lentamente es como una retirada de la conciencia hacia el olvido que la precede".
En Australia la eutanasia es ilegal, y la autora reflexiona sobre la aversión que parecen sentir los médicos ante la idea de dejar en manos de sus pacientes el control del final de sus vidas. Como si la muerte fuera algún tipo de fracaso médico. Y la aversión de la sociedad por la muerte en sí, ese gran tabú, "como si el simple hecho de la mortalidad pudiera erradicarse de algún modo de nuestra conciencia". Lo cierto es que ni en Australia ni en Europa hablamos de ella. Nos pasamos la vida afanándonos por silenciarla, y en este vano intento fallamos en una tarea esencial de todo ser humano: prepararnos para morir. Si nos empeñamos en convertir la muerte en esa cosa innombrable revestida de un silencio aterrador, no solamente no sabremos ayudar a nuestros seres queridos cuando vayan a morirse, sino que tampoco podremos afrontar nosotros nuestra muerte dignamente.
Este es un libro sereno y emocionante sobre el valor de aprender a morir. Sobre la serenidad y la valentía necesarias para seguir viviendo hasta el último momento una vida digna. Es un libro bello y tranquilo, es una mano amiga que te tiende la mano, te guiña un ojo cómplice y te aparta el miedo con una caricia, como si te recogiera un mechón de pelo tras la oreja.
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