Hace ocho o nueve años me gustó tanto Alta fidelidad que me leí cuatro o cinco novelas de Hornby así muy seguiditas. Y terminé pensando que cómo era posible que un escritor me cayera tan bien, me pareciera tan divertido y cercano y perspicaz, y no terminara de gustarme de verdad ninguno de sus libros, aparte del primero. Me parecía escandaloso. Y lo escribí por aquí para desahogarme, en una reseña en la que me sigo reconociendo cien por cien.
Lo había dado por perdido, al bueno de Hornby. Dejé pasar Todo por una chica y Funny girl, y no pude terminar Juliet, desnuda. Hasta que hace unos días, después de empezar cuatro libros y no poder pasar de la página 20 y empezar a desesperarme en serio cual cocinero al que de repente no le salen las tortillas, me acordé de aquellos diálogos tan frescos de Hornby, de su humor inteligente y su capacidad para meterte en su historia desde la primera frase, y me dije: bueno, han pasado un porrón de años, démosle otra oportunidad.
Y ¡eureka! Qué maravilla. Qué forma de volver a conectar con él. Es como reencontrarte con un amigo y descubrir que, no sólo está mejor que nunca, sino que las pequeñas excentricidades que antes te molestaban han desaparecido por completo, y que hablar con él ahora es como deslizarte con un trineo por una pista de nieve perfecta gritando de alegría pura con los brazos en alto. Y sí, hablar con él. Porque los libros de Nick Hornby no los lees. Hablas con ellos. Te transportan ahí, con los personajes, y piensas como ellos, dudas, sufres, te ríes con ellos y esperas todo el tiempo que te permitan acompañarlos un poco más, quedarte un poco más en sus conversaciones y seguirlos adonde quieran llevarte.
Y cuando cuento todo esto en la librería, la gente me responde: sí, muy bien, diálogos, diálogos, pero sobre qué. Muy bien, pues por ejemplo:
Sobre fútbol, un tema recurrente en Hornby. Sobre cómo el fútbol infantil y juvenil se ha convertido en una competición desalmada en la que solo importa ganar, con padres furiosos y amenazantes, entrenadores que creen que cualquier hombre blanco con sombrero en la grada puede ser un ojeador de un equipo grande que ha venido a seleccionar a la futura estrella del fútbol mundial, y chavales desmoralizados que solo quieren pasárselo bien sin que cada jugada tenga que ser a vida o muerte.
Sobre racismo. En esta novela, el brexit y el racismo están por todas partes. Sobre una chica blanca que le pregunta a su compañero de trabajo negro si cree que puede ser un problema salir con chicos negros. ¿Problema para quién?, le responde él. Para tu comunidad, dice ella. Tu comunidad. "Ojalá su comunidad fuera el barrio en el que vivía, una comunidad en la que había mujeres blancas, jóvenes musulmanes, niños lituanos, chicas mestizas, padres asiáticos y taxistas judíos. Pero nunca lo había sido".
Sobre gente que habla en voz alta cuando entra en un comercio porque está convencida de que todo el mundo va a dejar lo que estén haciendo para ponerse a escucharles. Sobre hombres ansiosos por colgarse medallas, independientemente de su origen y de su utilidad. Sobre cómo hoy en día todavía cuesta un mundo que un hombre negro camine de la mano de una mujer blanca por la calle y no llamen la atención. Sobre los "yo no soy racista, pero...". Sobre las buenas intenciones que hay siempre después de los peros, y lo maravillosamente inclusivos y tolerantes que somos todos, pero lo que nos cuesta integrar como normal aquello a lo que no estamos acostumbrados, o altera, de algún modo oscuro que no estamos dispuestos a reconocer, nuestra forma de entender el mundo.
Y por supuesto, sobre amor. Y sobre Lucy. Porque Lucy brilla con una luz maravillosa. Lucy: profesora de lengua en un instituto público, recién separada, dos hijos, "ojos bonitos, una sonrisa capaz de caldear una habitación helada, cierto aire de haber pasado por algo que le había dejado cicatrices". Lucy, que se pregunta "cuántas versiones de una vida maravillosa tiene derecho a esperar", cómo conformarse con la opción menos mala, cómo dejar de aspirar a lo mejor aunque lo mejor siempre se empeñe en quedarse fuera de su alcance por motivos incomprensibles.
Nick Hornby es el de siempre. Capaz de la mayor ligereza, de tirarte al suelo de la risa, y al párrafo siguiente barrer la atmósfera divertida con otra escena que irrumpe como un ventarrón de aire frío y deja el ambiente terso y limpio para reflexiones profundas. Es melancólico, alegre, irónico y deliciosamente jovial. En estos tiempos de heridas trascendentes con las que construimos nuestra identidad, necesitamos más Hornbys en nuestra vida. Más trineos, más felicidad sin filtro, más tortillas perfectas. Más amor sin barreras. Y más humor. Mucho más.
Nick Hornby |
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