lunes, 14 de febrero de 2022

NO SOY YO

Vienen siempre juntos a la librería y siempre es él el que habla. Él el que me pide los libros, y me tiende la tarjeta, y comenta el tiempo. Ella se queda callada, sonriente, siempre un paso por detrás. Un saludo murmurado, una mirada baja. A veces se lanza a comentar algo, una opinión sobre un libro, una broma sin importancia, y él se apresura a apostillar suavemente lo que dice, a precisarlo, como quien se asegura de cerrar herméticamente un táper para que nada de su contenido pueda filtrarse. Escaparse a su control. 

Me caen bien. Son muy amables y transmiten sosiego. Sobre todo ella, cuando nos mira hablar y sus ojos brillan y su cabeza asiente, animando silenciosamente la conversación. A veces me pregunto qué hará con todas esas palabras suyas que no dice. Si uno se puede acostumbrar realmente al silencio, a hacerse siempre a un lado para que otro hable en su lugar. A veces me pregunto qué hace uno con todo lo que calla, con esas palabras que no caben en ningún táper. Adónde van. Si sobreviven de alguna manera al silencio. O simplemente se duermen para siempre, y uno se olvida de que alguna vez existieron, como se terminan olvidando casi todas las decisiones que decidimos no tomar.

Las mujeres protagonistas del nuevo libro de relatos de Karmele Jaio me han recordado a algunas mujeres que veo en la librería. Mujeres que sienten que la vida se les está escapando. La vida soñada, la vida que estaba por llegar cuando aún estaban llenas de expectativas. La vida prometida por el amor, por los proyectos, por la juventud que decae en sus despertares cansados, en sus ojeras, en la piel cada vez menos firme. 

Mujeres que se duelen del rechazo de sus hijos. Que no entienden que ya no las necesiten, y que respondan a su cariño con esa nueva gélida distancia, como si necesitaran protegerse de la imagen infantil que se refleja en los ojos de sus madres. Una imagen que les vuelve vulnerables, otra vez niños, otra vez dependientes, y que quizá entra en conflicto con su imperiosa necesidad de comerse el mundo como adultos. 

Mujeres que llevan años acumulando preocupaciones, temiendo cada herida de sus hijos aún antes de que se las hagan, anticipándose a cualquier contratiempo, allanándoles el camino, y cuya recompensa ahora es un nido vacío, unos hijos ausentes que apenas llaman y casi nunca se interesan por cómo están, qué hacen, qué sienten. 

Mujeres que salen a ligar a discotecas, y en el bolso llevan "toallitas húmedas o calcetines de niño en vez de un tanga de emergencia". Mujeres para las que la maternidad conlleva una celda. Lo más hermoso de su vida había terminado escondiendo un veneno y aun así, lo volverían a hacer y apurarían el veneno hasta la última gota una y otra vez. Mujeres que se sienten otras. Que desearían ser otras. No saben quiénes, pero otras. 

Estos relatos me han hecho revivir la emoción que sentí con la anterior novela de la autora, La casa del padre. Son pequeños mundos en miniatura, mundos afilados y emocionantes que dejan mucho espacio de sombra. Que abren el camino en la espesura para que tú te internes por él y lo desbroces como quieras. O como la vida te deje. 


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