El sentido del humor es vida. No solo es algo agradable, ornamental, seductor. Es necesario, vital. Sin sentido del humor no se puede vivir. Es como internarse en un laberinto con una venda en los ojos. La seriedad trascendente para todo es un tipo horrible de ceguera. Y las novelas de Jonathan Coe son la luz que se filtra por cualquier venda que uno haya terminado llevando. Te hacen sonreír, te arrancan un par de carcajadas y te dan la mano para enseñarte el camino de una vida más ligera, más amable. Una vida mejor.
Al acercarse a los sesenta, tanto Billy Wilder como la protagonista griega de esta novela llegan a la conclusión de que lo que tienen que ofrecer ya no lo quiere nadie. Las películas del uno y las bandas sonoras de la otra ya no encajan. Se han vuelto reliquias de otra época. Y ambos sienten desilusión. Y melancolía. La melancolía de saberse parte de un tiempo ya pasado. De una sensibilidad que se quedó en alguna página anterior del desaforado libro de la vida. Y no saben qué hacer con ese impulso que sigue latiendo en su interior, el impulso de seguir creando cosas, de seguir componiendo música y dirigiendo películas. El impulso del arte pugnando por salir a un mundo que hace tiempo que busca la belleza en otros paisajes.
La melancolía es una de las vetas de esta novela. Pero la principal, creo yo, es el placer. El placer de vivir. El profundo y sencillo placer de estar a gusto y poder sentarse a crear cosas bellas que hagan felices a los demás. El sencillo placer de desviarse por un camino rural hasta una granja, a las afueras de París, para probar un Brie de Meaux. Sentarse en una mesa rústica al aire libre, con la luz ambarina de la tarde difuminando los contornos de todas las cosas, y probar ese queso con un Pinot noir servido en vasos bajos. Y hablar tranquilamente. Y cerrar los ojos. Y sentir el momento. El encanto de la naturaleza. Los colores del cielo crepuscular. Las palabras pronunciadas en voz baja. El sabor maravilloso del queso. La melancólica, irresistible belleza de todo.
Esta novela de Jonathan Coe es un homenaje al cine de Billy Wilder. Al refinamiento y a la sutileza. A la delicadeza de no ser demasiado explicativo, para dejar que el interlocutor complete la historia a su manera, y al hacerlo, la vuelva suya.
Termino de leer la última página de esta novela en la librería, con los ojos brillantes, y me fuerzo a parpadear mucho y aclararme la garganta para poder atender dignamente al señor que acaba de entrar. Y es que no es fácil volver del set de rodaje de Billy Wilder en una isla griega. No es fácil volver de esa granja a las afueras de París y romper la burbuja de pura belleza y bondad que transmite Jonathan Coe con tanta sencillez. Hay libros maravillosos para admirar desde fuera. En los de Coe me quedaría para siempre a vivir.
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