A menudo he pensado, al leer libros de historia o pasearme por lugares que evocan pasados fascinantes: ojalá tuviéramos una historia de la vida privada para cada época. Una historia que contara cómo vivía la gente común, y no solo las gestas de los reyes y las guerras y hechos más crueles. Una historia sencilla e íntima del calor que habitaba en cada casa, de las expectativas de las personas similares a nosotros, que miramos ciertas ruinas y tenemos que recurrir trabajosamente a una imaginación poco fiable para convertirlas en algo más que dura piedra. Uno de los escritores que sintió ese vacío fue Honoré de Balzac. Y se propuso cubrirlo. Al menos, el tiempo que le tocó vivir. Su intención fue clara desde el principio: hacer una historia de la vida privada en la Francia de la primera mitad del siglo XIX. Y desde entonces quien no llena de vida palpitante los fríos vestigios materiales de esa época es porque no lo ha leído.
Balzac fue el maestro de los que después, siguiendo su ejemplo, buscaron capturar "la infinita variedad de la naturaleza humana". Pienso en Galdós, por ejemplo. O en Zweig. Dos de mis escritores favoritos, que caminaron por la senda abierta por el francés y trataron de escribir la historia olvidada por los historiadores, la historia de las costumbres, haciendo inventario de los vicios y virtudes, reuniendo las pasiones y los caracteres.
Leo a Balzac y veo su estela también en escritores del siglo XX como Irène Némirovsky, por esas vidas enteras condensadas en unas pocas páginas, con toda su exaltación y su decadencia, su esplendor y su ruina, explicadas con la maestría de quien posee una capacidad privilegiada para comprender los profundos y delicados mecanismos que determinan las relaciones humanas.
Empezar a leer a Balzac siempre es un desafío. Qué hacer, ¿elegir alguna de sus novelas más conocidas o seguir el orden con el que las publicó, bajo el título de La Comedia humana? Hace más de veinte años leí varias novelas suyas al azar, y tras tantos años, ahora he decidido volver a él desde el principio, como hice recientemente con los Episodios nacionales de Galdós. Y gracias a la buena labor de los editores de Hermida, que han emprendido la publicación de toda la obra en volúmenes muy cuidados, he leído y disfrutado muchísimo su primera novela, La casa de El Gato Juguetón.
Es una novela corta sobre el enamoramiento fulgurante y la decepción posterior. Sobre el fulgor que arrebata prometiendo toda una vida de delicias y el aburrimiento y la traición a los dos años. También sobre el amor como éxtasis del creador, sublime y efímero y sujeto a la emoción y a la experiencia, frente al amor como proyecto de vida del burgués ligado a un deber social y una obediencia familiar. Me ha encantado la reflexión sobre la felicidad conyugal y el equilibrio de poder. Sobre la libertad que se da y se recibe, y sobre las jaulas en las que entramos voluntariamente pensando que eso es el amor porque así se ha hecho siempre.
Incluso hay un momento en el que la amante de un personaje se permite aconsejar a la esposa traicionada sobre cómo evitar que los maridos se aparten de la senda monógama. Las que lo consiguen son mujeres que dominan a sus maridos encontrando las cualidades de las que carecen para hacerles ver que nunca saldrán adelante sin ellas. Y que dependerán de ellas para siempre. Los encadenan a la dependencia. Eso sí, dejando que crean que son ellos los que deciden, y haciéndoles ver lo mucho que ellas se preocupan por ellos y los cuidan y los veneran y admiran.
Para 1828 me parece de una modernidad asombrosa. Con qué facilidad la idea del amor puede hacer entrar a un alma confiada en un matrimonio y transformar el paraíso soñado y prometido en un infierno. Cuántos retratos conyugales del siglo XXI he visto reflejados en estos buenos burgueses de hace dos siglos.
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