El 14 de febrero, un escritor compartió en redes sociales este extracto de un poema de Luis Cernuda:
"Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien
cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío;
[...]
Tú justificas mi existencia:
si no te conozco, no he vivido;
si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido."
Y seguidamente comentaba: "Luis Cernuda escribió esto sobre el amor y desde entonces no hay nada más que decir sobre el amor."
Este poema de Cernuda es de 1931. Y Vera, la novela de Elizabeth von Arnim que acabo de leer, de 1921. Ambos muy próximos en el tiempo. Ambos retratan una forma de amar que tiene que ver con estar preso, con sentir escalofríos, con la posesión, con el amor como experiencia totalizadora que eclipsa cualquier otra experiencia de vida e incluso la niega. Una forma de amar que alude a la muerte. ¿La diferencia? Cernuda la exalta y Elizabeth von Arnim la denuncia. Cernuda le canta a los barrotes de su cárcel. Von Arnim te fabrica una llave para que abras la jaula.
Esta es una novela deslumbrante y modernísima sobre el amor romántico y su toxicidad, y su capacidad de devastación. Ese tipo de amor sobre el que se asientan la mayoría de relaciones conyugales hasta la actualidad. Un amor que se basa en la desigualdad, la dependencia y la falta de libertad y autonomía personal. Un amor que infantiliza, que constriñe, asfixia, anula la voluntad y que, finalmente, puede llevar a la muerte. Un amor que se basa en la obediencia y un constante y leve temor, como el color de fondo de cada conversación, de cada escena. Decir algo, o coger otro cruasán, o proponer una actividad, e inmediatamente girar la mirada hacia el otro para asegurarse de que no va a haber represalias, de que se le ha concedido permiso. De que no se ha desviado del estrecho, cada vez más estrecho camino que ese amor le ha dejado para vivir.
La mayoría de situaciones y emociones que describe Elizabeth von Arnim en Vera o bien las he vivido y sufrido en primera persona en el pasado, o bien he sido testigo (y sigo siéndolo) de ellas hoy en día en gente que me rodea. Quizá por eso he leído esta novela entre aterrado y asombrado por que una mujer hace más de un siglo viera a través de la impostura de este tipo de amor y supiera analizarlo en una obra de ficción con tanta perspicacia. Y furioso, furioso también por todo el daño al que nos sometemos por pecar de confiados, de pacíficos, por ese deseo de complacer que nos parece la base de la buena educación y que, sin que nos demos cuenta, se vuelve ansioso e hipervigilante para evitar cualquier ofensa, cualquier gesto o palabra que puedan provocar un conflicto. Y el esfuerzo ímprobo que supone atreverse a contraponer por una vez tus deseos a los del otro y la lucha agotadora que se desata después, por medios a menudo imperceptibles, hacen que pronto aprendamos que lo más fácil sea siempre plegarse y ni siquiera imaginar sostener un pensamiento propio distinto a un intento de copia del pensamiento del otro.
Muchas novelas de amor anteriores a 1921 centraban su conflicto en vencer las convenciones sociales que ponían trabas a las parejas. El amor era una lucha social, una lucha hacia afuera. Una vez vencido ese conflicto, la felicidad se presuponía de tal manera que ni siquiera se mencionaba. Lo que pasaba dentro del matrimonio solo podía ser la celebración de la victoria. Elizabeth von Arnim centra su historia en lo que pasa dentro de un matrimonio. En esos trapos sucios que una generación tras otra ha aprendido a lavar en casa y que, a fuerza de no airearlos nunca, carecen hasta de palabras para nombrarlos. Qué impactante es que esos trapos sucios hayan evolucionado tan poco en un siglo entero y que tantas parejas se sigan tratando con el látigo del amor romántico como si fuera lo normal, lo adecuado, lo que dicta la costumbre.
Lucy, la protagonista de esta historia, es una joven "de un color delicado, de una redondez suave y lista para iluminarse con solo una palabra o una mirada". Su principal ocupación cada día consiste en no decir nada que pueda contrariar a su marido o herir sus sentimientos. Vive para complacerlo. O, mejor dicho, para evitar contrariarlo, que muy pronto acaba siendo lo mismo. Su forma de amarlo consiste en la voluntad de hacerlo feliz. Si él es feliz, ella también. No hay felicidad lejos del placer de él. Como decía Cernuda: él justifica su existencia. Hasta el punto de tener que medir cada palabra, estar siempre atenta a las expresiones de él, a sus gestos, sus miradas. Hasta el punto de reducir todas las expresiones del amor a una sola: la voluntad de complacer, para no herir, para evitar el conflicto interminable, el reproche mudo o explícito, para recibir el amor que al principio llegó sin interferencias, o simplemente para estar en paz. Y bajo la voluntad de complacer, empieza a brotar la culpa por no hacerlo bien todas las veces, por no saber leer sus gustos, sus necesidades, por herirlo con tanta frecuencia, por no estar a la altura. "Sin duda, soy una miserable", se repite Lucy cada vez que tiene que aplacar a su marido.
Vera, con la ironía y la inteligencia psicológica de Rebecca West y de Edith Wharton, consigue una de las mejores descripciones de una relación de amor tóxico que he leído en una novela. Narcisismo, infantilización, manipulación, victimismo, manía, obsesión, irascibilidad, insatisfacción, autoritarismo, necesidad constante de atención, rencor, obcecación, intransigencia. Todo está ahí. El matrimonio como posesión y amenaza. Como jaula y sometimiento. Qué ganas de hacer saltar por los aires esta institución desalmada que, con la complicidad criminal de los poetas, sigue siendo una fábrica de traumas psicológicos e infelicidad. Qué ganas de más Elizabeth von Arnims y menos Cernudas, de más llaves que liberen y menos elogios a las celdas cerradas, para que el amor sea una luz que ensancha nuestros caminos y no una imposición que nos amordaza.
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