viernes, 8 de marzo de 2024

TODA LA RABIA

"¿Alguna vez se le pasó por la cabeza a algún hombre que las mujeres también teníamos un derecho inalienable a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad individual?", preguntó en 1855 Elizabeth Cady Stanton a su primo en una carta. 
169 años después, cuando un hombre lleva treinta años de matrimonio sin haber cocinado ni una sola vez nada de lo que come ni haber cosido un bajo de pantalón ni haber limpiado un váter, ¿se le pasa por su cabeza? 
169 años después, cuando un hombre no sabe cuáles son las extraescolares de sus hijos o dónde se compran y cómo se piden los libros de texto o cómo se organiza un cumpleaños, ¿se le pasa por su cabeza? 
169 años después, cuando un hombre se olvida de repasar los deberes con sus hijos o de preparar el baño a su hora sabiendo que no pasa nada porque ya va a venir su mujer detrás a hacerlo, ¿se le pasa por su cabeza? 
Derecho inalienable a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad individual. Tan obvio. Tan natural. Y tan lejano. 

¿Por qué tantas parejas siguen todavía guiones domésticos que ya han caducado en la mayoría de ámbitos de la sociedad? La igualdad de género en la retribución salarial es una victoria del feminismo, hasta tal punto que ya ni siquiera se considera una reivindicación feminista, sino una cuestión natural de justicia. Hasta los más reaccionarios la apoyan. ¿Por qué no la igualdad de género en la familia? ¿Por qué las familias, con su distribución de tareas y cuidados, siguen siendo el mayor reducto de desigualdad entre hombres y mujeres?

Este ensayo de Darcy Lockman responde a estas preguntas con multitud de ejemplos de la vida cotidiana, sacados de su propia experiencia y de cientos de estudios que analizan la desigualdad de género en el hogar, y en especial, la bomba de relojería para cualquier intento de igualdad que supone la crianza. Es una historia que a nadie que conviva con su pareja le sonará ajena: la de las que pequeñas desigualdades cotidianas, ese "zumbido constante" que, si no se le pone coto, puede dinamitar la armonía conyugal de cualquier pareja que aspire a tener una relación igualitaria. Pero, ¿cómo se le pone coto? Ah, jugosa cuestión.  

Me ha gustado muchísimo cómo describe la asombrosa capacidad de los hombres, no ya para escaquearse de las tareas domésticas, sino para simplemente vivir sin ser conscientes de su existencia. Y es que lo tienen muy fácil. Han aprendido desde pequeños, de múltiples maneras, que su responsabilidad en la tareas domésticas y de crianza siempre será secundaria, y que si no hacen todo lo que deberían o se olvidan de algo importante, no pasará nada porque ya vendrá su madre o su mujer a solucionar el problema. Pueden ser participativos pero sin estresarse, porque siempre tendrán alguien que arregle sus despistes. Pero ¿se pueden permitir lo mismo las mujeres? 

Reconozcámoslo, casi todo lo que ocurre en una casa se organiza en torno a ellas: las tareas domésticas, la crianza, el cuidado de los mayores, de los vínculos familiares, la planificación del ocio, la socialización familiar. Ellas cargan con la responsabilidad de mantener unidas a las familias. Por eso, cuando faltan o se ausentan, las familias se desmoronan. Los hombres solo se dan cuenta de esta desigualdad cuando ellas desaparecen. Y, con toda la razón, se sienten desorientados. Como niños pequeños sin el ojo vigilante e hiperactivo de su mamá. Perdidos en un mundo cuyas coordenadas más básicas nunca se molestaron en aprender. 

Esta es la historia de un reducto de servidumbre femenina en pleno siglo XXI. Una servidumbre tan cotidiana que apenas la vemos. Una servidumbre que no se acaba con la incorporación de los hombres a las ideas feministas: Darcy Lockman demuestra que la ideología compartida no se suele traducir en una experiencia vivida, especialmente a partir del primer hijo. Es decir, que los hombres tienen tal capacidad de disociación que pueden soltar un discurso feminista en la cena de navidad que deje a todas las mujeres de la familia llorando de la emoción, pero luego no ser capaces de recordar las extraescolares de sus hijos, coser un dobladillo o estar pendientes de cuándo hay que poner la lavadora. 

Este libro trata sobre la rabia. La rabia de cargar a solas con una responsabilidad que debería ser compartida. Pero ¿quién puede sentir una rabia diaria hacia la persona que ama? Porque exigir la igualdad, como ya contaba Hochschild en La doble jornada, a menudo es estrellarse contra un muro hecho de estereotipos tan arraigados en la educación y el comportamiento que están entrelazados con nuestra propia identidad. Por risible que parezca, para muchos hombres ponerse a limpiar un váter de forma cotidiana puede significar dejar de saber quiénes son dentro de su comunidad. 

Lo más inquietante, para mí, es cuando no hay rabia. Cuando el desequilibrio de reparto de tareas es tal que se convierte en esclavitud y sin embargo a ninguna de las dos partes se le ocurre quejarse. O, peor todavía, cuando ambas partes, con tranquilidad imperturbable, defienden que ese desequilibrio es la mejor forma de actuar: de hecho, la única forma correcta o moralmente aceptable. 

"Vimos a nuestras madres llevando las riendas y el control absoluto de nuestros hogares y a nuestros padres dejando pasivamente que eso ocurriera. Esos son los estereotipos de género que hemos aprendido". Compartir de forma igualitaria las tareas cotidianas supone un doble reto. El reto para los hombres es aceptar más tareas domésticas y carga mental y el reto para las mujeres es ceder el control de todo lo que ocurre en casa. Y solo se logra con comunicación emocional sincera, compartiendo abiertamente las expectativas, poniendo los cinco sentidos en las necesidades del otro, siendo cuidadosos con las palabras y teniendo siempre presente que por defecto lo más fácil es caer en estereotipos de género que generan conflictos e infelicidad. 

Los matrimonios no igualitarios forman parte de un sistema de desigualdad de género que nos atraviesa desde todos lados en infinitas conductas. Es un sistema férreo, antiguo y poderoso. Es un sistema cruel, rancio y perverso. Es un sistema que solo se puede mandar al pasado reaccionario al que merece pertenecer con desafíos cotidianos, constantes y masivos. Así hemos ido tumbando durante los últimos cincuenta años la desigualdad de género en las leyes y en los discursos públicos. Así la tumbaremos también en el corazón amurallado de las familias. 






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