De zinc eran los ataúdes en los que volvían los restos de los soldados soviéticos muertos en Afganistán. Ataúdes de zinc sellados, a veces rellenados con tierra ante la imposibilidad de recuperar los cuerpos. Ataúdes llegados de una guerra a la que la Unión Soviética no dejaba de enviar hombres, pero que no reconocía ni nombraba. Duró casi diez años, de 1979 hasta 1989. La URSS envió más de medio millón de soldados. Hubo más de medio millón de civiles afganos muertos. La versión oficial soviética fue que habían ido a llevar las bondades de la revolución comunista a sus hermanos del sur. En este libro, dando voz a los participantes soviéticos en la guerra, Aleksiévich se atrevió a cuestionar esa versión oficial. Y terminaron abriéndole un proceso judicial por manchar el honor nacional y la memoria de los héroes soviéticos.
Y es que esa brumosa idea del honor y de la justicia es a menudo lo único que un soldado puede interponer entre el horror de la guerra y su cordura cuando regresa a la vida civil. Los soldados que volvían de Afganistán hablaban de la guerra como de un trabajo cualquiera en el que cobraban por matar. No veían a sus víctimas como seres humanos. Y si lo hacían, sencillamente les daba igual. No era su responsabilidad. Se limitaban a cumplir órdenes. Donde alguna vez latió la compasión y el horror ante la posibilidad de arrebatar una vida, ahora sólo quedaba un vacío. Un agujero. Pero se aferraban a la idea de una guerra justa y honorable y hasta heroica para dar sentido a todo aquello. Si la guerra no había servido para nada, como empezaron a decir algunas voces críticas tras el fin de la URSS, ¿qué sentido podrían darle a su sacrificio?
Este libro habla de cómo la experiencia de la guerra en los soldados y sus familias (sobre todo sus madres) les lleva al límite de sus fuerzas, de cómo tensa su capacidad de sufrimiento y la huella que deja en su salud mental esa lucha. Como en Voces de Chernóbil, los monólogos de algunas madres ponen los pelos de punta: "cuando lo supe, me empezó a dar miedo encontrarme con conocidos por la calle, me encerraba en el cuarto de baño esperando a que las paredes se me cayeran encima".
El libro está escrito como un mosaico de voces anónimas (un soldado granadero, una enfermera, una madre) que hablan como en un monólogo interior. El objetivo de la autora, en sus palabras, es "capturar lo etéreo". "Por eso me gusta el lenguaje oral, no le debe nada a nadie, fluye libremente. Todo está suelto y respira a sus anchas, la sintaxis, la entonación, los matices, y así es como se reconstruye exactamente el sentimiento. Yo rastreo el sentimiento, no el suceso. Soy una historiadora de lo etéreo". "Eso es a lo que me dedico desesperadamente libro a libro: a disminuir la historia hasta que toma una dimensión humana".
Con estas voces Aleksiévich puso el dedo en una llaga abierta: la de la responsabilidad de las autoridades en la guerra. ¿Quién pedirá perdón a todos los que estuvieron allí? ¿A todos los que volvieron destrozados y rotos? ¿A todos a los que obligaron a matar en nombre de una idea y se trastornaron cuando al volver dejaron de poder hacerlo? ¿A todos los que se acostumbraron a temer por su vida constantemente y al volver ya no pudieron dejar de ver amenazas en cada ruido y en cada esquina?
Los soldados callan. Nunca hablan de la guerra con quien no ha estado allí. "Recordar es como meter la mano en el fuego". Pero cuando se deciden a hablar, muchos monólogos dan vueltas alrededor de la culpa y de la responsabilidad. No pueden vivir con lo que han hecho, pero aún menos pueden soportar que los que los enviaron allí se desentiendan de ellos y los castiguen si se reúnen y hablan sobre ello y reclaman sus derechos. "En la guerra nos instruían: "hay que amar a la Patria". Y la Patria nos recibió con los puños bien cerrados para dejarnos fuera de combate una y otra vez".
Aleksiévich aboga por el "derecho humano a no matar. A no aprender a matar". La vida de las personas no debe verse desde la perspectiva del Estado, sino desde la perspectiva de quiénes son para sus madres, para sus parejas. Para sus hijos. En 1989, afirmar esto era revolucionario. Hoy, aunque las guerras ya nos vayan quedando cada vez más lejos, en muchos aspectos sigue siéndolo.
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