He empezado la semana reseñando La servidumbre voluntaria, de Étienne de La Boétie, una reflexión escrita hace casi cinco siglos que nunca ha dejado de tener actualidad. Este libro me llevó directo al experimento que puso en práctica Stanley Milgram a principios de los años 60 en Estados Unidos para analizar hasta dónde podemos llegar en nuestra obediencia a la autoridad. Milgram convocó mediante anuncios en prensa a cientos de voluntarios para participar en un estudio psicológico que, tal y como se anunciaba, trataba sobre la memoria y el aprendizaje. El voluntario tenía que recitar una serie de palabras que otro voluntario aprendiz (en realidad, un actor) tenía que agrupar por significado. Si este fallaba, el experimentador le ordenaba al voluntario que le suministrara una pequeña descarga eléctrica al actor. En realidad las descargas eran simuladas, pero el actor fingía dolor para que el voluntario pensara que estaba provocando daño. Las descargas iban creciendo en intensidad a medida que se acumulaban los fallos y el objetivo del experimento consistía en ver hasta qué punto el voluntario estaría dispuesto a provocar cada vez más dolor en otra persona sólo porque la autoridad, en este caso el experimentador, se lo ordenaba. Y los resultados fueron aterradores.
La mayoría obedecía. Obedecía aunque escuchara los gritos de dolor de su víctima. Obedecía porque consideraba que la responsabilidad no era suya, al fin y al cabo sólo estaba haciendo lo que le decían que hiciera. Estaba cumpliendo órdenes. En los mismos años que Milgram desarrolló este experimento de psicología social, Adolf Eichmann fue juzgado y condenado a muerte en Israel por haber contribuido desde su despacho a la muerte de cientos de miles de judíos durante la segunda guerra mundial. Hannah Arendt presenció el juicio y escribió un libro titulado Eichmann en Jerusalén en el que desarrollaba su idea de la banalidad del mal. Eichmann no era ningún monstruo. No estaba poseído por ninguna sociopatía ni era en definitiva esencialmente distinto a cualquier otro burócrata imbuido de una fuerte carga ideológica. Eichmann no se sentía responsable de sus actos porque, como no se cansaba de repetir, era un simple funcionario cumpliendo órdenes.
A pesar de la evidente diferencia entre un experimento de una hora y la realidad de la Alemania nazi, Milgram defiende en este libro que su experimento ayuda a explicar la conducta de Eichmann no como un hecho aislado, sino como un patrón de conducta común a la mayoría de seres humanos de todas las épocas. A lo largo de la historia, la inmensa mayoría de crímenes se han cometido en nombre de la obediencia y no en nombre de la rebelión. Es decir, el hombre daña y mata mucho más y mejor cuando le dicen que lo haga que por instinto homicida. Y esto es así porque la obediencia anula la inhibición natural que todos tenemos ante la posibilidad de hacer daño a los demás.
Curiosamente, explica Milgram, no se trata de que la obediencia a la autoridad anule en nosotros la conciencia moral, sino que la desplaza, desvinculándola de nuestra relación con la víctima. Ya no nos sentimos responsables del dolor que causamos, sino de cumplir bien con nuestro deber respecto de la autoridad. Ese es el foco de nuestra moral ahora, cumplir con las expectativas que la autoridad tiene de nosotros, ser dignos del pacto que hemos establecido con ella y no defraudarla.
Stanley Milgram |
La mayoría pensamos que seríamos incapaces de hacer daño a otra persona sólo porque nos lo dijera una autoridad. Sólo un sádico, alguien que estuviera mal de la cabeza, podría aceptar una orden así sin rebelarse, ¿verdad? Pero la realidad es que todos somos extremadamente propensos a la conformidad y a la obediencia del grupo, y Milgram explica de maravilla los mecanismos cotidianos que nos atan la voluntad y desvían nuestra conciencia moral.
Y es que desobedecer es muy duro. La desobediencia nos enfrenta a la posibilidad de quedarnos aislados de los demás, de que la mayoría social nos repudie. Nos transmite la sensación de estar traicionando un pacto implícito con los demás, el miedo de vernos expuestos como diferentes, disruptivos, problemáticos, egoístas. En un mundo en el que obedecer es la norma, desobedecer nos aliena. Y, sin embargo, como demuestra Milgram, no hacerlo nunca acaba deshumanizándonos.
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