He leído este libro temblando. Con los ojos muy abiertos y una música extraña sonando por dentro. De la mano de la protagonista, he estado en una casa de piedra en el Pirineo catalán y he sentido el contacto directo con la cara menos amable y acogedora de la naturaleza y de los hombres. Me he sentado a la mesa con esa gente esquiva, educada en el silencio y la aspereza, reacia a aceptar la ternura como una forma aceptable de comunicación. Y he huido de allí hacia la vida bulliciosa de Londres y los brazos de esa chica de rasgos indios que representa la risa y la sensualidad, todo lo contrario de lo que he dejado atrás. He sentido la ligereza del amor recién descubierto y el calor de la felicidad abriendo la fruta madura del deseo. También, más tarde, el peso de los años, agostando la confianza y las ilusiones. Y, surgiendo de la oscuridad de una vuelta a casa no deseada, he escuchado ese nombre, Luz, pronunciado con júbilo a través del balcón, y me he dado cuenta de que la vida siempre puede empezar de nuevo, siempre puede volver a nacer si se aviva con el fuego adecuado.
Esta es una historia de desamor. Y de cómo un nombre escuchado en la calle y una mirada de reojo pueden hacer que el deseo vuelva a brotar de la manera más inesperada. "Quería volver a ver el mundo con los ojos con que tú me mirabas a mí". "Y tu gesto tímido y presumido al ponerte un mechón de pelo detrás de la oreja. Y tu mirada: ya vencida, ya entregada, ya triunfante". Esa mirada de niña que está dejando de serlo, de cuerpo que se despierta y que aún no sabe reaccionar a sus impulsos. Esa mirada que promete lo desconocido, lo que debe ser ocultado a los ojos de los demás para sobrevivir, la luz, la delicadeza y el deseo imparable.
He leído este libro temblando. Es una carta de amor esplendorosa. Duele y maravilla al mismo tiempo. Y me ha tocado cuerdas raras por dentro, cuerdas que a veces uno olvida que tiene. Esta historia resuena con una melancolía poderosa, la melancolía de unas campanas repicando a los lejos, en otro valle, anunciando una buena nueva que esta vez no podrá ser la de la protagonista. Y enseña que la delicadeza también puede ser cruda, y que el deseo, aunque se envuelva en el amor más dulce, siempre esconde un instinto de violencia.
Quiero quedarme a vivir aquí. En la belleza visual de las imágenes, arropado por el maravilloso entramado de su poesía y por la embriaguez de la luz que ilumina esta historia de belleza. Quiero quedarme a vivir aquí. Vibrando con la alegría loca de Luz. Con la melancolía de unas campanas en el valle. Vivir aquí. En la fuerza evocadora de las metáforas, que en las manos de Elisabet Riera, se vuelven más reales que muchos amores cotidianos.
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