Suena el eco de unos pasos en una esquina de la Rue des Beaux-Arts. Oscar Wilde vuelve cansado al hotel en el que vive, por encima de sus posibilidades, desde hace ya unas semanas. Lejos queda la fama del dandi londinense, lejos queda la elegancia del porte y la respuesta afilada e ingeniosa que siempre se ocultaba bajo su sonrisa. Ahora, en este otoño de 1900, con el cuerpo enfermo y el alma destruida, deambula por la ciudad de la luz recordando el amor que le llevó a la ruina y aquella frase con la que quizá un día consolara sus noches carcelarias y que ya no le evoca más que frío y desolación: Aquel que vive más de una vida / ha de morir más de una muerte.
La historia es conocida aunque no está de más recordarla. Oscar Wilde, en la cima de su carrera, fue condenado a dos años de trabajos forzados por ser homosexual. Su vida privada se sometió a escarnio público y su amante, Lord Alfred Douglas, se desentendió de él. El amor que no se atreve a decir su nombre, ese que inspiró a los filósofos griegos, a Miguel Ángel, a Shakespeare, fue la ofensa criminal que lo llevó a la cárcel y que terminó destruyendo al hombre que era.
Tras su liberación, en 1897, huyó de Inglaterra y se estableció en Francia, donde escribió La Balada de la Cárcel de Reading, un largo poema en estrofas de seis versos dedicado a un compañero de prisión que fue ahorcado por asesinato. Pero el poema va mucho más allá del horror ante una ejecución. Es un grito desgarrado, una queja amarga contra la suciedad, la brutalidad, la vulgaridad y las privaciones que despojan a la muerte de su idea redentora, dejándola en lo que se ve y se siente: carne, sangre y dolor.
Nunca vi a hombres tan tristes que miraran
con tal anhelo en los ojos
ese pequeño dosel azul
que los reclusos llamamos cielo,
y cada nube feliz que pasaba
tan extrañamente libre.
Me ha recordado a aquellos poetas ingleses que, veinte años después de Wilde, escribieron sobre la Gran Guerra (recopilados en la fantástica antología Tengo una cita con la muerte, de la editorial Linteo). Heroicos en los primeros meses de contienda, sus versos se volvieron desesperados y oscuros a partir de la Batalla del Somme, cuando dejaron de idealizar la muerte y la guerra pasó de ser banderas, sonrisas y honor para convertirse en barro, sangre y sinsentido.
Oscar Wilde |
Se sabe que las flores sanan / la desesperación de cualquier hombre, y la cárcel de Reading, como todas las cárceles, no era más que ladrillo y pedernal, donde nada podía crecer de su suelo de piedra. Qué duro debió de ser, para un hombre acostumbrado a la belleza y a la delicadeza, pasar dos años sometido al régimen carcelario. Pasear en círculos, dando vueltas y vueltas, con el horror volando por la cabeza de cada desdichado, ante la mirada arrogante de los guardias vigilando a su manada de bestias. Pasear como animales con la esperanza golpeada por los golpes y los trabajos forzados que humillan y torturan el cuerpo, y por la certeza, cada día más nítida, de haber sido traicionado y olvidado por aquél que más había amado, su querido Lord Alfred Douglas.
Y hostigan al débil y azotan al loco
y se mofan del viejo
y unos enloquecen y todos se envilecen
y nadie puede decir nada.
Esta balada es un grito de un alma sensible que fue enjaulada en un infierno por haberse atrevido a pensar que su forma de amar podía ser comprendida por los demás. Un dedo acusador que clama contra la inhumanidad de la cárcel y la desesperación terrible e infinita que provoca en cada recluso ese vil confinamiento.
Olvidados de todos, nos pudrimos y pudrimos
heridos en cuerpo y alma.
Suena el eco de unos pasos en una esquina de la Rue des Beaux-Arts. Oscar Wilde vuelve cansado al hotel en el que vive, y recuerda aquellos versos que compuso de un tirón tres años antes, cuando la herida de la cárcel seguía abierta y palpitante y la posibilidad de empezar de nuevo todavía se podía acariciar con algo de ilusión. Enfermo, cansado, herido por una sociedad que se complació en arrastrar su vida privada por el lodo, sigue mirando con ojos tristes y anhelantes ese pequeño dosel azul que los reclusos llaman cielo.
Placa en la Rue des Beaux-Arts, en París |
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