lunes, 4 de mayo de 2015

EL TELÓN DE ACERO

En "Los orígenes del totalitarismo" (1951), Hannah Arendt defendió la tesis de que tanto la Alemania nazi como la Unión Soviética podían considerarse regímenes totalitarios, habiendo entre ellos más similitudes que diferencias. Según Friedrich y Brzezinski (1956), los regímenes totalitarios tenían al menos cinco puntos en común: una ideología dominante, un único partido en el poder, una policía secreta dispuesta a utilizar el terror, el monopolio de la información y una economía planificada. 

Debido al papel decisivo que había desempeñado Rusia en la derrota de Alemania en la segunda guerra mundial, la tesis de Arendt no resultaba fácil de aceptar. Las simpatías soviéticas de un nutrido grupo de intelectuales europeos mantuvieron su entusiasmo una vez terminada la contienda, a pesar de las pruebas del terror que llevaba desatando Stalin en los años previos. Concebían el comunismo como una ideología superior y elogiaban su materialización práctica, sin pararse a juzgar sus consecuencias particulares. 

Han pasado más de setenta años desde la publicación del ensayo de Arendt (aún hoy, obra de referencia imprescindible), disponemos de muchísima más información de la que ella tuvo para comparar ambos regímenes criminales, y sin embargo el estalinismo nunca ha generado un sentimiento de repulsa tan consensuado como el nazismo. Desde hace un tiempo me encuentro en la prensa y en las redes sociales, y no sólo de manera irónica, alusiones al comunismo soviético como una fuente ideológica de inspiración, quizá de referente en la resistencia frente al capitalismo; en cualquier caso, alusiones teñidas de una cierta añoranza. La ayuda militar soviética a Cuba se envuelve en un halo de heroicidad y se echa de menos, o eso parece, aquella pureza ideológica que preconizaba la igualdad y la libertad con mayúsculas, como si fueran ideas platónicas, para toda la Humanidad. Se defiende dicha añoranza, incluso, argumentando que el comunismo soviético se afianzó en los países de la Europa del Este tras la guerra para "protegerlos" de la "agresiva" política estadounidense o que la construcción del muro de Berlín fue una respuesta "inevitable" para "defender" al pueblo alemán del efecto llamada provocado por las "insidiosas tentaciones" capitalistas. 

Este ensayo es apabullante. Y desmonta con hechos contrastados y sobrecogedores las teorías revisionistas que todavía pretenden defender las supuestas bondades de la influencia soviética en Europa del Este. 
Terminada la guerra se convocaron elecciones democráticas en toda la zona ocupada por el ejército rojo. Pero la democracia era simplemente el medio que más convenía a Stalin para afianzar su influencia, y no el sistema político en el que pretendía desarrollarlo. Como ya decía Walter Ulbricht, futuro presidente de la República Democrática Alemana, "tiene que parecer democrático pero todo debe quedar bajo nuestro control". Para alcanzar ese control la policía secreta soviética ramificó en apenas dos años su influencia por toda la zona y, mediante el uso selectivo del terror y la violencia preventiva contra la que podría haber sido la élite política si hubiera habido democracia, consiguió imponer el silencio y la sumisión a una sociedad deshecha por la guerra. Los campos de exterminio nazis fueron utilizados para recluir a prisioneros políticos, cuyas detenciones eran cuidadosamente elegidas para producir el mayor impacto disuasorio en los grupos contrarios al régimen: entre 1945 y 1953, solamente en Alemania hubo 150000 presos, de los que más de 50000 murieron de inanición y enfermedad. A diferencia de los campos nazis, en los campos soviéticos no se asesinaba, simplemente se dejaba morir. La policía secreta soviética colocó a comunistas locales en todas las emisoras de radio nacionales, desarticuló organizaciones civiles y partidos políticos, arrestó, asesinó y deportó a cientos de miles de personas de las que sospechaban que podían ser antisoviéticas e impuso brutalmente una política de limpieza étnica y de represión cuyas secuelas, setenta años después, todavía son muy visibles en la política, la economía y la sociedad de los países postsoviéticos de Europa del Este. 

Este ensayo retrata la influencia devastadora que tuvo la Unión Soviética en Polonia, Checoslovaquia y Hungría, fundamentalmente. Cuestiona muchos de los mitos creados en torno al origen de la Guerra Fría, y constituye una advertencia detallada de lo rápido que una liberación puede convertirse en esclavitud. 


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