Un cliente extranjero, nórdico, quizá sueco o danés, curiosea durante mucho rato libros de Chejov. Busca algo, quizá un cuento en concreto. Le ofrezco mi ayuda pero la rechaza con un gesto amabilísimo, fraterno, casi cariñoso. Tiene uno de esos rostros anchos y despejados que me recuerdan a los paisajes interminablemente llanos del norte de Europa donde, en verano, la luz nunca se disuelve del todo. Un rostro permanentemente abierto. Que sonríe sin necesidad de sonreír.
Me pregunta por otros escritores rusos.
- ¿Turguénev, Pushkin?
- Aristócratas -, le respondo con malicia, mientras voy a buscarle libros de los dos.
- Sí, aún no he llegado a la Revolución -, se ríe.
- Ni al anarquismo -, le pincho.
- Ni al anarquismo -, concede.
Me habla de su fascinación por lo que él llama el alma rusa. Ese fuego sentimental. Esa efervescencia melancólica. Y gesticula, enfatizando cada adjetivo. Le miro sonriendo, con los brazos cruzados, pensando que alguna amiga mía feminista lo llamaría más bien sentimentalismo patriarcal. Pero me callo mis pullas, en las que tampoco creo mucho. Se le ve emocionado a mi buen amigo nórdico y, por qué negarlo, a mí también me gustan esos elegantes y trascendentes aristócratas rusos.
Me dice:
- ¿Sabes? Siempre que leo algo de Turguenev, o incluso de Chejov o de Tolstoi, me viene a la cabeza una canción que escuché hace años en Moscú a un amigo que solía tocar el violín en el metro. Es una asociación inmediata: para mí, Rusia es esa música de la misma manera que... (se piensa el símil), que..., que el cuerpo de la mujer que amas es tu patria.
- ...
Si no fuera tan espontáneo se sonrojaría, pero no. En lugar de eso, se gira, comprueba que estamos solos en la librería y me suelta:
- Mira, si quieres te la canto.
- Claro, por supuesto -, le respondo con ganas, y me siento en mi taburete, como un público obediente.
Lo que sigue es indescriptible. Entrecierra los ojos, y su voz apenas supera el volumen de un murmullo, pero a los veinte segundos ha conseguido ponerme la piel de gallina y llevarme muy lejos de aquí. Estoy seguro de que si hubiera prolongado los escasos dos minutos que duró, habría tenido que parpadear mucho para mantener la compostura. Lamento no haberlo grabado. Duró un suspiro, se me hizo cortísimo, pero estuve el resto de la tarde con esa melodía dando vueltas y vueltas en mi cabeza.
Y, al igual que cuando uno llega hambriento a casa lo primero que hace es asaltar la nevera, lo primero que hice yo al cerrar la puerta de mi ático fue abrir el piano, poner la grabadora, y grabar una versión de esa canción. Esa canción que, nacida de un violín callejero en el metro de Moscú, había viajado miles de kilómetros en la mente de un señor abierto como un paisaje hasta llegar a una librería de Madrid para quedarse ya para siempre en mi cabeza, como la definición del fuego sentimental o la efervescencia melancólica en cualquier alma rusa.
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