Volver a los libros es como volver a los paisajes. Uno nunca se los encuentra igual que los dejó. Este mes, en el que Mario Benedetti habría cumplido cien años, he vuelto a leer La tregua y me he encontrado con todos los relieves cambiados de sitio, con picos surgidos de la nada y heridas abiertas en donde antes sólo había laderas. Pero el valle de la ternura y de la bondad sigue ahí, intacto, perfecto, brillando en cada página con la misma luz que en mis recuerdos.
La iniciativa surgió de P.:
- ¿Por qué no celebramos el centenario de Benedetti con un grupo de lectura conjunta?
- ¿Un qué?
- Un grupo de lectura conjunta. Sí, hombre, como los que anuncian en Instagram, que reúnen a los integrantes en un grupo de Telegram y cada día o cada fin de semana van comentando por trozos una novela propuesta.
- O sea, como un club de lectura telemático a plazos.
- Lo has clavado.
- ¿Te ocupas tú?
- Nos ocupamos los dos.
- Mmm... Hecho.
Y me metí en La tregua de cabeza sin pensar que desde mi primera lectura en 2003 había llovido mucho, en especial sobre mí, y que nada o casi nada sería lo mismo. Noté desde el principio una melancolía más oscura, una apatía más gris y todo un puntito más desolador de lo que recordaba. Me sentía volviendo a una casa de la infancia y descubriendo que alguien se había muerto allí en aquella esquina y lo había olvidado por completo. Sin embargo, como Martín Santomé se empeña en describirse en su diario como "un tipo triste que, sin embargo, tuvo, tiene y tendrá vocación de alegría", poco a poco las nubes se fueron aclarando y la esquina aquella perdió su lado lúgubre, y allí estaba, Avellaneda, con ese nombre que significa tantas cosas y que enciende una luz en cada entrada en la que aparece.
Por ahí empecé a recorrer senderos conocidos. "La agitación de asistir a mi propia conmoción". ¿Comprendería esto mi yo de hace diecisiete años? ¿Se puede entender con veintiuno lo que siente un hombre de cuarenta y nueve con el mecanismo de sus sentimientos detenido veinte años atrás? "La viudez como dolor, luego como indiferencia, luego como libertad, finalmente como tedio". Para que un día llegue una señorita que "ni siquiera es definitivamente linda" y acabe de un golpe con todo eso. Eso sí, ese flechazo inexplicable lo entendí tan bien entonces como ahora.
Decía que los relieves de este paisaje me los he encontrado todos cambiados de sitio. Y es verdad. ¿Cómo no me di cuenta entonces del paternalismo, de la misoginia enmascarada o "machismo asintomático" de Santomé -como apuntó una colega del grupo de lectura-? ¿Cómo pasé por alto su homofobia militante y con todos sus síntomas? Ni idea. Ha llovido demasiado. Pero en el fondo, al terminar la novela, todavía estremecido, me digo: ¿qué importancia tiene, si el tono permanece intacto? El tono, ese tono. Esa ironía mezclada con humor y con sonrisa triste y con astucia ingenua. Me quedaría a vivir en ese tono. Y en las últimas páginas también, que me han vuelto a dejar la misma huella (o quizá otra muy distinta pero igual de profunda). No voy a dejar que llueva mucho tiempo antes de volver a ellas.
Con el corazón roto he terminado mi relectura de La tregua, sintiendo desbocada esa "cosa enorme que empieza en el estómago y acaba en la garganta". Alguien dijo hace poco que Benedetti le había dado un valor nuevo a algo tan poco prestigioso como la ternura. Y pienso que no sólo a la ternura, querido Mario. No sólo a la ternura.
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