Ainielle, el pueblo en el que está ambientada esta historia de lealtades, es como un Comala en el Pirineo, una aldea abandonada por cuyas casas y calles pasean los fantasmas del pasado. Andrés, el último habitante de este ejemplo de la España vacía, como muy acertadamente la llamó Sergio del Molino, se enfrenta a su pasado, a sus fantasmas y a sí mismo con la única compañía de una perra sin nombre, el único ser vivo que permanece fiel a su lado hasta el final.
Esta historia, escrita con un lirismo que sobrecoge y cargada de metáforas y símiles, nos narra el final de las cosas y cómo los seres humanos nos empeñamos en mantener vivo, aunque solo sea en nuestros recuerdos y corazones, lo que lleva muerto años. En ese alargar su existencia, el protagonista se aferra a las piedras de las casas casi en ruinas ya, pero también al agua que mana en el río y a las voces de quienes fueron y vivieron en su casa y que, ahora que él está al borde de la muerte, también hablan desde la otra vida.
Esta novela investiga y profundiza en las raíces de la vida, la familia y la soledad. También es una novela sobre la supervivencia: la física y la emocional. Y es testigo de un acontecimiento que lleva produciéndose en nuestro país desde hace décadas: la despoblación. Y no lo hace con el rigor de un ensayo, sino con la sutileza del que lee en las arrugas de la cara, en las grietas de los edificios o en el discurrir de un torrente.
Ha sido muy interesante adentrarse en la vida de este personaje y dejarse cubrir por la nieve del Pirineo y la lluvia amarilla que con la locura de la soledad lo cubre todo. Una lluvia amarilla que es real y que es el símbolo de emociones, recuerdos y de la muerte misma.
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