miércoles, 11 de abril de 2018

IVANHOE

Han pasado veinticuatro años desde que leí este libro por primera vez. Todavía estaba en primaria. Recuerdo muy pocas cosas de aquella lectura. Las justas, la caballería, la sensación de aventura, Ricardo Corazón de León, todo envuelto en una nebulosa en la que apenas se distinguen los blasones de los escudos y se escucha el silbido de las flechas de aquel arquero de Locksley. Hace unas semanas leí algo, no recuerdo dónde, sobre Walter Scott y cómo causó furor en los lectores de principios del siglo XIX con sus novelas históricas, y decidí que quizá un clásico así bien valía una relectura adulta. Y vaya si la valía. 

Uno de los mayores placeres de releer una historia que leímos de niños es la posibilidad de recuperar esa sensación de infancia entre las páginas del libro. Sin duda, hay algo de mis once años en la nobleza romantizada de estos nobles y en las chanzas de los proscritos del bosque. Una adrenalina espontánea cuando los caballeros se bajan la visera y azuzan a sus caballos en busca de su idea de fama y de gloria. Una congoja sincera ante las desdichas de las doncellas, siempre, en todas las ocasiones, maltratadas por la pasión ciega de aquellos que se creen con el derecho de perseguir su atención. 

Sin embargo, como en todos los buenos libros, he descubierto en Ivanhoe muchas cosas que en su día se me escaparon o a las que simplemente no presté atención. Por ejemplo, la rivalidad visceral entre sajones y normandos, entre vencidos y vencedores, que seguía latente más de un siglo después de la conquista. Dos pueblos, dos culturas, dos lenguas, dos formas de entender la libertad, el honor y la vida. Al final, los normandos (los franceses) prevalecieron, y aunque los sajones se mezclaron tanto con ellos que un siglo más tarde ya no quedaba casi nada de aquel espíritu nacional primitivo, permaneció en su memoria la idea de que lo que llegaba de Francia nunca podía ser de fiar. Idea que siguen compartiendo gran cantidad de británicos hoy en día, novecientos años después. 

También me ha sorprendido lo guasón que era este Scott. Se nota que conocía de memoria buena parte de la obra de Shakespeare, pues extrae de sus comedias y sus dramas ese aliento épico y poético junto al gusto por las bufonadas, las bromas y las sátiras despiadadas a la Iglesia, a la ley, a la nobleza y a cualquier institución que abuse de su poder. El bufón Wamba, con el que empieza y termina la novela, es un hallazgo maravilloso, más si cabe en una época, la romántica, más dada a los tonos solemnes y trascendentes que a la ligereza de la locura y los chistes ingeniosos. 

Me ha gustado también recordar, gracias a los personajes de Isaac de York y su hija Rebecca, la precaria situación de los judíos en la Inglaterra de finales del siglo XII, no mucho mejor que la que sufrieron sus descendientes en la Alemania de Hitler antes de las Leyes de Núremberg. Y, por último, esa forma tan vehemente de defenderse, en el prólogo, de los historiadores puristas de la época que le reprochaban ciertos anacronismos e inexactitudes en su relato. Y tenían razón, porque Ivanhoe está plagado de ellos. Pero, en el fondo, qué más da. Nadie en su sano juicio la leería para buscar documentación fidedigna sobre los últimos años del siglo XII en Inglaterra. Esta novela es, ante todo, literatura, no historia. Trata de sucesos que bien pudieron haber pasado, aunque no podamos demostrar que sucedieran de verdad. Donde se despliegue la lira de los poetas, parece decir el bueno de Scott, que se aparte el celo de los académicos. Vuestra es la ciencia, nuestra es la gloria. 



No hay comentarios:

Publicar un comentario