Este libro es un palacio. Un palacio ruinoso, elegante en su decadencia como sólo los portugueses saben serlo. Cada fragmento es una estancia custodiada por una puerta. En muchas ocasiones no he logrado franquear la entrada. Lo más probable es que no lo logre nunca. Algunas puertas me han mostrado horrores insoportables, tristezas abismales de las que he salido huyendo. He procurado leer este libro en pequeñas dosis, internarme en sus estancias con frecuencia pero poco tiempo, quizá para no exponerme demasiado a su enfermedad, para tratar de no contagiarme.
Pero es imposible. Su clamor resuena en mis oídos días después de haber cerrado sus páginas. El clamor diáfano y sencillo del desasosiego que se esconde tras las rutinas diarias, que se clava en cada gesto banal cuando cesa la distracción cotidiana de vivir y todas las preguntas pesadas e insoportables se agolpan y empujan y derriban los diques tras los que protegemos la inocencia y la ilusión: ¿por qué eres así? ¿Por qué no cedes al anhelo? ¿Por qué te blindas ante los sueños y la furia de tus deseos? ¿Por qué insistes en proteger el amor de la mentira que lo fundamenta? ¿Por qué te proteges? ¿Por qué?
"La inconsciencia es el fundamento de la vida. El corazón, si pudiera pensar, se pararía". Y así vive Bernardo Soares, el autor de este libro de fragmentos, de este palacio enloquecido, contable lisboeta dedicado a la contemplación estética de la vida, que disfruta los días como libros y cuya máxima aspiración es crear obras de arte que pueda admirar con el placer con el que se admiran las obras ajenas, la primavera en las mejillas de los jóvenes o el susurro del viento en los árboles. Escribe y escribe, en la soledad absoluta de su vida, como quien hace solitarios, como quien silba una melodía inventada mientras pasea sin propósito, sin ambición y sin trascendencia, por el mero placer de sentirse vivo y no tener la obligación de hacer, estar o ser nada para nadie.
En este palacio hay estancias magníficas, resplandecientes, cuyo brillo es capaz de iluminar el pensamiento de cualquiera y ayudarle a alejarse del borde del abismo donde rugen los sentimientos. Estancias en las que la poesía y la filosofía se engarzan en pequeños instantes de una lucidez inspirada por la intuición y la imaginación. En ellas la luz primaveral de las calles de Lisboa refleja el agua de los adoquines de la calle y cada pequeño charco en el que tiembla el reflejo de la luna es un viaje del alma de este poeta sin pretensiones, pensador a la deriva del fluir de su conciencia. En ellas, las reflexiones de Bernardo Soares aparecen de repente, como las gaviotas que cruzan en vuelos rasantes la desembocadura del Tajo, trazos erráticos y precisos como tajos de cuchillo en el cielo gris. Reflexiones a las que uno vuelve maravillado, hipnotizado por su profundidad y su capacidad de transformar nuestra percepción de la realidad y de los sueños.
También hay estancias lúgubres, impregnadas de la luz moribunda de las farolas de la Rua dos Douradores, del tintineo fúnebre de los tranvías y del extrañamiento de estar vivo de este soñador triste e inhumano, con el corazón huido y blindado a los sentimientos. Estancias opresivas como invernaderos cuya cadencia es un arrullo, el arrullo inconsolable de una madre que acuna interminablemente a su hijo muerto. En ellas palpitan los anhelos, impulsos exaltados que ansían tocar toda la hermosura del mundo y siempre se quedan en la antesala de la caricia. En ellas apenas se puede respirar: el instinto te hace retroceder inmediatamente, como ante un peligro sin nombre, aterrado, con el alma encogida y erizada. Sus espejos hieren y la lucidez de sus palabras, intolerablemente reveladora, corta como cuchillas y puede sembrar la destrucción en cualquier lector desprevenido.
En todas, sin embargo, suena la música. La música incomparable de la prosa de Pessoa. Es una cadencia hipnótica como el fluir de un manantial o el fuego de una hoguera. Es hermosa incluso cuando no se entiende. Y a veces su hermosura consiste, como en tanta poesía, precisamente en no entenderla. Uno lee este libro como si se sentara a escuchar a un violinista callejero. Cierra los ojos y se entrega al instante, a lo irrepetible del momento. A la deriva impredecible de las notas y las frases, desligadas de todo contacto con lo real, lo comprensible, lo contable. El lenguaje, musical y literario, como arte decorativo. Las notas, las palabras, como una forma, la más pura, quizá, de embellecer el mundo embelleciéndose a sí mismas.
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