jueves, 8 de junio de 2017

LO QUE OLVIDAMOS

Despacio. He leído este libro muy despacio, saboreando cada capítulo como un dulce secreto e íntimo. En ratitos robados a la librería o a la preparación de una cena ligera, en la cama antes de dormir o en el sillón poco después de despertar, esta historia me ha llevado a lugares dentro de mí mismo donde nunca había estado. Un jardín de una residencia, el sol sobre las flores, las manos de una madre recogidas en el cuenco de las manos de su hija, las palabras de una hija que recoge en su memoria los recuerdos fugitivos de una madre que está dejando de saber quién es. Lugares transidos de belleza, de un dolor tamizado por la melancolía y la ternura, que desde ahora, y para siempre, han pasado a pertenecerme. 

Es un proceso conocido. Incluso para quienes no lo han vivido nunca de cerca. Poco a poco, con cada lapsus, cada excentricidad, cada negación de la realidad, la persona querida se va alejando, va perdiendo aquello que la definía como madre, como sostén, como ser humano dentro de una familia y de una sociedad. "Está aquí y al mismo tiempo está ausente, extraviada en un laberinto interior que nos resulta inaccesible". Un laberinto en el que, pese a su inaccesibilidad, la narradora de esta novela decide internarse para no soltarle la mano a su madre, para tratar de estar a su lado en todos los tropiezos, en todas las lagunas de su mente desmemoriada. 

Al vaciar la casa materna, aparecen multitud de objetos antiguos que despiertan recuerdos. Recordar la infancia ahora cobra otro sentido. Otra responsabilidad. Cuando somos los únicos depositarios de ciertas historias, estas ganan peso y valor, y nos definen a través de las personas que las habían guardado antes que nosotros en su memoria. Recordar se convierte ahora en un acto de amor. En algo que se hace con mimo, con cariño, por amor a aquella que ya no puede recordar nada. 

Estamos acostumbrados a relacionarnos con los demás en base a una serie de normas lógicas de comportamiento. Contamos con que nuestra forma de percibir la realidad es compartida por la mayoría y así amamos, nos comunicamos, debatimos y nos movemos con más o menos soltura en nuestra sociedad. Cuando alguien deja de percibir la realidad como el resto, trata de protegerse. El mundo se vuelve hostil. Un tenedor ya no es un tenedor, es un trozo metálico con púas afiladas con propósitos incomprensibles. Trata de protegerse y sus actos se vuelven impredecibles. Y todos los intentos de traerle de vuelta resultan vanos, no se puede dar marcha atrás en su lento alejamiento de la realidad. No se le puede retener en la razón, sólo se le puede acompañar sin tratar de buscar su nueva lógica. Sin tratar de encontrar un nuevo lugar en su mente donde poder descansar. Cuando ya no se reconoce a la familia, cuando el propio hogar se olvida, cualquier lugar, cualquier caricia pueden ser "mi casa". 

El futuro no existe. El presente se renueva todos los días, de formas extravagantes o aterradoras. El pasado ha dejado de existir. ¿Cómo "hacer planes que no se van a recordar, para un tiempo que no se puede prever"? Cada día es nuevo, cada día se estrena el mundo. Aunque sea un mundo cada vez menos sólido, en perpetuo proceso de desmoronamiento. Cada día la ropa de siempre parece nueva y se recibe con la ilusión de un regalo. Hay un sentimiento de inocencia, de brillo infantil en los ojos, que se entusiasman por la posibilidad de estrenar cada día las cosas usadas de este mundo. Es una inocencia recobrada, propia de los niños. Sin embargo, los niños van de la inocencia hacia el conocimiento. Y ella, de la inocencia hacia el olvido. 

Somos memoria. Los recuerdos nos permiten ser cariñosos (porque reconocemos los vínculos que nos unen con los seres queridos), rencorosos (porque recordamos las posibles ofensas) o ambiciosos (porque sabemos lo que hemos tenido y queremos más). Sin memoria no sabríamos amar, no tendríamos nunca nada que perder, no sufriríamos celos ni amargura. Sin memoria no sentiríamos orgullo ni pasión ni rebeldía. Toda emoción duradera está asociada a nuestra capacidad de recordar. Somos el resultado de la relación que hemos establecido con nuestros recuerdos, los pactos que hemos firmado con nuestra memoria. Somos lo que somos porque recordamos. 

El proceso mediante el que una persona va perdiendo la memoria hasta perder su humanidad es lento. Duele ser testigo de esa degradación, de sus etapas. Ver cómo la persona amada va perdiendo capas de personalidad, de reflejos, de carácter, de destrezas, hasta quedarse en un frágil andamio que a duras penas sostiene a un ser humano, un pequeño ser vulnerable, desposeído de sí mismo, irreconocible. Sin embargo, no hay dolor en esta novela. Hay compasión. Hay sobriedad. Hay delicadeza. Y la he leído ensimismado y emocionado, con la sonrisa triste de estar asistiendo a un drama aceptado, contado con la serenidad de la tristeza asumida, perdido en la ternura del laberinto de esta madre desmemoriada y esta hija llevándola de flor en flor por el pequeño jardín de su residencia, haciendo lo mismo que su madre hacía con ella de niña, mostrándole el nombre de las cosas, no ya para darle palabras con las que afrontar la vida, sino para que pueda deslizarse hacia la muerte con algún fleco de memoria.




No hay comentarios:

Publicar un comentario