Hace muchos años, un profesor de piano me dijo: te escucho tocar y no sé quién eres. No es algo necesariamente malo, me explicó. Mira Pollini, por ejemplo, tampoco sé quién es. O Rubinstein. Y son magníficos. Pero esa impenetrabilidad tuya hace que tengas que ser muy bueno para que no se note. El reproche, claro está, iba implícito, metido a cuchillo en mi inseguridad con aquella sonrisa suya socarrona con la que nos enamoraba y nos sacaba de quicio a partes iguales. Por supuesto, nunca fui lo suficientemente bueno como para eludir un hándicap como ese. ¿Quién soy yo tocando? ¿Puede definirse alguien a través de la música que toca? Después de muchos años de darle vueltas y de quitarme y ponerme diversas máscaras, creo que aquel profesor no se refería a mi falta de personalidad musical, signifique lo que signifique eso, sino más bien a que por aquel entonces no se reconocía en mi forma de tocar. No lograba meter sus emociones en mi música. Mi música era una casa cerrada para él, y por más que llamaba, la puerta nunca se abría. Me lo dijo en un par de ocasiones y, ante mi gesto desolado, se apresuraba a consolarme: no es nada malo, tocas muy bien, y vas a tocar mucho mejor, tu casa es muy bonita y da gusto verla por fuera, ahora tienes que pensar en cómo vas a abrirle la puerta a tus invitados.
Me he acordado de esta anécdota al leer Tierra de campos, el último libro de David Trueba. Al igual que ciertas canciones o ciertos paisajes, es un libro en el que me gustaría vivir. Una casa abierta y acogedora, llena de lugares cálidos y reconocibles, con esa poderosa sugestión que tienen los enamoramientos, cuyo desfile de novedades y extrañezas, en vez de alejarte, te acerca siempre más a ti mismo. Lo he leído con una sonrisa casi permanente. Sonrisa burlona, divertida y sentimental. Y mientras iba apuntando frases, de vez en cuando cerraba el libro y me quedaba mirando por la ventana, alelado, persiguiendo conceptos, metáforas e ilusiones, como si fueran cometas de colores que sólo volaran para mí.
Tierra de campos es un homenaje dulce e irónico a unos padres que, como la inmensa mayoría de su generación, fueron educados en el pudor y la represión emocional, cariñosos en el gesto pero nunca en la palabra, incapaces de arrebatos, de euforias o de compartir las heridas de la memoria, y, sin embargo, poseedores de unos valores férreos e insobornables, anclados a una honestidad sin fisuras. También es un homenaje a los laberintos del amor, por los que el protagonista se interna atropelladamente en su huida de la soledad, y de los que nunca logra salir por más que consiga eludir los rencores y el odio, esos vicios de la posesión que siempre acaban en amargura. Por supuesto, es un homenaje a la vida del músico, siempre hacia delante, siempre pensando en el siguiente concierto, la siguiente canción, la siguiente borrachera, en busca del movimiento perpetuo, de la conquista de lo efímero, del vuelo, de la ingravidez. Pero, sobre todo, es un homenaje a la amistad.
Se nota un cariño abrumador en el retrato de los amigos del protagonista. Gus, arrollador y ambiguo, viviendo en un permanente estado de euforia desde su elegancia excéntrica, y Animal, bruto e impulsivo, gobernándolos a los tres desde la batería a base de fidelidad y cervezas. Entre los tres, con apariciones esporádicas de otros músicos amigos, convierten su oficio en el arte de vivir en el aire, en ese instante durante un salto en el que los pies no tocan el suelo y todo puede pasar. "Lo contrario a un museo, donde todo está ordenado y datado, donde el tiempo se ha posado". Luchan contra la pesadez, contra la tierra, las raíces, las fotos fijas, lo definitivo, lo incuestionable, lo irrefutable, sin darse cuenta, quizá, de que el exceso de vida es un camino que a veces pasa muy cerca de la muerte.
Escribir sobre música es muy difícil. ¿Cómo se describe un sonido sin abusar de las metáforas? No sé cómo lo hace, pero David Trueba lo consigue. Y se pasa más de medio libro consiguiéndolo, haciendo que escuche la música de estos tres amigos con nitidez, impresionado por no necesitar apenas referentes ni comparaciones para saber exactamente cómo suenan las canciones que describe. Y vuelvo a casa después del trabajo tarareando mis versiones de esa "música herida y sarcástica, de un humor desesperado", con instrumentos de viento que parecen sacados de una película de Kusturica y una ligereza que hace que cualquier dramatismo sea siempre relativo y volátil.
Ligereza. Sí, es un libro ligero. Aun cuando habla de lo que nos perturba, del desasosiego de no lograr calmar nunca el hambre, a pesar del éxito, del amor, del sexo, de los amigos, del triunfo de la vida. Ligereza al describir la pérdida de la inocencia y cómo el espacio que deja la ingenuidad puede ser sustituido por la delicadeza. Ligereza al subrayar la importancia del pasado, de esa obsesión por dejar, a través del arte, una huella que nos sobreviva. El pasado como refugio, como surtidor de expectativas. Pero también, como mentira. Porque el pasado, al fin y al cabo, no existe. Es aquel portal umbrío de tu primer beso convertido hoy en una inhóspita oficina bancaria. Poco más que una historia, una ficción que va perdiendo su soporte material cada día que pasa.
Si al mirar no eres capaz de inventar lo que estás viendo, ¿para qué mirar, entonces?
Si al cantar no estás tendiendo la mano a quien te escucha para que se venga contigo a tu emoción, ¿para qué cantar, entonces?
Con los años, siempre procuré hacer caso a mi profesor de piano. Si conseguí abrir la puerta de mi música y hacer que la gente se quedara un ratito a escucharme desde dentro fue sobre todo gracias a libros como éste: casas magníficas y acogedoras cuya puerta siempre he encontrado abierta.
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