
Arrugas es una de esas historias de las que has oído hablar tantas veces que cuando te paras a pensarlo te sorprende darte cuenta de que no la has leído. Es como esa persona que lleva años saliendo en las conversaciones de todos tus amigos y de la que te has hecho una idea tan clara y tan vívida que parece que la conoces de toda la vida. Esa persona que, cuando por fin te la presentan y le das un abrazo y la puedes observar y escuchar con calma, borra de un plumazo toda idea preconcebida que guardabas de ella y se pone a superar, una a una, todas tus expectativas.
Parece la frase hecha con la que elogiamos lo que no sabemos cómo elogiar, pero es así: después de leer Arrugas ya no podrás ver a los enfermos de Alzheimer (y a los mayores enfermos, en general) de la misma forma. Como todo el arte que merece la pena, te cambia. Te vuelve más sensible, te hace cerrar los ojos y tocar con la imaginación la piel de ese hombre arrugado y desorientado que no quiere que le abandonen en una residencia, que no quiere ese exilio de la vida, que no quiere compartir barco hacia la muerte con esa multitud de desconocidos que arrastran sus lamentaciones de enfermos por los pasillos de la mañana a la noche.
Arrugas te cambia. A mí me ha cambiado. No estaría mal que los adolescentes lo leyeran. Y que pensaran en sus abuelos, en la gente mayor y enferma. Y que fueran a una residencia, a hablarles, a jugar a las cartas con ellos o a escuchar sus historias favoritas, esas gestas amarilleadas por el tiempo que quizá ya sólo ellos recuerdan. Paco Roca lo hizo, y con los relatos que escuchó dibujó y escribió esta historia que se lee en media hora de intimidad y deslumbramiento y que enseña a amar y a vivir.
A mi me cautivó. Lo he leído varias veces y siempre descubro algo nuevo en sus paginas. Es un buen libro, una historia impresionante.
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