
Edith Wharton escribió esta novela corta en 1918, el último año de la primera guerra mundial. Es una novela escrita con urgencia. Con ansia. Diría que hasta con fervor. Es un canto de amor a Francia, ese país que acogió a la autora años antes y que había sido agredido por la guerra, ultrajado y abandonado por todos esos millonarios extranjeros, tan felices de ayudar con su caridad desde la distancia, participando en el conflicto como en un "perpetuo pícnic sobre las ruinas de la civilización". El protagonista, millonario norteamericano como ella, se convierte en conductor de ambulancia en las líneas del frente, también como ella, para tratar de mitigar parte del dolor, de hacer algo, lo que sea, para poner freno a tanta muerte.
Por momentos parece una crónica periodística. Los detalles crudos, la inmediatez del tono, el movimiento continuo demuestran que Wharton estuvo allí, vio la sangre, escuchó el estruendo de las bombas y sintió en lo más profundo cómo todo pierde importancia ante el estrépito de un mundo que se desmorona. "La Guerra parecía haberse escapado de los libros de historia como un loco peligroso se escapa del asilo en el que se supone que debía permanecer a buen recaudo".
Me gusta la pasión antibelicista de esta novelita. Tiene el ímpetu y la elocuencia de las historias que surgen por necesidad, por un impulso irrefrenable de escribir para conmover, conmocionar o liberarse. Me gusta imaginar a una Edith Wharton de cincuenta y cinco años, en la cima de su fama, conduciendo una ambulancia por los campos bombardeados del noreste de París, con las manos sucias y la falda embarrada, apretando los dientes ante los desastres de una guerra cuya magnitud nadie había visto antes. Y me gusta imaginarla después, escribiendo esta historia del tirón, con su ironía afilada contra los acomodados, contra los inconscientes de la desgracia ajena, contra los que eligieron cerrar los ojos ante la derrota de una sociedad que también era la suya.
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Edith Wharton |
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