Recuerdo a un compañero de conservatorio con el que coincidía todos los martes a primera hora de la mañana en la sala donde esperábamos para coger un aula de ensayo. Se llamaba Marcos y venía siempre con unas legañas que parecían postizas y una camisa blanca tan perfectamente planchada que pedía a gritos un clavel en el ojal. Llegábamos los dos tan dormidos que a menudo se nos colaba una estudiante despampanante de último año cuyo desparpajo andaluz hacía que le perdonáramos siempre su forma de estar en el mundo como si este le perteneciera. Y la verdad es que no me importaba. Que se nos colara aquella hermosura inaguantable. Ni que tuviéramos que esperar otra media hora para coger aula. No me importaba porque las historias que me contaba Marcos en esos minutos en los que apenas habíamos entrado en el día eran motivo suficiente para quedarse allí sentado, un martes cualquiera a las ocho de la mañana, escuchándole. No recuerdo ninguna. Ni siquiera un detalle. Pero recuerdo la fascinación. Olvidar a Debussy, las clases, los nervios por el próximo concierto. Olvidar la sonrisa pícara de la andaluza y hasta la razón de aquellas esperas. Sus historias, creo, no me interesaban especialmente. Pero aquella forma de contarlas, ay, con su cadencia secreta, como si me contara un secreto, sencillamente me embrujaba.
El talento de un buen narrador consiste en lograr encandilarte con una historia aunque esta no te interese especialmente. Pero si además la historia es buena de por sí, el placer está asegurado. Esta novela conjuga una historia contundente con un talento narrativo propio de aquel Marcos de mi juventud universitaria. Y la he leído al borde del asiento, dejando pasar sin duda hermosuras despampanantes y olvidándome de todo. Perdido en los meandros de la imaginación de Miguel Ángel Hernández, en los ecos de este inicio que siguen reverberando en mi memoria muchos días después: "Hace veinte años mi mejor amigo mató a su hermana y se tiró por un barranco".
La primera pregunta (quizá la única importante), salta como un resorte: ¿por qué lo hizo? Este interrogante es el nudo en el pasado del autor que, veinte años después, sigue ahí, descolocando los recuerdos, haciendo daño. Esta novela es un intento de volver a aquellos días para buscar respuestas y sanar la memoria. Trata sobre los pactos de silencio con nosotros mismos, sobre esos espacios de la memoria por los que una vez nos negamos a transitar y que hoy en día están irreconocibles, cerrados por la maleza. Sobre la atracción que ejerce nuestra infancia y los peligros de abrir sus compuertas para reconstruirla mediante palabras.
Está claro que las cosas no son como son (y mucho menos como fueron), sino como se cuentan. Importa siempre más el relato que el suceso. El lenguaje crea el mundo en el que vivimos. Creo que este libro es el intento del autor por recuperar un pasado incierto. Por poner algo de orden en ese trastero caótico lleno de recuerdos inconexos. Y aun así, parece que "las palabras siempre fallan, la escritura nunca llega al fondo de las cosas. Con suerte lo bordea, lo toca. Puede rozar la herida. Pero ese lugar siempre permanece oscuro, opaco, indescifrable".
Miguel Ángel Hernández |
Cuando uno escarba en un pasado traumático (y qué pasado no contiene su dosis de trauma), siempre se encuentra con el dolor de los demás. Qué hacer con ese dolor, cómo contarlo, cómo respetarlo. Ese es el núcleo de esta novela.
Si pudiera volver a aquellos años del conservatorio, un martes cualquiera metería esta novela entre las partituras de Debussy y se la regalaría a Marcos. Y mientras por una vez no nos giramos para admirar el contoneo enérgico de la falda de la andaluza, le diría que esta novela es para él. No porque sea una buena historia, que lo es. No porque hable de cosas importantes que nos atañen (y nos duelen) a todos, que lo hace. Sino porque es la obra de un contador de historias excepcional, como era él.
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