Mientras que en París reina el frío y el hambre, el bar del Ritz funciona como siempre. El hotel pone carteles de completo todos los días. En una atmósfera caldeada, alemanes y franceses ríen, beben, brindan, bailan, ajenos a la hecatombe que les rodea. Es el búnker del glamour, una cápsula del tiempo que parece detenido, pero que no lo está. Basta mirar con detenimiento las miradas de ciertos camareros, o del barman que sirve con impecable cortesía un cóctel tras otro a esos hombres en uniforme que no dudarían ni un segundo en mandarlo al exterminio en un vagón de ganado si supieran su secreto.
El barman del Ritz se llama Frank Meier y es hijo de un doble exilio: exiliado de su país natal, el Imperio Austrohúngaro, por algo que se podría llamar asfixia moral; y exiliado de su clase social por pasarse la vida intimando con una clase alta a la que nunca podrá pertenecer. Pero, además de su doble exilio, cuando entran los alemanes en París en junio de 1940, comienza un tercer exilio: el de pertenecer a la comunidad más perseguida de aquellos años y decidir vivir una vida clandestina en plena luz del día.
Frank Meier me ha recordado por momentos al inolvidable conde Rostov de Un caballero en Moscú. Al igual que Rostov, su vida está al borde del abismo constantemente y tiene el don de caminar por ese borde con elegancia y despreocupación. Parece que ha pasado su vida inventándose vidas paralelas para escapar de la angustia de las desilusiones, pero algo en su interior se ha mantenido inconmovible: la capacidad de mantener la cordura y el equilibrio en medio del desastre más terrible. Más prosaico y menos fantasioso que el conde ruso, quizá, el protagonista de esta novela tiene el atractivo añadido que existió de verdad. Y Philippe Collin ha recreado lo que pudo ser su vida de una forma espléndida.
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