lunes, 25 de noviembre de 2024

LA NIÑA DE NIEVE

Tengo la suerte de vivir muy cerca de un parque por el que paso todos los días andando al ir y venir de la librería. A menudo me paro a mirarlo. A mirarlo y remirarlo. Porque nunca es el mismo parque. Especialmente en estas fechas, cuando los árboles cambian de color y forma todos los días y la luz del sol se va volviendo más oblicua y dorada. Los personajes de esta novela a menudo hacen algo parecido. Miran por la ventana cuando saben que está a punto de empezar a nevar. Y esperan. Esperan con esa leve excitación de los niños cuando anticipan alguna maravilla cotidiana. Se asombran con la belleza de la naturaleza, esa que vemos todos los días y a la que ojalá nunca podamos acostumbrarnos. 

La suya es una naturaleza más salvaje y agreste que la de mi parque. Viven en el corazón de Alaska. En 1920. Son una mujer y un hombre que no han podido tener hijos y han decidido empezar una nueva vida como pioneros en los confines del mundo civilizado. Son pioneros, en el más bello sentido de la palabra que le dio Willa Cather en sus novelas. Pioneros en busca del silencio y de la belleza, en busca de una vida más auténtica, aunque incluya a veces una aspereza y un peligro constantes. «Mabel sabía que era hermoso, pero de una belleza que te abría en canal y te arrancaba las entrañas hasta tal punto que, aun sobreviviendo a ella, uno se sentía indefenso, a su merced». 

Cuando miramos y remiramos algo que nos parece bello, esa belleza se convierte en un espejo que despierta algo en nuestro interior, y nuestra imaginación echa a volar. Y no es raro que veamos cosas que los demás no ven. Pájaros que nos espían tras las ramas de un árbol y nos siguen dando saltitos en la hierba para ver adónde vamos. Ondas en el agua que se van ensanchando poco a poco hasta que aparece la cabeza perezosa de una tortuga que ha decidido echar un vistazo a ver qué se cuece en la superficie. O, quizá, como le ocurre un día a Mabel, los ojos inquisitivos de una niña que aparece y desaparece en la nieve como si fuera un hada de un cuento infantil. 

«Era fantástico e imposible, pero Mabel sabía que era verdad: ella y Jack la habían hecho de nieve, de ramas de abedul y hierba helada. La verdad la asombraba. No solo era un milagro, aquella niña era su obra. Y uno no crea una vida para luego abandonarla en el bosque». Para creer no necesitaban explicaciones, les bastaba con sostener un copo de nieve en la palma de la mano tanto tiempo como fuera posible para admirar la belleza efímera de sus sueños antes de que se derramara en forma de agua entre los dedos. 

Me ha encantado esta novela. Aporta la tranquilidad y el consuelo de una manta caliente y una luz en medio de una noche de invierno. Me ha recordado a Willa Cather por la nobleza ruda y recta que hace de la bondad su mayor virtud. Y por la descripción maravillosa y maravillada de esa niña, esa criatura «poderosa y delicada, un ser salvaje capaz de florecer en ese lugar». 




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