Partiendo de la idea de que Galdós es el más divertido y genial creador de personajes de la literatura española, poco más se puede decir de su novela más ambiciosa. O mucho más, ya que nos ponemos. He procurado leer Fortunata y Jacinta con un ojo puesto en la época en que fue escrita y con el otro en la nuestra, y de este ejercicio de bizquería (si Galdós se puede inventar cinco palabras por capítulo, yo también), salen estas reflexiones.
Esta es una novela sobre cómo el matrimonio es lo que define el honor y el deshonor de las mujeres. El matrimonio como único destino aceptable. Como obligación. Y la facilidad con la que una mujer pierde la honra por culpa de aquellos que nunca la pierden, hagan lo que hagan con ellas. Era uno de los temas favoritos de la época, tanto en literatura como en música. Anna Karenina, Emma Bovary, la regenta Ana Ozores, Floria Tosca, Madama Butterfly, Mimi de La Bohème, las protagonistas más célebres de las novelas y óperas de la segunda mitad del siglo XIX son todas mujeres condenadas por el sentido del honor de los hombres. Mujeres acusadas de la perversidad de no doblegarse, de no someterse a las indignidades y a la infamia, de no ser meros juguetes en las manos de los hombres. Un germen de rebeldía se gestaba ya hace ciento cincuenta años.
Es imposible quedarse con un personaje de los más de cien que pueblan estas páginas, pero el parlanchín Estupiñá estaría sin duda entre los mejores. Siempre tan sociable como mal vendedor, con un semblante y dignidad parecidos a los de Sócrates, "admitiendo que Sócrates fuera hombre dispuesto a estarse siete horas seguidas con la palabra en la boca". "No poseía ningún libro, pues no necesitaba de ellos para instruirse. Su biblioteca era la sociedad, y los textos, las palabras calentitas de los vivos".
Una de las cosas que más me gustan de Galdós es que desprende verdadero amor por sus personajes. Una generosidad humana que ya quisieran para sí los trascendentes literatos del 98 que tanto le criticaron por popular y ordinario. Y, eso sí, una ira implacable con aquellos personajes que quebrantan a los inocentes y traicionan para su propio beneficio la justicia social. Y sobre esto va también esta novela, entre muchas otras cosas, sobre justicia social y lucha de clases. O contraste de clases. Sobre unas "señoriticas tan requetefinas" que visitan los barrios populares y se asombran de vivir tan cerca del horror. Sobre la terrible desigualdad que fractura una sociedad y daña la dignidad de sus gentes. Qué poco ha cambiado la desconfianza (y el rencor, y el odio) de la gente humilde hacia aquellos que los gobiernan creyendo que todos sus privilegios provienen del mérito.
Pero no todo es modernidad avanzadísima en Galdós. Hay ciertos conceptos que a mí me hielan el alma y que él describe sin que se le mueva una ceja. Por ejemplo, la naturalidad con la que familias pudientes compran niños pobres para adoptarlos cuando no pueden tener hijos propios. O esos «conventos destinados a la corrección de mujeres», verdaderas cárceles de la moral. O la idea de que la infidelidad de un hombre es una «jugarreta», pero la de una mujer es un crimen. Por otra parte, tampoco es de extrañar. Ciento cincuenta años no pasan en balde.
"¡Pobres mujeres! Siempre la peor parte para ellas". Dice Jacinta pensando en la deshonra de Fortunata provocada por su marido Juanito. Un hombre "vicioso y discreto, sibarita y hombre de talento, aspirando a la erudición de todos los goces y con bastante buen gusto para espiritualizar las cosas materiales, no podía contentarse con gustar la belleza conquistada o comprada, quería gustar también la virtud, no precisamente la vencida, que deja de serlo, sino la pura, que en su pureza misma tenía para él su picante". Vamos, un pillo promiscuo y picaflor de mucho cuidado. Tremendamente satisfecho de sí mismo. Y Galdós consigue que, sin justificar ninguno de sus actos, sea casi imposible cogerle ojeriza.
Por último, me han encantado los paseos por las calles vibrantes de un Madrid abigarrado y tumultuoso, que aún no se ha quitado el polvo y el olor a pueblo grande, y ya empieza a despuntar tímidamente algunas maneras cosmopolitas de capital europea. "Mujeres chillonas taladraban el oído con pregones enfáticos acosando al público y poniéndole en la alternativa de comprar o morir". Un homenaje a una ciudad, a un pueblo, a unos personajes tan vivos que por mucho que uno los lea desde el siglo XXI, siguen saltando desde sus páginas para pintar tu mundo con sus pasiones universales.
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