Casi todo lo que conservamos de los textos del mundo antiguo es gracias a la labor de los monjes medievales. Así nos lo enseñaban en el colegio. Y la imagen de estos monjes, diseminados por monasterios de toda Europa, aplicados en la ardua tarea de copiar los ejemplares únicos de las obras de Platón, Cicerón u Ovidio para que no desaparecieran, forma parte ya de nuestra forma de pensar la Edad Media. La historia, por supuesto, es verdadera. Pero el foco a menudo se ha puesto en lo que costó preservar ese legado, y pocas veces en por qué costó tanto hacerlo. ¿Qué pasó con las enormes bibliotecas de la antigüedad? ¿Por qué desapareció de forma tan definitiva la cultura clásica? En este breve ensayo (240 páginas), Catherine Nixey propone la siguiente tesis: la misma religión que promovió las copias de esos libros fue la que contribuyó a destruir la cultura que los creó.
Quemas públicas de libros. Destrucción sistemática de templos. Saqueos de bibliotecas. La nueva religión se propuso la tarea de salvar a los hombres purgándolos de todo lo maligno que habitaba en ellos. La nueva religión les enseñó que lo maligno podía estar en todas partes. Estaba en las matemáticas, en el arte, en la historia, en la medicina, en la ciencia, en la cultura, en el politeísmo y en la filosofía. San Agustín escribía sobre la necesidad de extirpar el paganismo del mundo. Es decir, la necesidad de destruir la cultura clásica y su civilización. ¿Para qué aprender a pensar por uno mismo si tenemos la palabra de Dios? Mil seiscientos años después, a ciertas personas que predican de esta forma los llamamos yihadistas. Afortunadamente, estos no han tenido el éxito que tuvieron aquellos cristianos seguidores de San Agustín.
La labor principal de la Iglesia desde que accedió al poder fue la de desmantelar una forma de ser y de pensar. "Los ataques no se detenían en la cultura. Todo, desde la comida que se ponía en el plato (que debía ser sencilla y sin especias) hasta lo que se hacía en la cama (que debía ser igualmente sobrio y sin especiar) empezaba, por primera vez en la historia de Europa, a quedar bajo el control de la religión". La destrucción, claro está, no se podía promover como tal. Así que, en una perversión lingüística propia de un Goebbels, la propaganda cristiana convirtió el acto de destruir en la única forma de purificarse y de amar. Había que destruir los libros, los templos y las costumbres, había que destruir la ciencia, el arte y la filosofía, había que destruir a todos aquellos que no se plegaran a los dictados de Dios, porque Dios los amaba y quería su salvación. "¡Oh, crueldad misericordiosa!, exclamaba San Agustín, estremecido por la pasión de amor que sentía al desear la muerte de todos los paganos.
Entre el siglo IV y el siglo VI se produjo en Europa la mayor destrucción de arte que ha conocido la humanidad. El triunfo del cristianismo fue una aniquilación cultural. Por supuesto, no fue la única causa de la destrucción del mundo clásico. Pero sí una muy poderosa que rara vez nos han contado.
Catherine Nixey |
Antes del auge del cristianismo, pocas personas habrían pensado en describirse a sí mismas por su religión. La religión politeísta era plural y porosa, sujeta a todo tipo de variantes. Y por lo tanto, difícilmente identitaria. Para formar identidades, los ciudadanos recurrían a su ciudadanía. Una ciudadanía en expansión, global, capaz de promover la movilidad de personas por todo el imperio, desde Siria hasta el norte de Britania. Este ensayo me ha hecho pensar en el cristianismo desde la cultura politeísta, y lo he visto por primera vez como lo veían los romanos cultivados no cristianos: como una religión extravagante, estúpida y vulgar, propia de gente iletrada y enemiga de la libertad individual. Y creo que leerlo hoy en día resulta muy útil porque ciertos aspectos de esa intransigencia religiosa han cambiado poco en dos milenios.
Nixey describe la tremenda tentación de los credos totalitarios en épocas de incertidumbre. Cómo la gente es capaz de abrazar cualquier dogma que exalte la ignorancia siempre que ofrezca una guía moral estricta, una promesa de redención y, sobre todo, un culpable de todos los males sobre el que se pueda descargar la frustración. El cristianismo lo hizo a la perfección a partir del siglo IV. Tanto que todavía hoy alienta el fanatismo de millones de personas en todo el mundo.
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