Este verano mis vacaciones me han llevado a Alaska. También a la luna y a los Pirineos franceses, pero este viaje a la Alaska de Eowyn Ivey creo que ha sido el más mágico. Ya me pasó con su anterior novela, La niña de nieve: esta autora tiene la capacidad de ver con ojos inocentes cosas que la mayoría no vemos, o que quizá supimos ver en algún tiempo remoto pero que la vida adulta nos ha hecho olvidar. Cosas que están ahí, casi al alcance de la mano, tan cotidianas como el canto de un petirrojo o el rumor de las hojas de los árboles a medianoche, pero que a menudo pasamos por alto.
Mientras que la historia de La niña de nieve nos transportaba a un invierno de 1920, con Bosques negros, cielo azul saltamos a un verano del siglo XXI en la misma Alaska mágica que es el hogar de la autora. Y se nota el cariño y las raíces profundas por su tierra en las bellísimas descripciones de los paisajes y la gente, de la dureza del clima y de la conexión profunda que sus personajes establecen con esa naturaleza salvaje que no se deja domesticar. Hay siempre en sus historias un anhelo de libertad, de volar libre de las ataduras de la sociedad y las apariencias, quizá por eso la parte de fábula que tienen sus novelas apela a esa mirada soñadora e imaginativa de los niños que no saben de convenciones sociales.
Siento una especial fascinación por la Alaska salvaje de las novelas de Eowyn Ivey. Me dan paz y me invitan a mirar de otra manera. A recuperar esa forma que tienen los niños de pasar largos ratos en compañía de animales con la misma soltura y complicidad con la que pasan tiempo con sus amigos humanos. En Bosques negros, cielo azul hay un oso que no siempre parece un oso. Estar en su compañía produce una emoción especial, «como tocar algo oscuro y salvaje y después verlo desaparecer al instante». Es un oso que se parece a nosotros, pero que busca soledad. La soledad llena de vida, negra y azul, que cualquiera puede encontrar en los bosques salvajes de Alaska.
No hay comentarios:
Publicar un comentario