Nada es eterno ni inmutable. Todo lo que hemos construido socialmente se mantiene en una serie de convenciones y rituales a los que nos sometemos sin pensar. Pero todo se puede cambiar. De hecho, todo está en perpetuo cambio. Nuestra relación con el dinero, con el trabajo, con la familia. Lo que hoy parece ley mañana puede resultar grotesco e impensable. De hecho, lo que ayer parecía ley hoy ya nos empieza a resultar efectivamente grotesco e inimaginable. Pienso en las dinámicas de pareja de nuestros abuelos o padres. Aquel «mi marido me pega lo normal» de los años ochenta, o la esclavitud de tantas mujeres mayores que hoy siguen atadas a las necesidades infantiles de sus maridos. Pienso en la distancia sideral que nos separa a dos generaciones consecutivas gracias a las conquistas del feminismo. Este cambio tan radical que se ha producido en apenas dos generaciones es solo un ejemplo de nuestra capacidad para subvertir «lo de siempre» en otra forma de pensar y de relacionarnos radicalmente distinta. Lo que hoy parece impensable para una mayoría, será sencillo y evidente para la siguiente generación. Este ensayo invita a mirar a ese futuro más sabio, más libre, más bello, y sobre todo, menos esclavo para imaginarlo en nuestro presente, y así, hacerlo realidad.
Quítale a alguien aquello que no es necesario ni útil y se volverá loco. Lo vimos durante el confinamiento. Las series, los libros, la música, la jardinería, la repostería o las manualidades fueron la tabla de salvación para la salud mental de millones de personas en todo el mundo. Sin arte, sin belleza y sin placer no podríamos vivir. Al menos no como la inmensa mayoría de seres humanos queremos vivir. Mucha gente considera que el arte y el placer son adornos. Complementos para la vida de verdad. Elementos tan periféricos que lo correcto es incluso intentar conseguirlos sin pagar por ellos. Los libros, las plataformas de cine, los museos. Hay pocas cosas que yo pague tan a gusto como aquellas perfectamente inútiles y productivamente innecesarias. Pocas cosas las siento tan centrales en mi vida. De esto va este ensayo lírico y filosófico. De ubicar lo necesario correctamente para exigirlo cada día, pero no para un disfrute personal y exclusivo: exigirlo para todos.
«Preservar un espacio para nosotros que no esté contaminado por las lógicas capitalistas del rendimiento, donde no se nos mida por méritos ni productividad, sino que podamos abrazarnos más allá de la competición, como ilustres incompetentes. ¿No es esa la única forma de querernos de verdad?». Todo en nuestra sociedad parece atravesado por la competencia, por las deudas y los deberes. También el apego y sus afectos. Pero ¿qué tipo de amor entre iguales es el que se expresa a través de una jerarquía? El autor de este ensayo defiende la necesidad de relacionarnos desde la horizontalidad. A través de la conversación. Del arte, raro arte, de hablar con los demás y no a los demás, como defiende Kathryn Mannix en su maravilloso Las palabras que importan. En la afirmación del deseo de vivir sin sometimientos, que comparte su necesidad a través de las diferencias, resuenan citas de Hannah Arendt, Sylvia Plath, Paul Lafargue y Emma Goldman.
Vivimos secuestrados por la finalidad de nuestras acciones. Todo lo que hacemos está orientado a un fin. Y resulta especialmente llamativo que hasta lo que nos da placer lo consideramos un medio. Por ejemplo, las vacaciones. Importa más haber visto todo lo programado y no haberse perdido nada que haber disfrutado realmente de todo con el tiempo que cada cosa requería. Importa más haber leído, haber viajado, haber acumulado las experiencias que uno se haya propuesto, que haber disfrutado realmente de lo vivido. Que nos importe más la meta que el camino es uno de los dramas de nuestras vidas intoxicadas por la productividad a ultranza.
Todos tenemos derecho a las cosas bellas. Al descanso. A parar de producir. La belleza, el placer y la igualdad son elementos esenciales de la existencia humana, pero nos los arrebata constantemente el culto a la productividad, a la jerarquía y a los deberes. Es vital cuidar de la vida improductiva, la vida perezosa no sometida al enriquecimiento ajeno. «La pereza ha sido durante demasiado tiempo el privilegio de unos pocos, ya es hora de que se convierta en un derecho para todos».
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