jueves, 16 de mayo de 2024

CONTRAPASO. LOS HIJOS DE LOS OTROS

Qué descubrimiento. Cómo me ha gustado este cómic. Han sido dos horas de inmersión absoluta en esa posguerra española tan retratada en tantas novelas (ay, Almudena Grandes) que, en los dibujos de Teresa Valero cobra un dinamismo y una fuerza impresionantes. Un periodista cascarrabias con un pasado misterioso, un joven aspirante a gacetillero venido de la modernísima Francia y una ilustradora de revistas con ganas de aventura forman el trío protagonista de este thriller histórico trepidante con sus muertes, sus enigmas y, sobrevolándolo todo, la censura dictatorial de un régimen que, no por mezquino e incompetente, dejaba de ser menos amenazador. 

Debía de ser complicado trabajar en la sección de sucesos de un periódico y tener que lidiar con la censura del régimen. ¿Cómo cubrir la noticia de, por ejemplo, un asesinato de una prostituta si en la nueva España no había "mujeres de mala vida"? ¿Y si la víctima era lesbiana? ¿O un niño robado que, movido por la ira al enterarse de su origen, actuaba contra sus padres adoptivos? Nada de eso existía oficialmente en la gloriosa patria franquista. Y, sin embargo, ¿cómo ocultarlo? La verdad siempre acaba buscando la luz. Y ciertas personas no pueden dormir tranquilas si no se empeñan en hacer que ocurra. 

Por esta historia aparecen psiquiatras que pretenden "curar" la homosexualidad o demostrar el peregrino vínculo entre marxismo y enfermedad mental, es decir, que la ideología izquierdista solo anida en cerebros poco desarrollados y que basta con liquidar a las mentes menos preclaras de la sociedad para erradicarla; policías que interrogan brutalmente a jóvenes detenidos en los sótanos de la Puerta del Sol, edificio que veinte años más tarde pasaría de sala de tortura a sede de la Comunidad de Madrid sin una mísera placa para la memoria histórica; y una alianza tenebrosa de médicos, monjas y familias pudientes que arrebató decenas de miles de bebés de las manos de sus madres (pobres, con mala suerte o contrarias a la dictadura) para hacerles vivir una vida robada que no era la suya a esos hijos de los otros. Violencia esta especialmente cruel y muy extendida en otras dictaduras, como por ejemplo la argentina, como bien lo contó Federico Bianchini en Tu nombre no es tu nombre. 

El dibujo de Teresa Valero me ha parecido muy expresivo, lleno de color y plasticidad, y matices y pequeños detalles muy bonitos, como la escena en el café Fuyma donde trabajó de joven el padre de la autora, lugar del que no se conserva prácticamente ningún documento gráfico, y que Teresa Valero ha reconstruido principalmente con los recuerdos cambiantes de su padre y una ayudita del azar. Ojalá más historias con estos personajes, se merecen una serie solo para ellos, para seguir transitando por los márgenes de la dictadura e iluminar con fogonazos clandestinos la sofocante oscuridad de aquellos años. 





lunes, 13 de mayo de 2024

EL FAMILIAR

Luzia tiene un don. Es un regalo o una maldición, o ambas cosas a la vez todo el tiempo. Mira hacia arriba y para dentro y solo ve un muro: ¿es una cárcel o un palacio lo que la habita? ¿Puede una capacidad excepcional ser a la vez los barrotes de una jaula y la llave que la abre?

Luzia es una criada de origen judío a la que persigue la sombra de la hoguera. La gran armada, esa que llamaban invencible, acaba de naufragar y el rey se revuelve contra cualquiera que sirva de diana de su frustración, ya sea Antonio Pérez, su secretario, o todos esos sospechosos de no tener pureza de sangre que persigue la Inquisición. Luzia lo sabe y prefiere no hablar más que lo indispensable, no llamar la atención, no atraer las llamas de ese fuego, aunque ya esté más que familiarizada con la ceniza y con la desdicha. 

Ha nacido deseando demasiadas cosas: «una cama blanda, ropa de calidad, la barriga llena, un rato de descanso y algunas cosas a las que era más difícil ponerles nombre». Un disparate para su origen humilde. Una quimera para su origen judío. Pero no puede evitarlo, vive con unas ganas locas de «salvarse a sí misma del peso agotador de la humildad». En su joven cabeza bulle un delicioso carácter díscolo y desafiante. Sabe lo que significa bajar la cabeza y rebajarse. Volverse invisible para tratar de evitar los conflictos, los reproches, los gritos. Pero es peligroso convertirse en nada. Confías en que nadie te mire, y un día, cuando te buscas, de ti no queda nada que puedas rescatar. 

«Los milagros eran cosa de la Iglesia, y quienes los obraban eran sus santos, no las criadas de apellido impuro». Pero ¿qué cosa son si no esas melodías que nacen de su cabeza y a veces moldean la realidad? Ella no es santa, por mucho que vaya a la iglesia sus pensamientos giran en órbitas ajenas a cualquier religión. Y, sin embargo, lo que los cristianos llaman milagros en sus manos pueden cambiar el mundo. 

Con una prosa imaginativa y vibrante, Leigh Bardugo nos transporta a finales del siglo XVI en una novela trepidante donde la magia y la historia se entrelazan para formar un cuadro cautivador. Me ha recordado por momentos a Babel, de R. F. Kuang, por la mezcla de historia y fantasía. Y me ha hecho sonreír más de una vez al pensar en el poder invisible de las criadas a lo largo de la historia. «¿Quién ostenta más poder en una casa que la mujer que remueve la sopa, hace el pan y friega el suelo, la que llena el brasero de carbones, organiza tus cartas y amamanta a tus hijos?» Esas mujeres en la sombra de las que siempre han dependido todos los grandes hombres que ilustran con sus gestas los libros de historia. 






jueves, 9 de mayo de 2024

MIEDO

El refranero español es un compendio de sabiduría popular... y de nuestras miserias morales más cotidianas. "Piensa mal y acertarás" es la gasolina mamada desde la cuna que alimenta los motores de las mentes conspiranoicas, tan en auge en todo el mundo. Yo tuve la inmensa suerte de criarme con una madre ingenua (ahora voy con el melón de la ingenuidad), así que no puedo hablar de las delicias de haber crecido con la idea de que la desconfianza tiene premio y de que sospechar constantemente de la mala intención ajena es propio de la gente de bien. A mí me educaron para preguntar y descubrir y cultivar la curiosidad siempre. Para ser bueno y mirar con ojos de niño. Para sentirme aludido por otro refrán (otra perla), "de tan bueno, tonto", y reivindicar mi aspiración a la bondad aunque sea tonta, con el orgullo de quien está convencido de que, por mucho que corra el riesgo de que me engañen, es una forma honesta y constructiva de estar en el mundo. 

La ingenuidad me parece un valor imprescindible. Hay pocas facetas de un carácter más antipáticas que la de quien cree que se las sabe todas y va por la vida advirtiendo a los demás de las posibles mezquindades ajenas. La ingenuidad, como la inocencia, es una membrana frágil que se rompe con facilidad. Y cuesta un mundo recomponerla. Por favor, cultivémosla y cuidémosla como se merece. Nos va la salud, la alegría y hasta la capacidad de convivencia en ello. 

Patricia Simón escribe sobre la ingenuidad como una actitud capaz de crear el mundo cada mañana, de inventar un nuevo principio para cada historia y recorrer cada día un nuevo camino. Es un antídoto poderosísimo contra el miedo. Me ha gustado darle vueltas a esta idea. Ver cómo vuela en mi imaginación. Pensar en mi madre, una gran ingenua y la persona menos miedosa que conozco. Y en esas otras virtudes que nos pueden servir para contener la epidemia de miedo que brota de nuestra incertidumbre más profunda y aspira a gobernar el mundo. Virtudes como la confianza (piensa bien y acertarás), el asombro, la bondad, el buen trato, el civismo, la empatía, la generosidad, la hospitalidad. Y la ligereza, esa cosa con plumas que nos ensancha los pulmones y en la que P. me educa todos los días. «A mayor ligereza, menor miedo», escribe Patricia Simón, y no puedo dejar de asentir. Así lo siento yo. 

La retórica del miedo distingue dos vulnerabilidades enfrentadas: la nuestra, que hay que proteger a toda costa; y la de los demás, que no importa. Y así, rompe nuestra humanidad común y nos hace ver a los demás como enemigos, como agresores potenciales cuyo dolor no importa. «El dolor es real solo cuando consigues que otro crea en él. Si no lo logras, tu dolor es locura». Escuchar el dolor de los demás, prestarle atención y otorgarle la dignidad que merece. A eso aspira Patricia Simón, y en este libro lo transmite maravillosamente bien. 

Qué rápido nos hemos olvidado de lo dependientes que somos de los parias de la globalización. Esas personas con trabajos que durante la pandemia llamamos esenciales. «Esenciales, pero que el sistema siempre ha considerado prescindibles, intercambiables, desechables: los trabajadores y trabajadoras del campo, de la ganadería, de los mataderos, de la pesca; cajeras, reponedoras, limpiadoras; basureros, repartidores, transportistas; cuidadores y cuidadoras en el sentido más amplio de la palabra». Y cómo mejoraría nuestra humanidad si algún día fuéramos lo suficientemente humildes y generosos para asumirlo y reconocérselo. 

Para poder sentir las palabras que describen horrores, para leer «Se iban a morir igual» o «Más de diez mil niños palestinos asesinados por las bombas israelíes en seis meses» y no pasar a otra cosa como si nada, es necesario cultivar la sensibilidad, la mirada atenta y el esfuerzo por comprender que el sufrimiento de los demás también nos atañe a nosotros. Ahora y siempre. 

Patricia Simón ha escrito un libro que lleva a muchos otros libros, que abre muchas ventanas de emociones, de valores morales y de horizontes de humanidad hacia los que caminar. Un libro sobre el miedo, esa jaula que asfixia la vida de tanta gente. Un libro «sobre qué nos atenaza, por qué y quiénes se lucran de la fragilidad que nos provoca estar dominados por esta emoción». 





lunes, 6 de mayo de 2024

CENIZA EN LA BOCA

Léeme despacio, me dicen las mujeres de esta historia. Léeme despacio, que nuestro veneno tiene que inocularse de a poquito. Léeme despacio, despacio, como acariciarías a una fiera de ojos inquietos que no sabes si te puede morder. Y eso hago. Leo despacio. Aunque la historia es urgente y me pide prisa, cierro el libro cada poco y me alejo de la fiera, digiero el veneno. No tiene sentido pasar corriendo por encima de todo este dolor. 

En el corazón de este dolor hay una niña rota por las ausencias de su mamá. Y una mamá rota por la desgracia de una vida sin horizontes, una mujer fea, flacucha, sin gracia, «fea de la voz, fea del sentido del humor», que «nadie en su sano juicio la iba a querer embarazar». Un enigma en torno a esa frase. Un precipicio de silencio. 

«La vida es así: las mamás queriendo abrazar a sus hijas lastimadas y las hijas lastimadas que no se dejan abrazar». No se dejan abrazar porque saben, quizá, que dentro de ese abrazo ha venido siempre la herencia del daño. 

La abuela le dice a la niña: 
«¿Para qué quieres saber quién es tu papá, para qué? Y yo bajaba la cabeza porque no sabía, pero quería saber. No sé qué quiero saber, pero quiero saber, le decía. Y entonces ella volvía al tema: Yo creo que la violaron, yo creo que eso fue lo que pasó, pero ya ves que tu mamá no dice nada y no suelta prenda y no quiere y no va a decir nada». 

En el corazón de esta historia late la xenofobia cotidiana de cada día. Las miradas que dicen: ¿de dónde eres?, ¿de qué país?, como forma educada y amable, e incluso bienintencionada, de dejar claro que tú eres de los otros, de los extranjeros, que tú no eres como el resto, que mientras tengas ese aspecto y hables así, tu origen siempre te va a impedir ser de aquí.

En el corazón de esta historia están las que les limpian el culo a tus padres cada día mientras tú tan feliz con haberlos aparcado en la residencia y verlos dos veces al mes y gracias. Son las que usan el transporte público y rompen las zapatillas de caminar cuando el bus no llega. Son las clandestinas, las de nombres invisibles porque el Estado español no las reconoce ni admite que se asienta sobre su trabajo precario y humillante. Son las que quieres que te agradezcan los trabajos que no les desearías nunca a tus hijos. Son las que no tienen derechos, las de piel oscura, cara distinta, andar esquivo, acento cálido. Son las que sostienen el engranaje de los cuidados, las indispensables durante la pandemia y tan intercambiables y desechables y siempre invisibles antes y después. Son los espejos de nuestro racismo cotidiano, nuestro clasismo espontáneo, los espejos de nuestras miserias en los que hemos aprendido a mirarnos sin ver. 

En el corazón de esta historia vive una familia con su México natal amputado. México no como país, sino como luz, como sabor, como baile y música a todo volumen, como vocabulario perdido en las brumas monocordes de Europa. 
«Yo te amaba, pero tú amabas el mar. ¿Quién llorará por mí si todos están ocupados llorándote a ti?»
Y, planeando toda la historia, todo el dolor, como un ave migratoria huyendo de la vida, está el salto al vacío, el impulso de romper con el dolor, de tragar todo el veneno de golpe, de buscarle los colmillos a la fiera a ver si es que muerde de verdad. Planeando toda la historia, la tentación del vacío: el miedo de que el dolor acabe triunfando sobre la propia voluntad. 




jueves, 25 de abril de 2024

LOS NIÑOS DE WINTON

«Si fueran mis hijos, ¿qué haría? ¿Los mantendría aquí conmigo, bajo mi atenta mirada, poniendo su vida en peligro, o los alejaría mientras haya tiempo, dejándolos en manos de desconocidos, en un futuro que nunca veré?»

Este dilema atenazó la vida de millones de personas centroeuropeas en 1938 ante la expansión militar de la Alemania nazi. También estaba presente en España ese mismo año en muchas ciudades amenazadas por el ejército golpista. Y lo sigue estando en Gaza, en Ucrania, en Sudán, en Afganistán, y en tantos lugares asolados hoy en día por la guerra y la violencia. En Checoslovaquia, en 1938, un grupito muy pequeño de personas decidieron que el dilema podría tener una solución, que lo que parece imposible puede dejar de serlo, y consiguieron trasladar a Inglaterra a más de seiscientos niños antes de que estallara la guerra y se cerraran definitivamente las fronteras. Esta novela cuenta la historia de esta hazaña en tiempos convulsos, de gente corriente arriesgando su vida por hacer lo correcto. 

Nicholas Winton era un joven corredor de bolsa británico cuando llegó a Praga a finales de 1938 y entró en contacto con la red de asistencia a refugiados checos. Esta novela trepidante recrea la labor de Winton en Praga y resalta las figuras de Doreen Warriner y Trevor Chadwick, artífices de la maquinaria que consiguió poner a salvo a miles de refugiados y organizó los trenes llenos de niños, muchos de ellos judíos, que cruzaron toda Europa en un momento de máxima tensión política, luchando contra un sinfín de adversidades, bajo la amenazante mirada de la Gestapo. 

Lo que consiguieron estas tres personas y todos sus colaboradores en Praga fue dar una respuesta extraordinaria a una emergencia que desde entonces no ha dejado de repetirse, hasta hoy día. Cientos de niños se salvaron gracias a su valentía, pero miles se quedaron sin poder salir de Praga cuando el 1 de septiembre de 1939 se cerraron las fronteras. Nunca se supo nada más de ellos. De la misma forma que nada se sabe de los niños que mueren a diario en Gaza, en Ucrania, en Afganistán, en Sudán. Niños hambrientos, abandonados, encarcelados, asesinados. Niños que dependen del coraje de personas como Winton, Warriner o Chadwick para sobrevivir. 

«La humanidad siempre está distraída mientras ocurren las tragedias». Las debacles de la humanidad nos dejan indiferentes. Las vemos y pasamos a otra cosa, son un impacto visual más al lado del anuncio de cremas, el resumen del partido de anoche y las fotos de la playa de la cuñada. Ocurre hoy y ocurría mientras Hitler conquistaba países y gaseaba judíos. ¿Cómo pudo pasar?, nos preguntamos cuando leemos sobre las atrocidades del pasado. De la misma forma que ocurre hoy en día delante de nuestros ojos. ¿Cuántos Winton, Warriner y Chadwick hay en el mundo? ¿Cuántos harían falta para socorrer a todos los niños que lo necesitan? ¿Quién estaría dispuesto hoy en los países occidentales a organizar la expatriación de niños palestinos para rescatarlos de una muerte probable? 

A Nicholas Winton le gustaba decir que «si algo no es imposible, entonces debe de haber una forma de hacerlo». Mientras Europa persigue y criminaliza a quien salva vidas en sus fronteras, a veces es tan fácil como empezar desde ahí. 




lunes, 22 de abril de 2024

BAUMGARTNER

La última novela de Paul Auster me ha hecho pensar en cómo recordamos el pasado y qué importancia le damos. Según el momento vital y el carácter de cada uno, podemos pensar en nuestro pasado como una cadena de detalles más o menos jugosos pero sin trascendencia, o con la devoción de quien no se puede entender a sí mismo sin cada paso dado, cada persona conocida y cada éxito o fracaso saboreado. Baumgartner, el protagonista de esta novela, reflexiona sobre la importancia de valorar las vivencias para dar sentido al legado que dejan, para llenar las cosas de significado. La importancia de atesorar momentos, percepciones, ser feliz con pequeños instantes de belleza o complicidad. Sentir conexión con una puesta de sol, una nube con una forma divertida, unas niñas chapoteando en un charco y riéndose como salvajes ante las pegas de su madre. A menudo he admirado en otras personas esa capacidad de vivir sin prevención, con las puertas y las ventanas abiertas de par en par, sin miedo de que la vida irrumpa y empape. Y he probado que se puede vivir así, a corazón abierto, dejando a nuestro paso un rastro de vida brillante: abrir un piano, improvisar una melodía y aceptar que en los dos minutos que dura puede encerrarse la razón para vivir que nos salve de la locura. O de la jaula de resignación y apatía emocional en la que vive tantísima gente. 

Baumgartner, como la mayoría de los personajes de Paul Auster que recuerdo, suele estar atento a los caprichos del azar, abraza todas las posibilidades que se abren cuando irrumpe lo insólito y confia. Cierro los ojos tras terminar un capítulo y pienso en eso de confiar. Confiar siempre en la bondad de los demás, darle la vuelta al funesto y grosero refrán y procurar pensar bien todo lo posible como única forma de acertar. 

Paul Auster hace una hermosa descripción de la desorientación de Baumgartner durante los meses posteriores a la muerte de Anna, su mujer. Es un tiempo de duelo, un "tiempo malogrado". "Un precario espacio interior que lo había dejado con demasiado espacio en las manos". Pasa las horas doblando y volviendo a doblar su ropa interior, escribiéndole cartas, aporreando sin ton ni son la vieja máquina de escribir con la que Anna, madrugadora, a menudo le despertaba por las mañanas. Y la describe así: "Su capacidad de transformar los movimientos más corrientes en actos de sublime expresión y gracia corporal, la elocuencia de sus dedos al pasar las páginas de un libro, por ejemplo, o la señorial rotación de su muñeca al plegar una servilleta o una toalla: los gestos humanos más simples y comunes destellando como milagros en la fragua de una personalidad chispeante". 

Me ha gustado la curiosa delicadeza de la novela. A ratos jocosa. A ratos introspectiva, cándida, incluso. Conmueve pensar en ese Baumgartner, un señor mayor rodeado de libros, dedicado a la literatura, repasando con dedos temblorosos los objetos dejados por su mujer: su ropa, sus libros, los manuscritos de sus poemas. Acariciando todos esos objetos que de repente se han convertido en tesoros de valor incalculable, surtidores de recuerdos imprescindibles. 




jueves, 18 de abril de 2024

GOBSECK

Tras haberme metido en el mundo de Balzac con La casa de El Gato Juguetón, ahora sigo con otra novela corta con la que crea a un personaje digno de una tragedia de Shakespeare. Y es que veo a este Gobseck codearse en mi cabeza con el Shylock de El mercader de Venecia, o con el Harpagón de Molière, incluso con el Torquemada de Galdós, cada uno con sus infinitas diferencias, pero todos representando el papel de avaro usurero en la literatura universal. Creo que, de una forma u otra, todos demuestran una frialdad perturbadora, una trabajada incapacidad para la empatía, solo interrumpida en la intimidad tras alguna transacción especialmente favorable por una "alegría oscura, una ferocidad de salvaje". Y, al mismo, todos son personajes profundamente humanos, aborrecibles pero a la vez vulnerables, victimarios pero a la vez víctimas también de todo tipo de situaciones que ponen patas arriba nuestra capacidad para juzgar, siempre tan pronta a encasillarlo todo.

La vanidad, los celos, el placer, la ambición. Hay una tragedia shakespeariana dentro de cada escena de la vida privada pintada por Balzac. La envidia y la pasión. Y una humanidad dolorosa y desaforada. Esta novela se lee en poco más de una hora y te deja pensando en la infinita profundidad emocional que se esconde tras los telones del teatro de nuestras vidas. Y de las vidas de la gente común, pobres y ricos, afortunados y desgraciados, del París posterior a la caída de Napoleón, una ciudad vibrante, que ya ha probado la fiebre de la revolución y de la libertad, y que no va a aceptar fácilmente la continuación de un antiguo régimen que solo pervive en unas instituciones caducas. 

Mi próximo Balzac ya va a ser una novela de las conocidas: Le Père Goriot, personaje que aparece nombrado ya en Gobseck. Y me encanta esto de ir enlazando novela tras novela y ver cómo encajan unas con otras como las piezas de un inmenso puzle, esta obra monumental llamada Comedia humana que, escena tras escena, quizá sea la mejor representación global de esa Francia decimonónica tan variopinta que tanto me ha atraído siempre. 





lunes, 15 de abril de 2024

UNA MÍNIMA INFELICIDAD

Me fascinan los libros que recrean el silencio. ¿Cómo se hace eso? Que las palabras transmitan esa atmósfera silenciosa parece magia. En esta novela (su primera novela, además) la italiana Carmen Verde lo hace maravillosamente. Y, dentro de ese silencio, frágil y pequeña, va creciendo esa mínima infelicidad. Mínima por doméstica, por femenina. Pero capaz de impregnar cada emoción con los colores opacos de la tristeza y de la desorientación. 

Es la historia de una mujer desorientada que tiende a vivir a escondidas. Se oculta de su hija pequeña, se oculta de su marido. Aunque de este no es difícil ocultarse, no está casi nunca en casa. A veces llora en las comidas cuando cree que su hija no la ve. Se refugia en objetos bonitos. Piezas de cristalería, de porcelana. Tesoros que esconde, como si, a pesar de ser suyos, no tuviera derecho a ellos y la fueran a regañar por mirarlos. Tesoros que ama en silencio, tesoros en los que se esconde, por la misma razón por la que más tarde se esconderá en el alcohol. La aturden. La calman. Aunque siempre la dejan con inquietud en las manos, una vez evaporado el primer efecto, con un leve temblor de desesperación. 
Va a recoger a su hija cada día. La espera sentada en el banco. Y la hija la ve desde la ventana de su aula, con sentimientos encontrados. "Me ponía contenta cuando la vislumbraba al otro lado del cristal, aunque enseguida me embargaba el temor, casi la angustia, de que decidiera marcharse y dejarme allí sola. Nunca pensé que mi madre me correspondiera por derecho". 

En estas páginas habita un enigma, una herencia de desesperación y locura pasada de abuela a nieta, saltando por encima de la fragilidad y la sombra que dibujan la vida de la madre. De la "distraída indiferencia" con la que mira sin mirar desde las fotos familiares. Y palpitan los silencios. Silencios en las comidas. Silencios en las tardes viendo llover por la ventana. Cantidad de silencios. Como si todas las palabras que no se dicen fueran indecorosas, como si guardaran un vergonzoso secreto. 

La niña que cuenta la historia no ha terminado de crecer. Es una niña a la que la vida le arrebata la plenitud de su cuerpo y la alegría. Ingrata vida. Ladrona. Igual que sus compañeras de clase, que vienen a su fiesta de cumpleaños porque saben que al final acabarán quedándose con sus juguetes. Y su madre, a menudo sin palabras, le pide perdón. ¿Perdón por qué? ¿Por haberla educado en la sumisión, quizá? En una docilidad que no contiene la suficiente dignidad para convertirse en generosidad. 

"La infelicidad es irracional. Hay quien carga ya con ella al nacer y quien, supliendo su falta de predisposición natural, permanece tanto tiempo contemplándola en su madre que llega a sentir sus espinas en la propia piel". 

Hay en estas páginas una belleza oscura y desasosegante que estremece. Una melancolía que sostiene en equilibrio el relato como la cuerda por la que camino mientras leo, sin dejar de pensar en qué momento perderé pie y sucederá la catástrofe. 

Leer esta novela es internarse en la madeja enredada de las relaciones entre madres e hijas. El laberinto emocional, los juegos de espejos y contradicciones. Las emociones vulnerables, las suspicacias. La atracción y el rechazo. El desgarro de convivir constantemente con dos sensaciones opuestas, tirando cada una en sentidos contrarios. Diques y obstáculos caprichosos en el frondoso caudal del amor, que ansía un cauce sereno y fluido sin alcanzarlo. El amor, ese caudal que esconde el dolor más profundo. Una enfermedad que, lejos de secarlo, lo desborda en heridas invisibles. 

Carmen Verde transmite una enorme compasión por el profundo desamparo de esas mujeres que, en el fondo, solo quieren amar a alguien que pueda amarlas como ellas necesitan y así, sencillamente, ser felices. El profundo desamparo de una niña que, quizá, en el fondo solo ansía que su madre, y su padre, y su maestra, y la gente en general, pero sobre todo su madre, la mire con una sonrisa de cariño y benevolencia. Una sonrisa que diga: te acepto como eres, me gustas como eres, te quiero exactamente así como eres. 







jueves, 11 de abril de 2024

LA BODA

"A ver, cuántos blancos conoces tú que sean capaces de mirar a un hombre negro sin fijarse en el color de su piel". Es decir, sin que el color de su piel les llame la atención, sin que sea un rasgo importante a la hora de recordarlo después. Sin que sea el rasgo fundamental, lo primero que usarán para fijarlo en la memoria o para describírselo a los demás. 

Dorothy West publicó esta novela sobre la importancia del color de la piel en las relaciones sociales, familiares y conyugales en 1995. La historia transcurre entre 1850 y 1950 y recorre cinco generaciones de una familia en las que las distintas tonalidades del color de la piel determinan su futuro. La cita con la que he empezado esta reseña se sitúa en 1950, y me atrevería a decir que, setenta y cuatro años después, sigue estando tristemente en vigor en cualquier país de mayoría blanca. 

Esta es una novela sobre la pertenencia a una comunidad y los peligros de salir de ella, aunque sea para dar un paseo. Sobre la identidad, incluso el carácter y todas las expectativas vitales, basadas en el color de la piel. Y sobre cómo la clase social puede llegar a percibirse incluso por encima del color de piel. Casarse con una persona del mismo color de piel es importante, pero lo fundamental es que forme parte del mismo círculo social. 

Me ha recordado mucho a La mitad evanescente, de Brit Bennett, por la importancia del color de la piel en el destino de los personajes y la tentación de los negros de piel clara de hacerse pasar por blancos para escapar de toda una vida de discriminación, aunque eso suponga romper definitivamente con tus orígenes y tu familia y, de alguna manera, traicionar a tu comunidad. También me ha recordado a Nella Larsen por la descripción de esos tonos de piel mestizos tan inclasificables que tanto atormentan a los racistas al desdibujar la frontera entre blancos y negros y señalar la impostura de su odio. 

La boda es una novela elegante e incisiva que, bajo su ritmo tranquilo, esconde una rabia a punto de explotar. La autora la publicó cuando tenía ochenta y ocho años. Se intuye toda una vida de indignación soterrada. De un clamor interno vestido de ternura y sofisticación. De nostalgia, también. Como la nostalgia que debieron de sentir varias generaciones de mujeres y hombres al tener que abandonar sus hogares en el sur de Estados Unidos para escapar de la barbarie de la esclavitud. Aquí lo describe muy bien: "Ya no habría más linchamientos, ni más cruces ardiendo, ni más paseos por un albañal para dejar que el «señor Charlie» tuviese la acera para él solo. Ya no habría más muerte por falta de atención médica, ni más niños analfabetos deslomándose en las plantaciones mientras los hijos de los blancos iban a la escuela. En el norte, los hombres descubrían que podían aprender a leer y a escribir sin ofender a nadie y las mujeres aprendían a no conformarse con lo que tenían. Aunque les tocase vivir cerca de las vías férreas y el aire estuviese cargado de mugre y polución, podían respirar el aroma de la libertad. Por muchos apuros que pasasen, a ninguno se le pasaba por la cabeza marcharse de allí. No obstante, la belleza indescriptible del sur los perseguiría de por vida y los viejos suplicarían que los llevasen de vuelta a casa para morir". 

Una joyita más en la ingente biblioteca de literatura contra el racismo que, mientras este no se atenúe, no dejará nunca de crecer y crecer. 




lunes, 8 de abril de 2024

SIETE DIENTES DE LEÓN

Este cuento empieza así: "Esta historia sucedió antes de que existieran los colores". ¿Y cómo podía ser el mundo antes de los colores? Gris. Claro, gris. Con todos los matices de gris. Igualito a como es el mundo justo antes de que amanezca o justo antes de que sea noche cerrada. 

"En la espesura de un bosque gris, había una casa gris donde vivía una vieja gris llamada Iris". Y todo era gris. Las nubes, los árboles. Hasta los corazones eran grises. Pero, una noche, Iris cerró los ojos para dormirse y apareció un color que nunca había visto. 

Y a la noche siguiente, otro color. Y a la siguiente, otro. Y otro y otro y otro y otro. 

Cada mañana, sobre la almohada se encontraba un diente de león del color de su sueño. Cada mañana, le ponía un nombre a cada color distinto y plantaba el diente de león en la tierra. 

Este es un cuento sobre el nacimiento de los colores, sobre una tenaz pescadora de nubes, sobre una tristeza que se evapora por la noche, sobre siete sueños transformados en siete dientes de león transformados en un viaje legendario y una olla de oro que, dicen, brilla como el sol. 







jueves, 4 de abril de 2024

LOS VALIENTES ESTÁN SOLOS

Formidable. Extraordinario. Elocuente, apasionado, delicado, furioso, desolador, lírico, apabullante. Voy apuntando adjetivos en el borrador de lo que luego será esta reseña así a lo loco, sin ton ni son. Y es que no salgo de mi asombro con este libro. Qué historia tan poderosa. Y qué bien contada. Con qué fuerza, con cuántas ganas. Roberto Saviano vive con escolta, amenazado por la Camorra desde la publicación de Gomorra, en 2006, libro en el que exponía parte de la estructura y forma de actuar de la organización mafiosa en Nápoles. Y el protagonista de esta biografía novelada es el juez Giovanni Falcone, asesinado junto a su mujer y tres guardaespaldas en 1992 tras haber contribuido decisivamente a perseguir el crimen organizado de la Cosa Nostra en Sicilia. El destino violento de Falcone, así como el de decenas de abogados, jueces, policías, fiscales, militares, generales y políticos antes y después que él, persigue a Saviano desde hace ya dieciocho años. Así que no es de extrañar que los ecos trágicos de esta historia hayan encontrado en su interior una caja de resonancia especialmente receptiva para transmitir como nadie la potencia de esta historia. 

El éxito de Giovanni Falcone contra la Cosa Nostra consistió en la cooperación de los jueces y en la coordinación de sus pesquisas. A principios de los años ochenta, en plena guerra mafiosa (un conflicto sangriento que se cobraría más de mil víctimas en apenas dos años), los jueces sicilianos se reunían semanalmente para compartir los avances de sus investigaciones ante la posibilidad de ser asesinados por la mafia, como Cesare Terranova, como Rocco Chinnici, como tantísimos otros. Decían: "Si eso ocurre, lo que hayamos averiguado no debe perderse. Aunque uno caiga, la investigación prosigue. Aunque uno caiga, antes habrá pasado el testigo". Palabras que a mí me recuerdan a la resistencia contra los nazis o contra la dictadura franquista, palabras clandestinas de lucha contra un poder superior. Y, sin embargo, eran jueces oficiales nombrados por la República Italiana para luchar contra clanes mafiosos, ellos sí, clandestinos. El mundo al revés provocado por grupos muy organizados de criminales violentos. 

Pero, lamentablemente, los jueces no solo luchaban contra la mafia. También tenían que hacer frente a la envidia, la mediocridad y la corrupción de sus pares, muchos de los cuales no dejaron de poner palos en las ruedas al trabajo de muchos años de jueces antimafia como Falcone o Borsellino, rebajando las penas o dejando en libertad a mafiosos encarcelados por ellos, que luego siguieron cometiendo delitos y atentando contra ellos. 

Gracias, entre otros, al trabajo de Giovanni Falcone, se supo que la mafia siciliana tenía nombre: Cosa Nostra. Se supo que el problema de la mafia no eran hechos aislados, una mordida por aquí, un ajuste de cuentas por allí. "La mafia es organización, centralización, control, poder". Un Estado clandestino dentro del Estado. Con ramificaciones en casi todos los estratos de la sociedad. Que a veces suple al Estado y llega adonde este no llega. A veces, a menudo no tan clandestino. En los años ochenta costaba un mundo que los jueces, y no digamos ya la sociedad, se convencieran de que tenían que verlo así, como lo que era en realidad, y no como cuatro paletos locos pegando tiros. 

Saviano conoce bien los caminos internacionales de la droga y el rastro de violencia, muerte y dinero que deja. Ya lo contó en su impactante Cerocerocero, que reseñé aquí en 2016. Así que conoce bien hasta qué punto Sicilia era el laboratorio de droga en Europa en los años ochenta. Si de allí salía tanta droga, también mucho dinero tenía que entrar. Seguir la pista del dinero, ese siempre es el camino para luchar contra el poder en la sombra. Y ahí entran en juego los banqueros, la mayoría de los cuales ponen el grito en el cielo cuando los jueces les piden transparencia. Y, luego, también participan los partidos políticos, en especial el conservador Democracia Cristiana, que, desde sus posiciones de poder, permiten y posibilitan que ese dinero sucio se limpie, se integre y, por qué no, crezca sin sobresaltos en la economía pública. 

Cuando hay tanta gente implicada y beneficiada, gente con las manos manchadas de la sangre de las víctimas de la droga y de la violencia que genera, ¿cómo se para el mecanismo? "¿Se puede arrebatar el cuchillo de las manos a todo un país? Quizá no. Pero se puede cerrar la fábrica de cuchillos". O eso pensaba Giovanni Falcone. A eso aspiraba. Y por eso lo mataron. 

Con un pulso narrativo magnífico que por momentos recuerda a The Wire, Saviano hace un retrato del juez Falcone con sus luces y sus sombras. Y el miedo, el miedo siempre como una sombra imprecisa que le acompaña a todas partes. Se negó a tener hijos porque sabía con casi total seguridad que lo matarían en un momento u otro, y "no se traen huérfanos al mundo". Convivía a menudo con una "sorda desolación, un leve temblor de las manos". ¿Será en esta acera donde me matarán? ¿Será esta llamada la que me anunciará el asesinato de tal o cual amigo juez o fiscal? No eran miedos infundados. Mataron a muchas de las personas con las que colaboró, a muchos amigos cercanos que compartían la lucha contra la mafia. E intentaron matarlo en muchas ocasiones, durante muchos años. Hasta que lo consiguieron. 

"Los justos caminaban con una cruz negra pintada en la espalda". Italia se convirtió en un país de muertos famosos, de luchadores solitarios contra el gran poder mafioso. Giovanni Falcone fue un héroe a su pesar. Deseó con toda su alma no serlo. Vivir en un país que no lo necesitara. Irse de vacaciones con su mujer, tomarse un helado sin cuatro escoltas a su alrededor. Deseó vivir en un país sin mafia. Dejar de tener que poner el cuerpo. De convivir con la muerte. De estar solo. Erradicar ese veneno de su tierra amada. Su tierra enferma. "Desventurada la tierra que necesita héroes". 







lunes, 1 de abril de 2024

AMOR CAPITAL

"Y aquí estamos todas, ilusas, pensando que somos o hemos sido en algún momento la genuina, la única, la verdadera, víctimas de una herencia envenenada que nos hace soñar con serlo". "Y, mirándolas, ya no siento los celos que me han consumido durante los últimos doce meses, no siento el odio que me ha cerrado el estómago en este largo año sin ti, sino una comprensión sin límites hacia todas ellas y unas ganas irremediables de abrazarlas". 

Como ya me pasó con la anterior novela de Karmele Jaio, La casa del padre, he leído este Amor capital pensando que no le sobra ni una coma. Qué prodigio de literatura concisa que expresa tantísimo, pero tantísimo, con tan poquitas palabras. Esa herencia envenenada de la primera frase es conocida por cualquiera que se haya enamorado alguna vez. Es la herencia del amor romántico en todas sus formas, exclusivas y asfixiantes, que nos persigue desde que tenemos uso de razón amorosa. Es la que nos inocula los celos y la inseguridad, la que transforma la persona que te gusta en una posible futura posesión. La que nos mete en las jaulas de los roles de género y nos insiste en que sin pareja no se puede vivir. 

Esta es una novela sobre las historias desiguales, cojas, en las que una está siempre tratando de profundizar mientras que el otro no deja de tratar de escabullirse. Historias construidas sobre una fragilidad, sobre un pacto no expresado que tiende al silencio para no desvelar su mentira: "siempre me quedaba con ganas de decir algo tras estar contigo". Historias que, a pesar de todo, brotan y crecen y se expanden como flores salvajes por nuestra imaginación y se convierten en esas historias apasionadas e inolvidables y ciegas que no pudieron ser y que recordamos con una sombra de dolor (y de incomodidad y de vergüenza) hasta la tumba. 

El de Olga es un amor que aúpa y luego no sostiene. Un amor que la hace menguar, que le resta autoestima, que fabrica en las horas de sus días jaulas de dependencia. Un amor de usos esporádicos y breves, que niega su singularidad humana para limitarse a satisfacer sus deseos más inmediatos. Un amor entrelazado con el sufrimiento que lo atrapa, que extiende sus brazos de enredadera por el tronco liso del deseo para llegar a su cima y asfixiarlo. 

"Llegué a pensar que amarle consistía en moldearme hasta que mi forma fuese exactamente la que él buscaba". Karmele Jaio ha escrito una novela-tesis para reflexionar sobre el amor como atadura. El amor como un sentimiento solemne, trascendental, totalizador. Que exige devotos a sus pies, como una religión. El amor como ideología reaccionaria que exige obediencia y aspira a ordenar todos los aspectos de la vida y supeditarlos a sus mandatos. Como catecismo misógino que inculca desigualdad. El amor como idea única, capital, centro y motor de todo. "El opio de las mujeres", como decía Kate Millett. Una novela-tesis para reflexionar sobre el amor como esperanza, también, para ver si es posible aflojarle los nudos sin malograr su intensidad y su belleza. 

Una amiga de la protagonista la alerta sobre el peligro de amar desde la carencia. Me ha gustado esa expresión: amar desde la carencia. ¿Quién no ha amado alguna vez así? ¿Cuántas parejas se basan en un amor así? Es una forma de amar que te lleva sin remedio a relaciones de dependencia. A "vivir presa del amor que te pueden dar", en lugar de vivir libre en el amor que puedes compartir. 

Me encanta cuando libros muy dispares dialogan entre sí. Hay una escena muy bonita de tres mujeres hablando sobre el amor y sus ataduras en una cocina, y una se queja entre risas de que cómo no van a volverse locas las mujeres si hasta follando tienen que meter tripa. Y esta frase me ha llevado directamente a una viñeta de Ideal estandarizado, el cómic de Aude Picault que acabo de leer, en la que habla exactamente de lo mismo. De estar todo el día tan pendientes del cuerpo que acaban por no poder relajarse ni pensar en otra cosa que no sea martirizarse con la mirada fiscalizadora de una sociedad que las señala. "Los hombres miran a las mujeres, las mujeres se observan siendo miradas", ya lo decía John Berger. 

"Las personas se separan, no se abandonan. Solo puede abandonarte quien tiene poder sobre ti", le dice una amiga a Olga. Y así se rescata muy a menudo a alguien de un amor tóxico, con una charla con dos amigas en una cocina. Y es que Amor capital también es una novela sobre la amistad entre mujeres, esos espacios seguros que salvan y acogen. Cuántos vínculos bonitos y cuánta complicidad se puede forjar con una conversación íntima mientras pelas patatas codo con codo para preparar una tortilla. Cuarenta minutos de preparación pueden forjar una amistad duradera y salvarte de una espiral de obsesión pesadillesca. Y convertir el jarrón hecho añicos de tu vida en una maravilla renacida de bellas cicatrices. 




jueves, 21 de marzo de 2024

IDEAL ESTANDARIZADO

Jo, no me esperaba que me gustara tanto este cómic. Me ha sentado tan bien su ligereza y su crítica, esa forma sutil que tiene de mezclar lo simpático con la reivindicación, que ahora mismo solo quiero leer más historias de Aude Picault para animar mi activismo con amabilidad. 

Claire es una mujer de treinta y dos años que encadena una relación efímera tras otra buscando una solidez, un ideal que no termina de encontrar. Su madre se exaspera, no lo entiende: ¿otra vez habéis roto? Cualquiera diría que no sabes lo que quieres. Pero no es así. Ella sabe muy bien lo que quiere. Lo que pasa es que no lo encuentra. Sus expectativas son mucho más altas, quizá, que las que tenía su madre a su edad. Y, a pesar de la presión social, no está dispuesta a conformarse con cualquier relación.  

Claire es enfermera pediátrica en una unidad de neonatos, y el día a día de su trabajo me ha parecido de una ternura maravillosa, un homenaje a los cuidados que contrasta con la escasa sensibilidad de los hombres que la rodean. Hombres que intentan acostumbrarla a relaciones basadas en la desigualdad de género, hombres más o menos insatisfechos que no dan palo al agua y que provocan que sus mujeres se saturen y paguen su cansancio y su ansiedad con sus hijos y consigo mismas. 

Esta es una historia sobre un mandato invisible que determinó las vidas de nuestras madres y abuelas, y que sigue vigente de las formas más insidiosas: el mandato de tener novio como objetivo de vida. Es un mandato que recae con más peso sobre las mujeres que sobre los hombres. Como si la vida en pareja fuera obligatoria, un fin en sí mismo. Un requisito indispensable para la vida plena. Y para ello, desde múltiples frentes, se trata de instruir a las mujeres sobre las tácticas para conseguirlo: reafirmar la confianza de los hombres en su virilidad, valorarlos todo el rato, hacerles sentirse especiales, necesitados, el centro de tu atención y presentarse siempre a ellos perfectas, es decir: "depilada, rasurada, engominada, embadurnada, con champú, acondicionador, peinada, maquillada, a régimen, con una imagen superestudiada". Es decir, como dice Claire, fingir todo el rato. Fingir para crear el espejismo de una ilusión que se esfuma a la mañana siguiente. 

Este Ideal estandarizado está contado con una ternura inocente. Una delicadeza tranquila. Eso es lo que más me ha gustado, el tono, muy determinado por el dibujo, claro, por esos trazos que consiguen que empatizar con Claire sea tan fácil como pasar la segunda página. Una comedia agridulce sobre los placeres y sinsabores de una mujer en la treintena con un hambre insatisfecha de amor y de vida. 











lunes, 18 de marzo de 2024

LA DISTANCIA QUE NOS SEPARA

Una de las cosas que más me gustan de las novelas de Maggie O'Farrell es la inmediatez. Lo rápido que me mete en la historia. Una frase, dos, y ya estoy ahí, tendido en una cama con un calor sofocante mientras un ventilador gira y alborota las páginas de un libro abierto. Más que la historia en sí (esta novela me ha parecido quizá menos rotunda y redonda que Hamnet o El retrato de casada), me encandilan los primorosos detalles de la vida cotidiana, cómo al leer siento los cinco sentidos alerta y erizados, expandidos como las flores al principio de la primavera, para no perderme ninguna maravilla. La mirada de la autora acaricia las cosas con cuidado y ve a través de ellas. Es de una sofisticación peculiar, como una persona tímida que no se deja conocer, hipersensible a la curiosidad ajena. Una criatura que a la mínima variación de luz se repliega sobre su belleza, como un abanico.  

Esta es una novela que va y viene de Hong Kong a Escocia, pasando por el sur de Italia, y, como el paisaje escocés, "cruje y se estremece de vida". Con la calma de los "helechos que se mueven con el viento", casi desde el principio notamos que hay algo que va a pasar, que está ahí, al acecho, con intención imprevisible, esperando el momento oportuno para desvelarse. Los personajes, dos hermanas italoescocesas unidas por un secreto de infancia y un joven chinobritánico atado a una relación que no desea, expresan desconcierto, vulnerabilidad. Delicadeza. Sus vidas están llenas de silencios, de cosas que no se dicen pero que están ahí, tan presentes y palpables como si se hubieran escrito sobre la pared o gritado a los cuatro vientos. Y la historia avanza dejando muchos huecos para que el lector los rellene, para que el lector los vaya inventando, como si el sendero de la historia estuviera sutilmente esbozado y lo hiciéramos nuestro transitándolo. 

Aunque quizá no sea el tema principal, me ha hecho pensar mucho en los apegos excluyentes. En esas personas (parejas, familiares, amigos) que solo te muestran su apoyo y su cariño sin fisuras cuando no hay otras personas delante, que nunca te quieren a través de los demás, con los demás. Piensan que vuestra relación es única y no debe contaminarse con miradas y presencias ajenas. Que sois dos personas que orbitan naturalmente la una alrededor de la otra en una gravedad que no admite más satélites. No permiten la integración, y con su actitud parecen plantear constantemente una disyuntiva: o conmigo o con ellos. 

Hay muchos bellos hallazgos en las descripciones, mucho amor en la descripción de la búsqueda de un padre ausente que no sabe que tiene un hijo, de unas raíces múltiples que se expanden y se bifurcan por varios continentes. Y sobre todos los personajes, de una forma u otra, planea una leve sombra de violencia que se cierne sobre la historia y va perfilándose en círculos, como un ave rapaz girando y girando sin apartar los ojos vigilantes de su presa. Y todo va creciendo en intensidad. Y la historia se comprime. Y acelera. Y se descontrola. Y estalla. Y no ves nada. Por un segundo todo es luz y sobresalto. Y ganas de volver a empezar otra vez, desde el principio. Otra vez desde la cálida y plácida intimidad de los primeros compases de aquella cama sofocada para volver a disfrutar de la adrenalina del viaje. 



viernes, 15 de marzo de 2024

JIM

Jim es un perro. Un retriever negro de pelo largo. Jim ha acompañado al ilustrador François Schuiten durante trece años. Trece años de amistad, de calor. De un vínculo misterioso y profundo que solo entienden quienes han tenido un perro, han mirado en la lealtad inquebrantable de sus ojos y se han visto a sí mismos. Jim ya no está. Y François Schuiten ha querido dibujarlo para despedirse de él. "Dibujar a Jim para vivir el duelo y aceptar su partida. Dibujarlo para comprender todo lo que había ocurrido entre nosotros. Esta relación invisible, tan misteriosa y a la vez tan feliz". 

Una frase en cada página. Y una ilustración. Muy pocas palabras. Los trazos que recrean a Jim son el lenguaje de esta historia de amor. De este diario por el que nos colamos para aprender las dimensiones de la ausencia, el hueco que deja el amor cuando se va y toda la inmensidad que nos regala si sabemos atesorar su huella. 

Llega la hora del paseo. ¿Hacia dónde voy yo solo? ¿Qué sentido tiene caminar si no vas a mi lado? Un perro puede saber cosas de ti mismo que nunca sospecharías. Cosas que ni tú mismo sabes. Puede compartir contigo mil y un placeres. Enseñarte mil y un formas de anudar los hilos de la complicidad, el cariño y la lealtad. Un castillo de naipes que de repente se derrumba. ¿Y cómo lo vuelves a levantar ahora? 

"Estás siempre ahí. Yo quedo a tu sombra". 
Habitar esa sombra. Abrazarla. Saber que es para siempre. Dibujarla. Quererla. Una sombra de tres letras. Pelo negro. Ojos que te devuelven la mirada y en los que te ves. En el dibujo. En el recuerdo. 




miércoles, 13 de marzo de 2024

ALMUDENA. UNA BIOGRAFÍA

La noticia de la muerte de Almudena Grandes me dejó muy descolocado. No me había enterado de su enfermedad y, para mí, era un personaje público tan integrado en mi paisaje interior como las montañas o los parques. Tan necesarios, tan imprescindibles para la salud y la alegría. ¿Cómo podía haberse muerto? ¿Qué montaña, qué parque desaparece? ¿Y qué se hace con el hueco que deja? Mi madre me llamó muy afectada, no recuerdo que la muerte de ningún otro escritor la haya afectado tanto nunca. Fue un terremoto. La vida se había movido, y ahora había que volver a organizar el caos tirado por el suelo. Encontrar un nuevo espacio, otro suelo sobre el que apoyar los pasos desorientados. 

Esta preciosa biografía ilustrada de Almudena Grandes me ha recordado aquellos momentos. Noviembre de 2021. ¿De verdad ha pasado ya tanto tiempo? Recuerdo el acto de despedida como si fuera ayer, Luis García Montero besando su Completamente viernes y la hermosura de toda aquella congoja de amor que reunió a tantísima gente enarbolando ejemplares de sus libros como flores o velas o manos al viento. Y he sentido el impulso de volver a ella, la necesidad de seguir la estela del recuerdo y volver a sus novelas, las que ya he leído y las que todavía no: qué camino más bonito habéis abierto con este homenaje, Ana y Aroa. 

Las palabras de Aroa Moreno Durán y las ilustraciones de Ana Jarén consiguen captar los ecos de una cotidianidad emocionante. Pequeños detalles, escenas íntimas, todo eso que ocurre fuera de los focos y que nos acercan la faceta más entrañable, más secreta de Almudena. Siempre es un placer conocer mejor a nuestros referentes, completar en nuestra cabeza la imagen que tenemos de ellos con los matices que aparecen en sus obras. Se me ocurren pocos referentes culturales, literarios y activistas más claros que Almudena Grandes. Pocos focos más potentes que el suyo para guiar nuestras vidas y alertarnos de las amenazas de nuestro mundo. 

Me ha gustado mucho leer sobre su constancia y su rigor a la hora de documentarse y escribir. Su atención minuciosa por los detalles, por las estructuras complejas y el ritmo. Una gran ambición que nos regaló novelas maravillosas como Los aires difíciles o El corazón helado, dos hitos en mi vida lectora que siempre recordaré con gratitud y admiración. "Almudena retuerce con el lenguaje lo socialmente aceptable y nos sitúa en un nuevo cuestionamiento de lo que cada uno entendemos por moral". Así recuerdo sus libros cuando yo tenía veinte años. Salía cambiado, revuelto en el mejor sentido, siempre asombrado de sus historias. 

Fue la mejor embajadora literaria de los vencidos de la guerra civil española. Con la voluntad de recuperar una memoria perdida, se propuso restaurar la dignidad de varias generaciones de españoles humillados por un régimen mediocre y asesino. "Recuérdalo tú y recuérdalo a otros", como escribió Cernuda. Fue un propósito que determinó casi todos los libros que escribió en los últimos veinte años de vida. Un legado imprescindible de dignidad y de nobleza. De conciencia cívica, que tanta falta nos hace en este derrumbe de los valores de convivencia democrática en el que vivimos. 

La prosa de Aroa Moreno desprende simpatía y amor por los cuatro costados. Nos devuelve a Almudena y su obra embellecidas por su mirada. Ahora brillan mejor todos sus libros desde la estantería de la librería. Brillan y me saludan y se arropan unos a otros, y arropan a sus vecinos y juntos cantan la canción del deseo y la memoria. 





lunes, 11 de marzo de 2024

SALIR DE LA NOCHE

Ahora que vemos con profundo desánimo cómo cada vez más partidos de extrema derecha ocupan puestos de poder, es muy instructivo volver la vista atrás y analizar qué sucedió en los años setenta en Italia, si no para relativizar nuestra situación, al menos para aprender que nada de esto es nuevo y que, en épocas no tan lejanas, el enfrentamiento ideológico entre derechas e izquierdas alcanzó unos niveles de violencia que hoy nos parecerían una locura. 

En 1969, una bomba en la plaza Fontana de Milán mató a diecisiete personas e hirió a otras ochenta y ocho. La policía atribuyó el atentado a grupos anarquistas y detuvo, entre otros, al ferroviario Giuseppe Pinelli, antiguo partisano y conocido pacifista. Tras un largo interrogatorio, Pinelli fue hallado muerto debajo de la ventana del despacho del cuarto piso del comisario Luigi Calabresi, que fue acusado inmediatamente por la opinión popular de izquierdas de haberlo asesinado. Tras dos años de hostigamiento, de acoso sistemático y de continuas amenazas, Luigi Calabresi fue asesinado frente a la puerta de su casa por las Brigadas Rojas. Lo que poca gente sabía, o no quería saber, es que la matanza de la plaza Fontana de Milán había sido cometida por neofascistas, asesorados y amparados por los servicios secretos. Y que Luigi Calabresi ni siquiera estaba en su despacho cuando Pinelli cayó por la ventana. A partir de ese momento empezó una espiral de violencia instigada por grupos de extrema derecha y respondida con furia por las Brigadas Rojas que, sumada a la violencia terrorista en España y en Irlanda del Norte, marcaría una década especialmente sangrienta en Europa. 

En este libro testimonial, Mario Calabresi cuenta la historia de su padre, Luigi Calabresi, y de otras víctimas del terrorismo en Italia en los años setenta y ochenta. Es el retrato de un policía íntegro acusado por la opinión pública de un asesinato que no cometió y convertido en chivo expiatorio de la furia colectiva. Como decía Aramburu en Patria, son las palabras las que te señalan y sellan tu destino: mucho antes de que la bala termine de matarte ya estás muerto. A pesar de que la inocencia de Luigi Calabresi se demostró hace mucho tiempo, las teorías de su culpabilidad siguen circulando en pleno siglo XXI, por una mezcla de ignorancia, conformismo y mala fe. Y por un cuerpo de policía corrupto que, durante más de una década, se dedicó a alentar el terrorismo de extrema izquierda para tratar de deslegitimar el comunismo italiano en un juego sucio que sumió a Italia en un baño de sangre sin precedentes.

Mario Calabresi rescata las voces heridas por el terrorismo, las voces de los familiares, de esos otros casi siempre ausentes de los relatos sobre la violencia. La muerte violenta deja en los familiares de las víctimas una sensación de tiempo detenido. Algunas personas sienten que una parte de ellas se quedó congelada en el momento de la noticia y nunca pudo continuar. Es un duelo que no cesa, una herida que nunca termina de cerrarse. Los asesinos les robaron una parte de su vida. Les infligieron un dolor del que nunca podrán recuperarse del todo. Y, por eso, les cuesta entender que algunos, al cumplir sus condenas y salir de la cárcel no se queden en silencio rehaciendo privadamente sus vidas, sino que concedan entrevistas, se vuelvan protagonistas de su historia e incluso aspiren a liderar un relato con cargos públicos y a representar la voz popular como si pudieran recuperar una ejemplaridad nueva y libre de mancha. 

"La disparidad de trato entre quien asesinó y quien fue asesinado es irreparable, se prolonga a lo largo de los años, agravada por el hecho de que quienes asesinaron entonces escriben memorias, son entrevistados en la televisión, participan en algunas películas, ocupan puestos de responsabilidad, mientras que a la viuda de un agente nadie va a preguntarle cómo ha vivido desde entonces sin su marido, si tiene hijos que vivieron una infancia de orfandad, si el tiempo que ha pasado les ha cicatrizado las heridas, el pesar, el dolor. 
¿Asesinados por qué, además? Por el sueño de un grupo de exaltados que jugaban a hacer la revolución, haciéndose ilusiones de que eran espíritus elegidos, almas bellas entregadas a una noble utopía, sin darse cuenta de que los verdaderos "hijos del pueblo", como los llamó Pasolini, eran el blanco de su estúpida locura". 

Esto me ha recordado mucho a la fantástica película Maixabel y cómo estuvimos P. y yo debatiendo después sobre los límites de la reinserción y los dilemas éticos que plantea. Qué es el perdón, a quién beneficia, qué consigue y qué construye. ¿Es lícito que un asesino con la condena cumplida pueda asistir al homenaje público que recibe una de sus víctimas? ¿Es lícito que comparta espacio con los demás asistentes? ¿Cuánto tiene que doler cerrar las heridas? ¿Se cierran las heridas alguna vez?

Siempre me atrae la dimensión humana, profundísima, a la que se asoma uno cuando se atreve a leer sobre el terrorismo. Este libro obliga a mirar más lejos. A los presagios, a la amenaza. A la convivencia con ese peso, esa sombra. A un país acostumbrado a la sangre en el asfalto. Aunque ¿se acostumbra uno a la sangre en el asfalto? Al hablar de terrorismo están siempre presentes los terroristas y sus víctimas, sobre todo cuando estas han muerto asesinadas. A las víctimas heridas se les presta menos atención. A los familiares de las víctimas, víctimas todos ellos también, menos aún. Mario Calabresi pone el foco en esas vidas que tratan de salir adelante contra el peso del trauma. "Recuerdo el cansancio de sentirnos diferentes, de no ser niños normales; no teníamos derecho a tener nombre y apellido, éramos "los hijos de...". Aplastados por aquello incluso en nuestros gestos más simples, en los juegos, en las relaciones con los compañeros de colegio". 

La violencia no empieza en quien empuña el arma o detona el explosivo, y no acaba en quien recibe el impacto. Viene de antes, se hace de palabras y de injusticias, de ideología y de mentiras. Y llega más lejos, impacta en las familias, se nutre del miedo y del duelo, del exilio exterior e interior. Es un viaje que nunca acaba, el de la violencia desplazada. Un terrorista aprieta el gatillo y ve cómo mata a una persona. Pero no es consciente de que detrás del muerto están siendo alcanzados, invisibles, su mujer, su madre, su padre, sus hijos, sus hermanos, sus amigos y toda la red de afectos que conectaban a esa persona con el mundo, y que sangran, cada uno de ellos, heridos por la misma y única bala que acaba con la vida de la persona asesinada. 

"Todo lo que permita recordar es bienvenido". Y cuando se recuerda de la mano de un escritor como Mario Calabresi, la memoria se vuelve un pilar sobre el que observar el mundo con más calma y más sabiduría. 





viernes, 8 de marzo de 2024

TODA LA RABIA

"¿Alguna vez se le pasó por la cabeza a algún hombre que las mujeres también teníamos un derecho inalienable a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad individual?", preguntó en 1855 Elizabeth Cady Stanton a su primo en una carta. 
169 años después, cuando un hombre lleva treinta años de matrimonio sin haber cocinado ni una sola vez nada de lo que come ni haber cosido un bajo de pantalón ni haber limpiado un váter, ¿se le pasa por su cabeza? 
169 años después, cuando un hombre no sabe cuáles son las extraescolares de sus hijos o dónde se compran y cómo se piden los libros de texto o cómo se organiza un cumpleaños, ¿se le pasa por su cabeza? 
169 años después, cuando un hombre se olvida de repasar los deberes con sus hijos o de preparar el baño a su hora sabiendo que no pasa nada porque ya va a venir su mujer detrás a hacerlo, ¿se le pasa por su cabeza? 
Derecho inalienable a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad individual. Tan obvio. Tan natural. Y tan lejano. 

¿Por qué tantas parejas siguen todavía guiones domésticos que ya han caducado en la mayoría de ámbitos de la sociedad? La igualdad de género en la retribución salarial es una victoria del feminismo, hasta tal punto que ya ni siquiera se considera una reivindicación feminista, sino una cuestión natural de justicia. Hasta los más reaccionarios la apoyan. ¿Por qué no la igualdad de género en la familia? ¿Por qué las familias, con su distribución de tareas y cuidados, siguen siendo el mayor reducto de desigualdad entre hombres y mujeres?

Este ensayo de Darcy Lockman responde a estas preguntas con multitud de ejemplos de la vida cotidiana, sacados de su propia experiencia y de cientos de estudios que analizan la desigualdad de género en el hogar, y en especial, la bomba de relojería para cualquier intento de igualdad que supone la crianza. Es una historia que a nadie que conviva con su pareja le sonará ajena: la de las que pequeñas desigualdades cotidianas, ese "zumbido constante" que, si no se le pone coto, puede dinamitar la armonía conyugal de cualquier pareja que aspire a tener una relación igualitaria. Pero, ¿cómo se le pone coto? Ah, jugosa cuestión.  

Me ha gustado muchísimo cómo describe la asombrosa capacidad de los hombres, no ya para escaquearse de las tareas domésticas, sino para simplemente vivir sin ser conscientes de su existencia. Y es que lo tienen muy fácil. Han aprendido desde pequeños, de múltiples maneras, que su responsabilidad en la tareas domésticas y de crianza siempre será secundaria, y que si no hacen todo lo que deberían o se olvidan de algo importante, no pasará nada porque ya vendrá su madre o su mujer a solucionar el problema. Pueden ser participativos pero sin estresarse, porque siempre tendrán alguien que arregle sus despistes. Pero ¿se pueden permitir lo mismo las mujeres? 

Reconozcámoslo, casi todo lo que ocurre en una casa se organiza en torno a ellas: las tareas domésticas, la crianza, el cuidado de los mayores, de los vínculos familiares, la planificación del ocio, la socialización familiar. Ellas cargan con la responsabilidad de mantener unidas a las familias. Por eso, cuando faltan o se ausentan, las familias se desmoronan. Los hombres solo se dan cuenta de esta desigualdad cuando ellas desaparecen. Y, con toda la razón, se sienten desorientados. Como niños pequeños sin el ojo vigilante e hiperactivo de su mamá. Perdidos en un mundo cuyas coordenadas más básicas nunca se molestaron en aprender. 

Esta es la historia de un reducto de servidumbre femenina en pleno siglo XXI. Una servidumbre tan cotidiana que apenas la vemos. Una servidumbre que no se acaba con la incorporación de los hombres a las ideas feministas: Darcy Lockman demuestra que la ideología compartida no se suele traducir en una experiencia vivida, especialmente a partir del primer hijo. Es decir, que los hombres tienen tal capacidad de disociación que pueden soltar un discurso feminista en la cena de navidad que deje a todas las mujeres de la familia llorando de la emoción, pero luego no ser capaces de recordar las extraescolares de sus hijos, coser un dobladillo o estar pendientes de cuándo hay que poner la lavadora. 

Este libro trata sobre la rabia. La rabia de cargar a solas con una responsabilidad que debería ser compartida. Pero ¿quién puede sentir una rabia diaria hacia la persona que ama? Porque exigir la igualdad, como ya contaba Hochschild en La doble jornada, a menudo es estrellarse contra un muro hecho de estereotipos tan arraigados en la educación y el comportamiento que están entrelazados con nuestra propia identidad. Por risible que parezca, para muchos hombres ponerse a limpiar un váter de forma cotidiana puede significar dejar de saber quiénes son dentro de su comunidad. 

Lo más inquietante, para mí, es cuando no hay rabia. Cuando el desequilibrio de reparto de tareas es tal que se convierte en esclavitud y sin embargo a ninguna de las dos partes se le ocurre quejarse. O, peor todavía, cuando ambas partes, con tranquilidad imperturbable, defienden que ese desequilibrio es la mejor forma de actuar: de hecho, la única forma correcta o moralmente aceptable. 

"Vimos a nuestras madres llevando las riendas y el control absoluto de nuestros hogares y a nuestros padres dejando pasivamente que eso ocurriera. Esos son los estereotipos de género que hemos aprendido". Compartir de forma igualitaria las tareas cotidianas supone un doble reto. El reto para los hombres es aceptar más tareas domésticas y carga mental y el reto para las mujeres es ceder el control de todo lo que ocurre en casa. Y solo se logra con comunicación emocional sincera, compartiendo abiertamente las expectativas, poniendo los cinco sentidos en las necesidades del otro, siendo cuidadosos con las palabras y teniendo siempre presente que por defecto lo más fácil es caer en estereotipos de género que generan conflictos e infelicidad. 

Los matrimonios no igualitarios forman parte de un sistema de desigualdad de género que nos atraviesa desde todos lados en infinitas conductas. Es un sistema férreo, antiguo y poderoso. Es un sistema cruel, rancio y perverso. Es un sistema que solo se puede mandar al pasado reaccionario al que merece pertenecer con desafíos cotidianos, constantes y masivos. Así hemos ido tumbando durante los últimos cincuenta años la desigualdad de género en las leyes y en los discursos públicos. Así la tumbaremos también en el corazón amurallado de las familias. 






lunes, 4 de marzo de 2024

VERA

El 14 de febrero, un escritor compartió en redes sociales este extracto de un poema de Luis Cernuda: 

"Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien
cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío;
[...]
Tú justificas mi existencia:
si no te conozco, no he vivido;
si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido."

Y seguidamente comentaba: "Luis Cernuda escribió esto sobre el amor y desde entonces no hay nada más que decir sobre el amor."

Este poema de Cernuda es de 1931. Y Vera, la novela de Elizabeth von Arnim que acabo de leer, de 1921. Ambos muy próximos en el tiempo. Ambos retratan una forma de amar que tiene que ver con estar preso, con sentir escalofríos, con la posesión, con el amor como experiencia totalizadora que eclipsa cualquier otra experiencia de vida e incluso la niega. Una forma de amar que alude a la muerte. ¿La diferencia? Cernuda la exalta y Elizabeth von Arnim la denuncia. Cernuda le canta a los barrotes de su cárcel. Von Arnim te fabrica una llave para que abras la jaula. 

Esta es una novela deslumbrante y modernísima sobre el amor romántico y su toxicidad, y su capacidad de devastación. Ese tipo de amor sobre el que se asientan la mayoría de relaciones conyugales hasta la actualidad. Un amor que se basa en la desigualdad, la dependencia y la falta de libertad y autonomía personal. Un amor que infantiliza, que constriñe, asfixia, anula la voluntad y que, finalmente, puede llevar a la muerte. Un amor que se basa en la obediencia y un constante y leve temor, como el color de fondo de cada conversación, de cada escena. Decir algo, o coger otro cruasán, o proponer una actividad, e inmediatamente girar la mirada hacia el otro para asegurarse de que no va a haber represalias, de que se le ha concedido permiso. De que no se ha desviado del estrecho, cada vez más estrecho camino que ese amor le ha dejado para vivir. 

La mayoría de situaciones y emociones que describe Elizabeth von Arnim en Vera o bien las he vivido y sufrido en primera persona en el pasado, o bien he sido testigo (y sigo siéndolo) de ellas hoy en día en gente que me rodea. Quizá por eso he leído esta novela entre aterrado y asombrado por que una mujer hace más de un siglo viera a través de la impostura de este tipo de amor y supiera analizarlo en una obra de ficción con tanta perspicacia. Y furioso, furioso también por todo el daño al que nos sometemos por pecar de confiados, de pacíficos, por ese deseo de complacer que nos parece la base de la buena educación y que, sin que nos demos cuenta, se vuelve ansioso e hipervigilante para evitar cualquier ofensa, cualquier gesto o palabra que puedan provocar un conflicto. Y el esfuerzo ímprobo que supone atreverse a contraponer por una vez tus deseos a los del otro y la lucha agotadora que se desata después, por medios a menudo imperceptibles, hacen que pronto aprendamos que lo más fácil sea siempre plegarse y ni siquiera imaginar sostener un pensamiento propio distinto a un intento de copia del pensamiento del otro. 

Muchas novelas de amor anteriores a 1921 centraban su conflicto en vencer las convenciones sociales que ponían trabas a las parejas. El amor era una lucha social, una lucha hacia afuera. Una vez vencido ese conflicto, la felicidad se presuponía de tal manera que ni siquiera se mencionaba. Lo que pasaba  dentro del matrimonio solo podía ser la celebración de la victoria. Elizabeth von Arnim centra su historia en lo que pasa dentro de un matrimonio. En esos trapos sucios que una generación tras otra ha aprendido a lavar en casa y que, a fuerza de no airearlos nunca, carecen hasta de palabras para nombrarlos. Qué impactante es que esos trapos sucios hayan evolucionado tan poco en un siglo entero y que tantas parejas se sigan tratando con el látigo del amor romántico como si fuera lo normal, lo adecuado, lo que dicta la costumbre. 

Lucy, la protagonista de esta historia, es una joven "de un color delicado, de una redondez suave y lista para iluminarse con solo una palabra o una mirada". Su principal ocupación cada día consiste en no decir nada que pueda contrariar a su marido o herir sus sentimientos. Vive para complacerlo. O, mejor dicho, para evitar contrariarlo, que muy pronto acaba siendo lo mismo. Su forma de amarlo consiste en la voluntad de hacerlo feliz. Si él es feliz, ella también. No hay felicidad lejos del placer de él. Como decía Cernuda: él justifica su existencia. Hasta el punto de tener que medir cada palabra, estar siempre atenta a las expresiones de él, a sus gestos, sus miradas. Hasta el punto de reducir todas las expresiones del amor a una sola: la voluntad de complacer, para no herir, para evitar el conflicto interminable, el reproche mudo o explícito, para recibir el amor que al principio llegó sin interferencias, o simplemente para estar en paz. Y bajo la voluntad de complacer, empieza a brotar la culpa por no hacerlo bien todas las veces, por no saber leer sus gustos, sus necesidades, por herirlo con tanta frecuencia, por no estar a la altura. "Sin duda, soy una miserable", se repite Lucy cada vez que tiene que aplacar a su marido.

Vera, con la ironía y la inteligencia psicológica de Rebecca West y de Edith Wharton, consigue una de las mejores descripciones de una relación de amor tóxico que he leído en una novela. Narcisismo, infantilización, manipulación, victimismo, manía, obsesión, irascibilidad, insatisfacción, autoritarismo, necesidad constante de atención, rencor, obcecación, intransigencia. Todo está ahí. El matrimonio como posesión y amenaza. Como jaula y sometimiento. Qué ganas de hacer saltar por los aires esta institución desalmada que, con la complicidad criminal de los poetas, sigue siendo una fábrica de traumas psicológicos e infelicidad. Qué ganas de más Elizabeth von Arnims y menos Cernudas, de más llaves que liberen y menos elogios a las celdas cerradas, para que el amor sea una luz que ensancha nuestros caminos y no una imposición que nos amordaza.