lunes, 22 de abril de 2024

BAUMGARTNER

La última novela de Paul Auster me ha hecho pensar en cómo recordamos el pasado y qué importancia le damos. Según el momento vital y el carácter de cada uno, podemos pensar en nuestro pasado como una cadena de detalles más o menos jugosos pero sin trascendencia, o con la devoción de quien no se puede entender a sí mismo sin cada paso dado, cada persona conocida y cada éxito o fracaso saboreado. Baumgartner, el protagonista de esta novela, reflexiona sobre la importancia de valorar las vivencias para dar sentido al legado que dejan, para llenar las cosas de significado. La importancia de atesorar momentos, percepciones, ser feliz con pequeños instantes de belleza o complicidad. Sentir conexión con una puesta de sol, una nube con una forma divertida, unas niñas chapoteando en un charco y riéndose como salvajes ante las pegas de su madre. A menudo he admirado en otras personas esa capacidad de vivir sin prevención, con las puertas y las ventanas abiertas de par en par, sin miedo de que la vida irrumpa y empape. Y he probado que se puede vivir así, a corazón abierto, dejando a nuestro paso un rastro de vida brillante: abrir un piano, improvisar una melodía y aceptar que en los dos minutos que dura puede encerrarse la razón para vivir que nos salve de la locura. O de la jaula de resignación y apatía emocional en la que vive tantísima gente. 

Baumgartner, como la mayoría de los personajes de Paul Auster que recuerdo, suele estar atento a los caprichos del azar, abraza todas las posibilidades que se abren cuando irrumpe lo insólito y confia. Cierro los ojos tras terminar un capítulo y pienso en eso de confiar. Confiar siempre en la bondad de los demás, darle la vuelta al funesto y grosero refrán y procurar pensar bien todo lo posible como única forma de acertar. 

Paul Auster hace una hermosa descripción de la desorientación de Baumgartner durante los meses posteriores a la muerte de Anna, su mujer. Es un tiempo de duelo, un "tiempo malogrado". "Un precario espacio interior que lo había dejado con demasiado espacio en las manos". Pasa las horas doblando y volviendo a doblar su ropa interior, escribiéndole cartas, aporreando sin ton ni son la vieja máquina de escribir con la que Anna, madrugadora, a menudo le despertaba por las mañanas. Y la describe así: "Su capacidad de transformar los movimientos más corrientes en actos de sublime expresión y gracia corporal, la elocuencia de sus dedos al pasar las páginas de un libro, por ejemplo, o la señorial rotación de su muñeca al plegar una servilleta o una toalla: los gestos humanos más simples y comunes destellando como milagros en la fragua de una personalidad chispeante". 

Me ha gustado la curiosa delicadeza de la novela. A ratos jocosa. A ratos introspectiva, cándida, incluso. Conmueve pensar en ese Baumgartner, un señor mayor rodeado de libros, dedicado a la literatura, repasando con dedos temblorosos los objetos dejados por su mujer: su ropa, sus libros, los manuscritos de sus poemas. Acariciando todos esos objetos que de repente se han convertido en tesoros de valor incalculable, surtidores de recuerdos imprescindibles. 




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