Ucrania, años ochenta. Un director de escuela recién separado. Una adolescente que huye de un maltrato. Una decisión imposible que, sin embargo, se toma como si fuera la única posible. Y un accidente nuclear que precipita un mundo hacia el infierno.
La prosa de Íñigo Redondo sacude e hipnotiza. Se detiene en las formas cambiantes del vaho exhalado en la gelidez de una mañana de invierno; en cómo un hombre y una mujer se alejan de la escuela, él gesticulando con violencia, ella bajando la cabeza; en la mirada del hombre que los observa desde la calidez del aula, bebe un sorbo de café frío y empieza a atar cabos.
Hay una poesía íntima y cincelada en cada página. Una fuerza profunda y dolorosa que se convierte en un torrente descontrolado que arrolla la historia y al lector. Hay silencios tensos como finas capas de hielo que cubrieran un dolor abismal e indecible. Hay frío, mucho frío, y una delicadeza prudente, y palabras como hogares llameando en la oscuridad: fuera de ellos sólo habita lo desconocido, lo que no tiene forma ni se puede ver, el aliento de una sombra que asusta y amenaza.
¿Cómo de inabarcable puede llegar a ser la culpa que el mero hecho de seguir viviendo se convierta en una afrenta inadmisible, en una desfachatez?
El primer capítulo de esta novela noquea, y a partir de ahí es una cuesta abajo sin frenos portentosa y escalofriante. Aunque el argumento es diáfano, es imposible contar de qué va. Y no tendría ningún sentido, pues la prosa de Íñigo Redondo trasciende la acción para detenerse en lo que queda más allá de lo visible, fuera del alcance de la luz y de la inteligencia y de la imaginación. Y que sin embargo es tan real como la realidad iluminada.
Aunque esté más allá del punto de fuga, más allá de la luz y del dolor, lo que habita en esta historia existe. Y se queda temblando en la memoria, como los traumas que enseñan a vivir y que guardamos siempre a una distancia prudencial. Gracias a Íñigo Redondo, todo esto existe. Aunque quizá uno desearía que no existiera.
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