
Shakespeare y Cervantes. William y Miguel. ¿Os lo imagináis? ¿De qué hablarían?
Pues de teatro, por supuesto. De la gloria del inglés y de la pasión frustrada del español. De sus eternos rivales, de Marlowe y Lope, de cómo la admiración se nutre de la envidia y de cómo uno debe aprender también de los que siempre le harán sombra. De los comediantes y su público, también, de atreverse a romper la simpleza del vulgo y confiar en que este sepa acompañarles en los vuelos de sus plumas. De qué y para qué escribir, de la Iglesia y su hipocresía, de Erasmo y Montaigne, Aristóteles y Ovidio.
También de Juan de Austria como inspiración de héroe shakespeariano, de las pacientes mujeres que esperan a los dos escritores en sus casas lejanas, de la crudeza necesaria para captar al público y del conocimiento que es preciso saber meter en su dura mollera. De qué es mejor, si la novela o el teatro, para expresar las más hondas emociones del ser humano. ¿Qué es juicio y qué es delirio? ¿Acaso no estamos todos locos aparentando cordura para vivir en sociedad? ¿Acaso el teatro -y la novela- no sirven para desatarnos los nudos de esa cordura y mirarnos en un espejo más honesto?
Quizá no estuvieran de acuerdo en muchas cosas. Pero no cuesta encontrar muchas otras en las que es probable que coincidieran. En la importancia del humor y de las paradojas de las que estamos hechos. Y lo fundamental que resulta resaltar las dudas (sí, que tanto en Inglaterra como en España, para certezas ya van los dos servidos de cadalsos e inquisidores). En que la literatura viaja igual de bien en verso que en prosa y puede alcanzar las mismas alturas ya sea en un escenario o en la tinta imperecedera de los libros.
La serie El Ministerio del Tiempo ya prendió hace tres años, en uno de sus mejores capítulos, la mecha de la posibilidad de este encuentro. Y es que tan sólo de imaginarlo se me alborota el entusiasmo. Shakespeare y Cervantes bajo el mismo techo, compartiendo cordero y vino tinto y hablando de lo divino y de lo humano, de Hamlet y de Quijote, de pérdidas y logros, en idiomas distintos y con sensibilidades dispares, pero quizá sin darse cuenta dándole vueltas al mismo molino, amando a dos musas que comparten el mismo nombre.
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