lunes, 6 de julio de 2020

EN EL PAÍS DE BIDASOA

Qué gustito debe de darle a los escritores que leamos sus libros varios años después de su publicación, cuando ya empiezan a desaparecer de las librerías y las editoriales asumen su olvido publicitario. Y que escribamos reseñas elogiosas cuando ya nadie las escribe, y los recomendemos y vivan de nuevo nuevas vidas subidos en nuestro entusiasmo cuando ya ni ellos esperaban nada más que una lenta agonía en bibliotecas.
Sólo por provocar ese gustito (y también para rebelarme contra el ritmo enloquecedor de producción literaria), a veces me espero meses para leer los libros que más me apetecen. Libros como este de Sergio del Molino sobre Baroja. 

"Mi idea de lo civilizado lleva chaqueta y paraguas, una dignidad como de lector de periódicos, algo pasado de moda y un poco inglés". 
Y ya está. Una frase. Una frase le basta a Sergio del Molino para meterme bajo su paraguas civilizado y tenerme todo oídos (todo ojos) ante su historia. Su prosa es un espejo en el que me reconozco siempre y del que nunca dejo de aprender. Y da igual de lo que trate. Este libro, por ejemplo, es sobre Baroja. Ya en el prólogo Sergio nos advierte que presupone cierto interés del lector por el mundo barojiano y que por ello no se va a poner a explicar ese mundo, sino su relación personal e íntima con él. Y yo, que lo único que me une a Baroja es una lectura despistada y obligada de La busca de hace más de veinte años, he devorado estas setenta páginas con pasión de incondicional. Y confieso: si el libro hubiera estado dedicado a, qué sé yo, la tortilla de Betanzos en vez de al bueno de Don Pío, creo que me habría gustado igual. 

El país de Bidasoa, esa zona situada entre Navarra, Euskadi y el País Vasco Francés, es un refugio al que P. y yo acudimos casi todos los años. Y lo mejor es que lo hacemos casi sin proponérnoslo. De una o de otra forma, siempre acabamos internándonos en los bosques navarros, cruzando esa frontera difusa que nunca ha separado del todo una misma forma de construir casas, de madurar quesos y de recibir a los forasteros con una alegría ligeramente desconfiada. Y me ha encantado descubrir ese refugio personal nuestro en este libro sobre Baroja, igual que ya lo hice en las fantásticas crónicas ciclistas pirenaicas del gran Ander Izagirre. 

En las páginas de este libro he cruzado a Francia por el paso de Ibardin, junto a tantos personajes de Baroja, y he descubierto esa frontera invisible que la primera guerra mundial definió: al norte quedaban los chapelaundis "que se hicieron franceses entregando a sus hijos en el barro de las Ardenas"; al sur, los chapelaundis primos de aquellos, que de pronto suspiraron de alivio y de extrañeza, al notar cómo la paz española les salvaba la vida a la vez que los alejaba de su comunidad natural. 

Baroja percibió una pureza en ese país de Bidasoa y la trasladó al papel con inocencia y encanto. Ese paisaje, filtrado por la mirada de Baroja, llega a Sergio, que a su vez lo filtra con sus recuerdos de adolescencia vasco-francesa y me llega a mí, enriquecido por todos esos filtros y los míos propios, hechos de viajes repetidos y de una fascinación que se renueva constantemente. Fascinación por unos paisajes, unos sabores y unas costumbres que ya forman parte no sólo de aquello en lo que me he convertido, sino de aquello que quiero llegar a ser. Algo que no sé si tiene un aire inglés, pero que sin duda se viste con chaqueta y siempre tiene un paraguas cerca, y que disfruta siempre del placer de interponer entre la piel desnuda y el mundo una tela que abrigue y proteja de su aspereza.





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