«No podemos pensar que los hijos pertenecen a los padres, hay derechos fundamentales del menor». Recuerdo la que se montó hace unos años con este comentario de la entonces ministra de educación, Isabel Celáa. El comentario iba al hilo del pin parental, pero alude a un tipo de relación paternofilial muy común que consiste en considerar a los hijos extensiones de los padres y que es extrapolable a cualquier situación, e incluso a cualquier edad. Cuántas madres y padres consideran que sus hijos, aunque ya sean adultos, les siguen perteneciendo, y se sienten en el deber de dirigir sus conductas, elecciones de vida y aspiraciones como si necesitaran tutela de por vida. Como si lo que estos hicieran fuera a repercutir siempre y para siempre en ellos, últimos responsables de sus vidas.
De esto va este magnífico ensayo de Blanca Lacasa. De las relaciones entre padres e hijos, y más concretamente entre madres e hijas, que siempre están atravesadas de más dificultad, desigualdad y presión por el caldo de cultivo patriarcal que nos sustenta.
Nos pasamos la vida ensalzando a las madres. Es verdad. Nos educamos con eslóganes del tipo mi madre es mi orgullo, mi madre es la mujer de mi vida, mi madre es mi referente. El día de la madre es un acontecimiento en cualquier escuela primaria, también para los niños y niñas que no tienen madre a quien felicitar. Y bajo toda esa parafernalia festiva se esconde, como dice Blanca Lacasa, «todo un sistema extremadamente conservador: ese que dictamina que una madre siempre lo hará bien, siempre sabrá y siempre constituirá un modelo a futuro». Lo cierto es que elevar a las madres al altar de la perfección no le hace bien a nadie. A ellas, porque les obliga a una autoexigencia imposible de cumplir, y a sus hijos, porque les genera unas expectativas que están fuera de la realidad, y a la vez una deuda imposible de saldar. Bajar a las madres de ese altar celebratorio debería ser, pues, un deber imprescindible de cualquiera que aspira a una relación con su familia, pues sería «liberarlas de una mirada inhumana y bien poco feminista: aquella que las despoja de su humana imperfección para convertirlas en un impecable imposible».
El amor maternal es, en la mayoría de los casos, el primer amor que recibimos. Y, a menudo, tiene muchos de los mecanismos del amor romántico. Reconozco que no había pensado nunca en esta comparación y, directamente, me ha abierto un montón de ventanas mentales que ni sabía que estaban cerradas. «En ambos casos, las dosis de expectativas son altísimas; el nivel de frustración, elevadísimo, y la obligatoriedad de desempeñarse y desarrollarse en ese papel, total. Para ellas y para nosotras. No deja de resultar curioso que las dos relaciones que probablemente más dolores y traumas provoquen sean las dos más regladas, estandarizadas, pensadas, manoseadas, estipuladas y sobre las que más se ha escrito. Unos vínculos que se abordan con un batallón de prejuicios, quimeras, obligatoriedades y exigencias que dificultan ya de partida cualquier mínima posibilidad de éxito».
El amor maternal y el amor romántico son los dos pilares en los que se sustenta la institución más importante en la vida de la mayoría de las personas: la familia. Una institución que se basa en el tejido de unos vínculos que nos sostienen, creados casi siempre con patrones rígidos y obligatorios que es tabú no ya romper, sino simplemente pretender flexibilizar. Una institución jerárquica y vertical basada en la dependencia (otra similitud con el amor romántico). ¿Cuántas madres e hijas adultas se relacionan en un plano de igualdad? ¿Cuántas madres consiguen tratar a sus hijas e hijos como personas adultas en lugar de como vástagos inexpertos necesitados de guía, consejo y protección? Esa subordinación emocional, casi siempre velada e implícita, es una fuente inagotable de fricciones y violencia de la que es muy difícil desprenderse sin romper vínculos valiosos. Porque uno de los anhelos más profundos al entrar en la vida adulta consiste precisamente en la libertad que dan la autonomía y la independencia, en elegir un camino propio fuera de la sombra de la madre. Y, a menudo, la única forma de emprender ese camino es romper la necesidad constante de reafirmación y aprobación, dejar de asumir la responsabilidad por la preocupación constante que muchas madres proyectan en sus hijas, y que las infantilizan y les impiden ser mujeres libres y dueñas de su propia adultez.
Sobre la tensión entre la aspiración a una relación igualitaria y la sensación de posesión y pertenencia, recuerdo haber leído varios libros. Y me ha encantado que muchos de ellos aparezcan en forma de citas por las páginas de este ensayo, cuyo tema conecta directamente con
El acoso moral,
de Marie-France Hirigoyen,
por el maltrato psicológico en la familia; con
Toda la rabia, de Darcy Lockman, por los roles de género y el patriarcado como veneno que mamamos desde la cuna; con
Matar al ángel del hogar, de Virginia Woolf, por el rol asignado a las mujeres que las convierte en arquetipos imposibles de emular; con
Por qué ser feliz cuando puedes ser normal, de Jeanette Winterson, maravillosa novela espejo de tantas infancias tiranizadas por madres-jaula; o con
La doble jornada, de Arlie R. Hochschild, por esa "revolución estancada" en la que las mujeres entraron por fin en el mercado laboral pero los hombres no acompañaron en un reparto igualitario de las tareas domésticas y de cuidados, por poner algunos ejemplos de libros que he leído recientemente. Pero forma parte, en realidad, y esto es lo bonito y lo triste al mismo tiempo, de toda una genealogía literaria de libros que iluminan desde muchos puntos de vista la influencia del contexto socio-cultural en los patrones tóxicos que conforman las relaciones humanas.
Cuando las madres asumen las angustias de sus hijas adultas como propias, cuando les duelen en la carne como si fueran suyas, proyectan en sus hijas una responsabilidad que no les corresponde. A su propia angustia, ahora tienen que añadir la culpa por angustiar del mismo modo a sus madres. Como si todo lo malo que a una le pasara, le tuviera que pasar a la otra también. De ahí que cuando una hija le confiesa un dolor a su madre, a menudo esta última reaccione de forma negativa, porque siente que ese dolor se lo están infligiendo a ella también y no ha tenido oportunidad de evitarlo. La salida a este laberinto emocional no es, desde luego, el desapego y la falta de empatía. Al contrario, es conseguir que las madres vean a sus hijas como personas independientes, libres de equivocarse y de sufrir sus propias angustias, personas iguales a ellas en la capacidad para sobreponerse a su dolor que cuando buscan comprensión tras un tropiezo lo que necesitan es ante todo consuelo y no una bronca.
Este ensayo trata sobre cómo el rol de madre abnegada se convierte en esclavitud y destruye la identidad de la mujer que lo soporta. Y cómo esas madres alienadas por el imperativo de un tipo concreto de maternidad educan a sus hijas en los mismos moldes rígidos y alienados en los que tienen que caber sus aspiraciones y su identidad. Sobre cómo evitar a toda costa juzgar desde nuestro presente las conductas de las generaciones pasadas sin tener en cuenta sus condicionantes sociales. Y sobre la importancia de adoptar relaciones de igualdad entre madres e hijas adultas que no pasen por la culpa, la deuda y la decepción constantes.
Es impresionante la cantidad de literatura que hay sobre cómo cuidar y educar a los hijos pequeños, y la poquísima sobre la etapa adulta de las relaciones maternofiliales, que suele ser la más larga y la más complicada. Para empezar a llenar ese silencio, este libro es la mejor elección que conozco.