jueves, 27 de marzo de 2025

NIELS LYHNE

Basta con salir de casa de tus padres una temporada durante la juventud, no hace falta que sean muchos años, a veces bastan unos pocos meses, para volver hablando un idioma que no entienden. Son las mismas palabras de siempre, son casi los mismos gestos, pero la inflexión ha cambiado ligeramente de tonalidad y ya no encuentran eco. Son recibidas con un silencio incómodo. Pero incómodo solo para ti. Para ellos es como si no hubieras dicho nada, como si no hubieras hablado. Tu idioma, el idioma que siempre has hablado con tus padres, y que has enriquecido con las nuevas experiencias, ya no sirve. Tienes que purgarlo para que te entiendan. Podarlo. Y te das cuenta de que la persona que ha vuelto a casa ya no es la misma. Pero tiene que ser la misma para que te acepten y te entiendan, así que dejas en la puerta todo lo aprendido, el asombro y el entusiasmo, la complejidad y la belleza, hasta la ambición y el aplomo, para que te vuelvan a aceptar en el rebaño uniforme de la familia. El mundo de afuera queda relegado a los cuentos, a las fábulas, a una primavera del espíritu que no tiene cabida en el invierno petrificado hacia dentro de la casa familiar. Querer meter dentro de casa esos cuentos y esas fábulas se vuelve una forma de invasión, de traición a la esencia familiar regida por la repetición letárgica de los mismos patrones día tras día, año tras año, generación tras generación. 

Esta novela terrible y maravillosa no trata sobre esto. Apenas dos párrafos sobre un personaje secundario esbozan esta idea, pero a mí me han dejado reflexionando un rato y me han llenado de palabras para escribir lo anterior. Es una de las infinitas virtudes de este libro: prender la llamarada de la conexión con lectores de todo tipo para que un capítulo, un simple párrafo, a veces una sola frase hagan perfilarse claramente en nuestra sensibilidad lo que antes estaba empañado por una intuición indefinida. 

Llegué a esta novela porque Stefan Zweig la admiraba. Era el Werther de su generación, decía. Y yo me imaginé inmediatamente un libro capaz de hacer temblar los cimientos sentimentales de millones de jóvenes que se lanzaban a vivir y a enamorarse en aquella Belle époque que quizá no era tan bella. Jens Peter Jacobsen, naturalista y botánico además de poeta y novelista, supo retratar como pocos la angustia y la desesperación latentes tras el maquillaje festivo y exquisito de una generación que parecía aspirar a tenerlo todo. Escribió sobre los anhelos y los sueños, sobre las ilusiones feroces que no encuentran lugar en la sociedad y son sofocadas con tristes resultados, o bien usadas para terribles y violentos fines. 

Esta novela me ha resonado por muchos motivos. Da vueltas en torno a eso que hoy llamamos amor romántico y que ya entonces era la religión que regía no solo las relaciones amorosas sino el desarrollo de la personalidad y la autoestima. «Nunca es prudente crearse dioses y entregar el alma al otro, pues hay dioses que no quieren bajar de su pedestal». El amor romántico como una rueda de servidumbre, una máquina de entregar la voluntad al otro para que se convierta en tu amo.

Niels Lyhne es un joven aspirante a poeta. La muerte de su tía Edele, de quien está enamorado platónicamente, le lleva a dar la espalda a la religión y abrazar el ateísmo. Busca desesperadamente dar un sentido a su vida a través del arte y del amor. Sin embargo, durante unas vacaciones a Fjordby, en la costa danesa, Niels y su amigo Erik se enamoran de Fennimore. Ese triángulo amoroso desembocará en una tragedia que determinará el destino de los tres.

Ha sido todo un descubrimiento. ¡Gracias de nuevo, mi querido Zweig! Niels Lyhne es un joven aspirante a poeta descrito con una prosa lírica y esplendorosa, preciosista como las pinturas de Klimt y la música de Mahler. Un joven que no sabe qué hacer con su talento y sus aptitudes, incapaz de adaptarse a la vida que le rodea, de encontrar un asidero para sus anhelos. «¡Ningún hogar en la tierra, ningún dios en el cielo, ninguna meta en el futuro!». Vive preso en la obsesión por buscar el florecimiento de su identidad a través de los sueños y anhelos y de inventar constantemente la vida en lugar de vivirla como viene. «Este eterno ir y venir a la caza de uno mismo, observando astutamente las huellas dejadas, en círculo, naturalmente; ¡aquel disimulado lanzarse al río de la vida y a la vez sentarse a pescar, a pescar la propia identidad con caña para luego izarse a uno mismo vestido con algún curioso disfraz! Ojalá le sobreviniera la vida, el amor, la pasión, para que no tuviera que inventársela, no pudiera componerla en verso, y ella lo inventara a él». Pero ¿qué vida real puede estar a la altura de la vida así imaginada? 

Y me ha maravillado la modernidad de ciertas ideas. No solo las que giran en torno al ateísmo, un tema recurrente en la novela, sino párrafos como este que demuestran una conciencia feminista (denunciando de paso el amor romántico) sin duda muy avanzadas para 1880, la fecha en que se publicó la novela: «¡Cuántas veces nos vemos obligadas a soportar que aquel al que amamos nos disfrace con su fantasía, nos corone con una aureola, nos ligue unas alas a la espalda y nos envuelva en un manto estrellado! Y entonces es cuando, por fin, nos encuentra dignas de ser amadas, cuando nos paseamos con toda esa parafernalia carnavalesca con la que ninguna de nosotras se encuentra a gusto ni puede ser ella misma, porque estamos demasiado emperifolladas y porque nos confunde a postrarse a nuestros pies y adorarnos, en lugar de tomarnos tal como somos y simplemente amarnos». «Así se construye el amor del hombre. Yo lo llamo violación de nuestra naturaleza. Lo llamo adiestramiento. El amor del hombre es domesticación». 

Pensé que no conocía de nada a Jens Peter Jacobsen, pero al leer la nota biográfica de la solapa descubrí que es el autor de los Gurresange, unos poemas musicados en 1911 bajo el título de Gurrelieder por Arnold Schönberg, y que durante la carrera me parecían el romanticismo llevado a su extremo. Una belleza que duele. Algo así es Niels Lyhne. Una historia que nos enseña que bajo las luces y la risa de aquella época dorada se agitaba un fantasma que no tardaría en despertarse con violencia. 




lunes, 24 de marzo de 2025

NOSOTROS, REFUGIADOS

Hannah Arendt escribió este breve ensayo en 1943. Llevaba dos años en Estados Unidos y la segunda guerra mundial aún era una incógnita, al igual que su situación legal en su país de acogida. ¿Le pasaría como en Francia, que la acogió desde su huida de Alemania en 1933, pero acabó internándola en 1940 en el campo de Gurs, en los Pirineos, como parte de la «escoria de la tierra»? ¿Tendría que volver a escapar y a huir como una criminal para salvar la vida? ¿Adónde huiría esta vez? ¿Su condición de refugiada la protegería o la señalaría? 

Arendt escribe sobre un problema existencial que afectaba a millones de personas en 1943. Un problema que no ha dejado de crecer y que, ochenta años después, sigue estando en el corazón de la mayoría de conflictos que envenenan nuestra convivencia, y que la extrema derecha, desde Israel hasta Estados Unidos pasando por Rusia y buena parte de Europa, está llevando a su paroxismo. ¿Puede una persona ser ilegal? ¿Tiene una persona derecho al asilo cuando su vida peligra? ¿En qué nos convierte negarle la hospitalidad a alguien sabiendo que fuera le espera la muerte segura? ¿La tierra es algo que se puede poseer y de lo que se puede excluir a los demás? 

«Vivimos en un mundo en el que los desnudos seres humanos como tales han dejado de existir hace tiempo. La sociedad ha encontrado en la discriminación el gran instrumento social de muerte que permite matar a las personas sin derramamiento de sangre: los pasaportes y las partidas de nacimiento». Ochenta años después, este gran instrumento social de muerte gana elecciones. 

Hannah Arendt escribe sobre la presión social que existe para que los refugiados se adapten lo más rápidamente posible a su nueva situación en su país de acogida y olviden cuanto antes los recuerdos de su lugar de origen. Y con qué avidez muchos lo hacen, cediendo a la presión o simplemente por mera cordura e instinto de supervivencia. Y a las pocas semanas hablan casi perfecto el nuevo idioma, y a los pocos meses su memoria destruye recuerdos sin piedad, como una excavadora aplanando los escombros de una ciudad bombardeada para construir sobre ella a toda prisa una nueva ciudad floreciente que en nada se parezca a la anterior. 

La voluntad de no significarse, por encima de todo. De pasar desapercibidos, de encajar en el nuevo molde de su vida. Qué reconocible ese empeño, casi esa desesperación instintiva por convertirse en uno más, en alguien de quien nadie recele, que no suscite miradas ni comentarios: alguien aceptable y aceptado. Para quien viene de lo triste y lo terrible, de un origen en llamas que se percibe como lo inaceptable, ser aceptado es el objetivo más urgente. Como cualquier niño que llega a un cole nuevo a mitad de curso y lo único que desea es pasar desapercibido e integrarse a toda costa para poder construir su identidad libremente y que su origen no quede pegado a su espalda como un estigma. Qué reconocible y qué triste que la presión social obligue a escoger a los refugiados entre la asimilación inmediata o el señalamiento, entre renunciar a su identidad o convertirse en un paria.  

«Perdimos la casa, es decir, la intimidad de la vida cotidiana. Perdimos el trabajo, es decir, la confianza de que somos de alguna utilidad en este mundo. Perdimos el idioma, es decir, la naturalidad de las reacciones, la sencillez de los gestos, la expresión espontánea de los sentimientos». Y, aun así, la mayoría de judíos alemanes que llegaban a Estados Unidos en esos años no querían que les llamaran refugiados. Eran emigrantes, y solo por poco tiempo. Pronto serían americanos. Estaban convencidos. O querían convencerse. Hannah Arendt escribe sobre el optimismo roto de los refugiados. Sobre su desesperada necesidad de seguir adelante y los sueños poblados de fantasmas que han dejado atrás. Han sido «testigos y víctimas de atrocidades que son peores que la muerte». En qué optimismo caben sus sonrisas, su voluntad de trabajar y perseverar. 

Cuando el nacionalismo más bárbaro y excluyente triunfa en las elecciones de la mayoría de los países occidentales, cuando el odio al diferente se normaliza y se jalea, cuando la mentira y la burla se convierten en estrategia política, leer a Arendt nos recuerda que esto ya pasó y que las heridas se pueden curar. Basta perseverar en encontrar, día tras día, las palabras adecuadas para señalarlas. Y la valentía necesaria para no mirar para otro lado. 




jueves, 20 de marzo de 2025

LAS MARIPOSAS DE SARAJEVO

Sarajevo, a principios de los noventa, era una ciudad tolerante y abierta. Convivían sin problema bosnios, croatas y serbios. Musulmanes, católicos y ortodoxos. Tras casi medio siglo de dictadura socialista laica, la profesión de las religiones se había atenuado y la mayoría de la población se identificaba más por la cultura compartida que por el credo individual. La continua mezcla era el entramado que sostenía y enriquecía la convivencia. Se decía que tratar de separar a bosnios, croatas y serbios sería como separar la harina y la leche en un bizcocho ya hecho. Y, sin embargo, esa fue la tarea que se propusieron los serbios nacionalistas, que se negaban a compartir espacios con los bosnios musulmanes, a los que culpaban de todo mal imaginable. Cuando en marzo de 1992 empezaron a brillar las piezas de artillería en las colinas que rodean la ciudad, pocos pensaban que aquello iba en serio. ¿Quién iba a imaginar que la harina de la leche se podía separar con fuego? 

Esta novela me ha tenido al borde del asiento con el corazón en un puño a lo largo de sus 250 páginas. Con una prosa desnuda y cercanísima, por momentos turbadoramente bella, Priscilla Morris (escritora británica de ascendencia bosnia) ha escrito una historia de ese 1992 en Sarajevo, el primer año del cerco, desde el punto de vista de una pintora serbia atrapada en la ciudad. Retrata a la perfección cómo una intranquila normalidad se va transformando, poco a poco, en un infierno sin que la gente logre de verdad salir de su estupefacción. Nadie está preparado para salir a la calle y encontrarse cuerpos de hombres y mujeres tiroteados en el suelo. Eso solo ocurre en las noticias de la tele. No en tu ciudad, ¡no en tu misma calle! Cuerpos que nadie recoge, nadie reclama. La gente pasa por su lado y aprieta el paso, escondiendo el miedo. Si esa mujer fue alcanzada por un francotirador, a mí me podría pasar lo mismo. Quizá sea una trampa, mejor no acercarse. 

El invierno da paso a la primavera de 1992, y «en lugar de acianos, amapolas y ranúnculos, la nieve fundida en lo alto de las colinas ha expuesto armas antiaéreas, lanzacohetes, nidos de ametralladoras y obuses». La vida se trastoca y cambia de color. Hay salones con boquetes abiertos por la artillería en los que los vecinos cocinan en improvisadas barbacoas la comida que ya no pueden conservar en sus neveras sin electricidad. Hay jóvenes escondidos en habitaciones tapiadas para evitar el reclutamiento forzoso. El tiempo retrocede y, de pronto, volvemos a la edad media. Una ciudad sitiada. Bombas y miedo. Nadie puede salir. Nadie puede entrar. Con la diferencia de que, en esta ocasión, los sitiados no disponen de murallas tras las que protegerse. Y los sitiadores disparan a placer desde las colinas circundantes. 

Las raciones de comida que entrega la ONU se distribuyen también desde alguna librería que queda abierta, y que así completa el ciclo de poder alimentar no solo el alma hambrienta de los pobres sitiados, sino también sus cuerpos cada día más delgados. El concepto de la pobreza se ensancha. Y el de refugiado también. «Ahora somos todos refugiados. Nos pasamos el día esperando agua, pan, ayuda humanitaria: somos mendigos en nuestra propia ciudad». En una ciudad en la que los árboles se están convirtiendo en leña para improvisadas cocinas, la protagonista pinta con su vecina de ocho años un árbol enorme cuyas ramas se extienden en todas direcciones por las paredes de su casa. El arte como último refugio. Esta novela muestra cómo hasta en la más profunda oscuridad puede abrirse una flor de luz. 

Esta novela me ha recordado a los emocionantes libros sobre Sarajevo del poeta Izet Sarajlic (Después de mil balasSarajevo). Libros sobre el día a día de una gente que no puede creer que, en los albores del siglo XXI, en plena Europa, les pueda estar ocurriendo esto. Y también es una llamada de atención sobre las consecuencias del nacionalismo y del odio al diferente, la gran plaga que desde el siglo XIX empezó a extender sus cepas en todas las guerras y envenena cada vez más nuestra convivencia en todo el mundo. 





lunes, 17 de marzo de 2025

QUIERO Y NO PUEDO. UNA HISTORIA DE LOS PIJOS DE ESPAÑA

Todos podemos ser el pijo de otro. Vaya esto por delante, para quien pueda sentirse ofendido por el título. Todos podemos ser el pijo de otro, pero hay pijos que son los pijos de casi todos. Y sobre ellos ha escrito Raquel Peláez este ensayo jugoso e informadísimo que se lee como una crónica del corazón y que te deja con una sonrisa en la boca y un cierto amargor en el corazón. Amargor, sí, porque por mucho que podamos reírnos de ellos, cada vez son más, cada vez están más contentos de ser pijos y cada vez tienen más poder. 

Casi la mitad de la población en España se considera clase media. Son las mismas personas que no pueden comprarse una vivienda o que llegan muy justitos a fin de mes (cuando llegan). Son las mismas personas que dependen de los abuelos para conciliar las jornadas de sus hijos pequeños y si sus matrimonios se rompen se ven obligados a volver a vivir con esos mismos abuelos porque no pueden pagarse un alquiler por su cuenta. Pero se creen de clase media. Y para ello lucen todos los atributos materiales (ropa, móvil, coche, perfume) y culturales (dicción universitaria, intereses, hobbies, relaciones) que asociamos con la clase media. Muchos de ellos, millones de ellos, conviven diariamente con la pobreza pero no se sienten pobres. Ni siquiera se sienten clase obrera. Sobre esta disforia de clase va este libro, que apela a cómo la mayoría de la población española construimos nuestra identidad tratando de imitar mediante atributos materiales y culturales, a menudo inconscientemente, a esa clase alta a la que nunca llegaremos y que es la responsable de la mayoría de nuestros males. 

Raquel Peláez lo sintetiza así: «Vivimos en un momento en el que aparentar pertenecer a una clase acomodada se ha transformado para mucha gente en un mecanismo de supervivencia. Vivimos un momento profundamente pijo pero también extraordinariamente confuso, en el que los obreros intentan hacerse pasar por pijos y los cayetanos salen a la calle a montar disturbios. Y para explicar cómo hemos llegado hasta aquí y también para ver si de una vez aclaramos qué es un pijo, he escrito este libro». 

Este libro es fluidísimo, divertido, festivo y afilado. Trata sobre lucha de clases, desigualdad e injusticia social. Sobre una realidad tan extendida que parece increíble lo invisible que resulta. Apenas llegas a fin de mes y no puedes irte de vacaciones. Pero si te compras estas zapatillas y este reloj y este móvil y esta ropa, nadie se va a enterar. Es verdad que te costará pagarlo y que tendrás que apretarte aún más el cinturón. Pero todo el mundo va a creer que no te va tan mal. Y te van a tratar mejor. Tú decides: ser pobre y que todo el mundo lo vea, o ser pobre y que no lo parezca. 

Recuerdo que una novela de amor y lujo era la aspiración máxima de muchas mujeres que venían a la librería en los noventa a por una lectura algo más larga que el ¡Hola!. Los sueños de toda una generación encerrados en una revista cuyo objetivo era «vender glamour despojándolo de significado político» y que retrataba los caprichos de una clase a la que nadie podía acceder por mérito propio pero todo el mundo se veía en el deber de tratar de imitar. 

Si quieres acabar siendo rico, lo primero que tienes que hacer es tratar de aparentarlo. Y, sobre todo, que nadie piense que eres pobre. La aporofobia no es solo el desprecio que sienten los ricos por los pobres. También es el autodesprecio que sienten los pobres por serlo. De ahí la imperiosa necesidad de rodearse de marcas de estatus materiales e inmateriales que maquillen las carencias. De ahí que los regalos y la pata de jamón se compren en El Corte Inglés (a ser posible de oferta, eso sí). De ahí la decadencia de los sindicatos y de la lucha obrera: ¿cómo denunciar a tu opresor si no solo te niegas a identificarte como su víctima, sino que en el fondo lo que más deseas es parecerte a él?

La palabra pijo ya no es un insulto. Muchos pijos la reciben con gusto, incluso como un halago, porque les hace sentir que forman parte de una clase social en la que se reconocen con orgullo. Quizá la solución para dejar de querer parecernos a ellos sea recuperar nosotros también una identidad de clase en la que reconocernos, una identidad de clase que nos permita volver a confrontarlos para recuperar derechos, en vez de querer imitarlos para acabar perdiéndolos. 






jueves, 13 de marzo de 2025

PSICOMITOS

«Hay que inventar la vida porque acaba siendo verdad», decía mi admirada Ana María Matute, cuyo centenario celebramos este año. Es una frase sugerente que se enciende rápidamente en la imaginación de la mayoría de las personas sensibles y deja un sendero de chispas por el que resulta muy apetecible transitar. Me encanta la frase. La pintaría en alguna pared. La llevaría a una manifestación (cualquier reivindicación cabe en ella). Si fuera novelista, la pondría en boca de algún personaje en todas mis novelas. Me hechiza como todo lo bonito y brillante de la vida. Y, como todo lo bonito y brillante de la vida, encierra su pequeña trampa: la trampa de proyectar la subjetividad hasta que la objetividad desaparece.  

En este pequeño ensayo divulgativo, tremendamente fluido y asequible, Fátima García Doval hace una crítica de los excesos de la subjetividad a la hora de analizar las conductas humanas. Y son precisamente estos excesos los que llevan a tanta gente a desconfiar de la práctica psicológica y a decir que para qué ir a terapia si puedes hablar con tus amigos. En torno a la psicología se han tejido desde siempre multitud de mitos que conviene desmontar para ver la psicología como la ciencia que es y poder apreciar y respetar su inmenso y necesario valor terapéutico y de autoconocimiento. 

«Dime en qué crees y te diré qué recuerdas». Esta cita me gusta casi tanto como la de Matute, y me ha hecho pensar en aquello de que los recuerdos son en realidad ficciones basadas, en el mejor de los casos, en hechos reales, y, muy a menudo, en simples anhelos. Pensar que la propia juventud que recordamos se parece más a quienes somos en el momento de recordar que a quienes fuimos es una buena forma de desmitificar nuestra autopercepción y acoger con más flexibilidad los puntos de vista de los demás (sobre todo cuando las versiones de un hecho vivido por varias personas no coinciden). 

La autora escribe sobre la potencia de los recuerdos falsos en nuestra forma de narrarnos, sobre el inflado prestigio de la inteligencia y de las personas consideradas inteligentes, sobre nuestra tendencia a pensar que somos mucho más libres de lo que en verdad somos, sobre la importancia del pensamiento automático y lo poco que reflexionamos en realidad las cosas que hacemos, sobre la infinidad de sesgos cognitivos en los que caemos a diario para sentirnos bien y que a menudo nos llevan a conflictos irresolubles, sobre la cantidad de bulos de la psicología no científica que han conformado nuestra educación y en los que a menudo creemos porque resultan más tentadores que el análisis racional. 

«Hay que inventar la vida porque acaba siendo verdad». Sigo enamorado de esta frase. Y sigo estando de acuerdo. Siempre y cuando no olvidemos nunca que la estamos inventando y que la verdad resultante solo merecerá la pena si nos evita dolor y nos eleva a una actitud más generosa con las verdades inventadas de los demás. 




lunes, 10 de marzo de 2025

EL CASO DEL ESCRITOR DESAPARECIDO

Gracias a los amigos de la editorial Hoja de Lata descubrí a Josephine Tey, una autora británica de deliciosas novelas de misterio, y, desde entonces, siempre que aparece algún libro de la edad de oro de la novela policiaca británica me lo reservo como un caramelito. La editorial Duomo ha empezado a publicar una colección de clásicos de la novela negra de la British Library y he empezado con este. No será el último. 

«Eleanor Clarke, secretaria del célebre escritor Vivian Lestrange, informa a la policía de que el autor ha desaparecido misteriosamente. Parece que nadie, salvo el ama de llaves y ella, ha visto nunca al misterioso escritor. Los inspectores Bond y Warner tendrán que arrojar luz sobre un caso aparentemente irresoluble». 

Un hombre al que solo ha visto su secretaria y cuya existencia no puede verificar nadie más. Una secretaria sobre la que nada se puede averiguar porque las únicas personas que podrían responder por ella han fallecido y sus amistades actuales no saben prácticamente nada sobre ella. Una novela que gira todo el tiempo en torno a la posibilidad de una gran broma literaria. Un juego de espejos que te va llevando de un reflejo al siguiente dejándote agradablemente confuso y siempre con ganas de más. 

E. C. R. Lorac es uno de los seudónimos que usó Edith Caroline Rivett (1894-1958) para enmascarar sus múltiples facetas como escritora. Y al principio de esta novela plantea, a través del personaje de Eleanor Clarke, si de verdad existe diferencia entre lo que llamamos literatura para hombres y literatura para mujeres. Ha pasado casi un siglo y el debate sigue, por desgracia, bien abierto. Sigue habiendo personas segurísimas de poder distinguir entre el estilo masculino y el femenino. Convencidas de que los hombres son de determinada manera y las mujeres de otra. La biología siempre al servicio de quien quiere retorcerla para defender que la realidad es inmutable desde siempre y para siempre. 

Con su deliciosa ironía, Rivett plasmó su marcada conciencia social en este caso de misterio londinense que espero que sea el primero de muchos que podamos leer y recomendar en español. 



 

jueves, 6 de marzo de 2025

HEMBRAS

Nos gustan mucho las dicotomías porque nos parecen intuitivamente correctas. El orden que provoca clasificar la realidad en dos espacios opuestos nos da placer y nos relaja. Bueno-malo, amigo-enemigo, correcto-incorrecto, estas parejas encantadoras también nos sirven para juzgar a los demás, a la vez que nos reafirmamos a nosotros mismos en la identidad que nos parece positiva. Macho-hembra, u hombre-mujer, también son dicotomías que consideramos naturales. Lucy Cooke nos demuestra que de naturales tienen más bien poco, que la realidad biológica es mucho más diversa, y que si aceptamos esa diversidad la realidad se vuelve mucho más interesante y habitable. 

«En el mundo animal, las hembras son tan promiscuas, competitivas, agresivas, dominantes y dinámicas como los machos». Pero Darwin no supo verlo así. «La teoría de la selección sexual de Darwin se incubó en un contexto de misoginia, por lo que no tiene nada de extraño que la hembra animal saliera deforme, tan marginada e incomprendida como un ama de casa victoriana. Lo que quizá sea más sorprendente, y perjudicial, es lo difícil que ha sido lavar esta mancha sexista de la ciencia, y lo mucho que ha llegado a extenderse». 

Las diferencias entre sexos son mayores en el ámbito cultural que en el biológico. Es decir, están más en nuestra forma de percibir y ordenar la realidad que en la realidad misma. No solo el género no es binario: el sexo tampoco lo es. Y esto, que tendemos a percibir como una aberración, no es más que biología. La aberración sería negar la naturaleza por no poder aceptar que el sexo no sea exclusivamente binario. Es decir, por no ser capaces de ampliar nuestra forma de entender la identidad sexual. Que la realidad sea más compleja de lo que nos han enseñado debería ser un motivo de alegría. Pero lo triste es que la complejidad y los matices a menudo son acogidos con rechazo y violencia. 

Este ensayo de Lucy Cooke no solo rompe tabúes a diestro y siniestro, sino que además te arranca más de una carcajada. Pertenece al selecto club de los libros que quieres leer en voz alta a los demás. ¡Mira este párrafo! Mira, mira: trata sobre cómo las ranas cambian de sexo al hacerse adultas y salir del agua, ¡te va a encantar! O este otro sobre cómo los penes de los patos (¡los patos son pájaros con pene!) se despliegan en la época de celo ¡a 120 kilómetros por hora, como si fueran matasuegras! No me digas. Esta Lucy Cooke es para quererla. 

Y lo bien que enlaza el humor con la divulgación científica y se pone inmediatamente seria para contarnos que durante siglos, nuestra forma de entender la ciencia ha estado sesgada por el sexismo inherente de la cultura occidental. Y es que tanto el humor como la seriedad son necesarios para desafiar las obsoletas expectativas binarias de la ciencia y cuestionar alguno de los prejuicios culturales más arraigados en nuestra forma de entender la vida y nuestro lugar en la sociedad. «El sexo no es todo blanco o negro, y calificar las zonas grises de anomalías —o, peor aún, de patologías— implica que somos incapaces de apreciar la función natural de la diversidad». 

«El sexo no es un estático fenómeno binario, sino dinámico, cuyas difusas fronteras pueden plegarse al capricho de la evolución». Un ejemplo maravilloso que nos regala la autora al final del libro es el de los peces payaso, este encantador ser rayado popularizado por la película Buscando a Nemo, con el que Disney nos engañó miserablemente. En la película, la madre de Nemo desaparece y este vive una increíble aventura antes de reunirse finalmente con su padre. Si Disney hubiera reproducido fielmente el comportamiento real de estos peces, el argumento habría sido muy distinto. Pero, claro, ¿estamos preparados para la realidad? Los estudios sobre el pez payaso nos dicen que, ante la ausencia de la madre, el comportamiento natural del padre de Nemo habría consistido en transformarse en hembra para acabar apareándose con su hijo varón, Nemo. Yes. Tal cual. Cómo te quedas. A más de un padre le habría dado un parraque en el cine. Y es que, tristemente, los pobres humanos no estamos preparados psicológicamente para aceptar la realidad biológica de los peces payaso. 

Me ha encantado conocer a las hembras de este libro. Me ha abierto la mente a una diversidad que no conocía y me lo he pasado pipa leyéndolo. Es tan delicioso como Mi familia y otros animales, tan divertido como el mejor libro de Caitlin Moran y tan transformador como los ensayos sobre género de Judith Butler. Un descubrimiento. 




lunes, 3 de marzo de 2025

FRAGMENTOS DE INTERIOR

Me la imagino así: una mujer tendida en la penumbra, con el brazo extendido quizá sosteniendo un cigarrillo, los ojos clavados en el techo, velados por alguna emoción ambigua y turbadora, y de repente, movida por una inspiración fulgurante, se levanta y se dirige a la mesa, y en un mismo gesto apaga el cigarrillo, se recoge el pelo tras la oreja y se sienta a escribir las palabras que acaban de prender en su imaginación, palabras y palabras como una serpentina inacabable de fuego que ilumina la penumbra y enciende su cara de traviesa inteligencia. 

Esta mujer no es nadie y, a la vez, es una mezcla de varias mujeres reales e imaginarias que me vienen a la cabeza cuando leo las novelas de Carmen Martín Gaite. Es un condensado de agudeza y elegancia. De artificio tan natural que se vuelve imperceptible, como esas actrices que nunca parece que estén actuando. Así veo a Martín Gaite escribiendo y así me la imagino metiéndose en la piel de sus personajes como una actriz que sabe interpretar todos los papeles porque ya lo ha vivido todo en su imaginación. 

Cada capítulo de esta novela es un fragmento, una tesela del mosaico íntimo que dibuja la autora. Estamos en Madrid en 1975 y desde la primera línea nos vemos inmersos en una casa de clase media alta desde el punto de vista de las sirvientas. Era otra época, y eso que en la novela se menciona que eso del servicio ya no se llevaba. Aunque medio siglo después la explotación de las personas a través de la servidumbre doméstica sigue siendo bastante común en cierta clase. 

Qué ocurre cuando el amor se termina. Cómo se sale de la espiral de la emoción herida, cómo se convence una de que amar no da derecho a ser amada, de que haber amado mucho nunca es garantía de futuro. En estas escenas cotidianas, vemos a personajes perdidos en sus «oscuros pasadizos interiores», tropezando sin cesar en los repetitivos reproches y remordimientos. Viven en una atmósfera opresiva. Se respira una cierta enfermedad en el ambiente. Una grisura del alma dibujada con una paleta de colores desvaídos que los dedos de Martín Gaite hacen brillar con una viveza y una frescura que encandilan. 

Cómo vivir en el presente si todo tu cuerpo te pide aferrarte al pasado. Cómo vivir en el pasado si el amor que lo habitaba es una casa en ruinas que todo el mundo mira con vergüenza. Cómo amar si no se puede vencer la tentación de «convertir en dogma cualquier estado de ánimo pasajero». Cómo inspirar amor si lo único que te da satisfacción es que te admiren. Cómo acomodarse a las «servidumbres y claudicaciones» que parece imponer la vida urbana de clase acomodada. Cómo renunciar al misterio de la pasión romántica por el continuo carnaval de luces y diversión de la vida nocturna en la gran ciudad. Cómo aceptar que la trágica melancolía no sirve para vivir, que la sensualidad se marchita, y el misterio, ese velo oscuro que envuelve en sus hilos de sombra los deseos, ya no proyecta historias maravillosas en la imaginación de nadie. 

Este año se cumplen cien años del nacimiento de Carmen Martín Gaite y la sigo sintiendo tan cercana que me basta cerrar los ojos para oler el rastro de colonia de limón en el pañuelo manchado de maquillaje de la heroína de esta novela, que, como todas sus heroínas, de alguna manera siempre son ella misma. 





jueves, 27 de febrero de 2025

BLANKETS y RAÍCES DE GINSENG

Craig Thompson publicó Blankets con algo menos de treinta años. Dos décadas después, con Raíces de ginseng ha vuelto a su infancia para completar una historia importante que no había contado. Ambos cómics son en buena medida autobiográficos y ahondan en las consecuencias de una educación cristiana estricta en Wisconsin. Una infancia que oscila entre el anhelo de la pureza que ofrecen las enseñanzas del dios cristiano y la culpa y el pecado con los que esas mismas enseñanzas castigan cualquier desviación del tortuoso e imposible camino a la pureza. En Blankets esa infancia dio paso a una historia de amor fulgurante que rompió con ciertas normas. En Raíces de ginseng, la infancia es un recuerdo al que no se puede volver aunque el anhelo de raíces esté siempre presente. 

No conocía a este autor y he leído las casi mil páginas de estos dos cómics del tirón. Me han encantado. Tiene una capacidad expresiva fantástica y describe muy muy bien esa infancia tan especial en una granja de Wisconsin, una infancia como un agujero del que solo se puede salir soñando. Salvando las distancias, es muy fácil reconocerse en la soledad inabarcable del protagonista, que solo se le vuelve habitable a través del arte. Y, más tarde, a través del amor. Pero qué amor puede cargar con la responsabilidad de sanar una infancia así, de llenar de presencia y de futuro una soledad así. 

Blankets también es la historia de una educación sentimental grunge en los noventa. Con su estética ambigua que desafiaba la masculinidad tradicional, cuántos chicos se exponían al acoso machista por llevar el pelo largo o no jugar a ningún deporte. Y cuántos hemos escuchado a Nirvana pensando con catorce años que no había futuro, o que el futuro era ese momento, esa canción, un espíritu adolescente que solo en sueños puede salir de su crisálida y expandirse. 

Blankets es realista y mágico, sencillo y preciosista. Tiene una imaginación y una libertad expresiva maravillosas. Raíces de ginseng mantiene muchos de estos rasgos, transformados para describir realidades ajenas al mundo interior del narrador. Trata sobre la brecha social en Estados Unidos, sobre la desaparición de las granjas familiares provocada por la agricultura corporativa, sobre las propiedades medicinales del ginseng como metáfora de la necesidad de sanar que tiene nuestra economía global. Cuenta una infancia humilde y muy religiosa combinada con el trabajo infantil. Diez años cosechando ginseng, cuarenta horas semanales todos los veranos, marcan una infancia. Pero los recuerdos siempre transforman la realidad y, mediante su arte, el autor busca unas raíces que den sentido a lo vivido. 

En los dibujos de Thompson hay elegancia, delicadeza y una sensibilidad cuyo espacio seguro no existe en nuestras sociedades ásperas, ruidosas y viscerales. Un anhelo constante de encontrar en el amor o en los recuerdos ese refugio de suavidad y conexión profunda que no es de este mundo. 



lunes, 24 de febrero de 2025

SILENCIOS QUE MATAN

Igual que hay cirujanos que a la hora de operar miran al paciente y solo ven carne, tripas, venas y tumores, Mae, cuando mira a la gente, lo único que ve son secretos. Secretos que ya conoce o que, tarde o temprano, acabará conociendo. Muy pocos secretos se le resisten. Son la materia prima de su trabajo. Con ellos seduce y disuade. Con ellos presiona y mercadea. Con ellos transforma la realidad a capricho de sus jefes y clientes. Con ellos distorsiona la realidad y apuntala la injusticia. A veces se pregunta si podrá en algún momento hacer algún bien que la termine resarciendo de todo el mal que ha provocado o consentido. 

Basta cruzar una vez el muro invisible de la legalidad que nos mantiene a todos a raya para dejar de percibirlo para siempre. Y, a partir de ese momento, entrar en casas ajenas forzando cerraduras se convierte en algo tan natural como tomar un café en una terraza. 

Nadie dice nada, pero todo el mundo cuchichea. Todo el mundo sabe que en el origen de toda fortuna se esconde un delito. Y el delito se da por hecho. Es algo connatural, es una lógica tan extendida que ya ni se piensa en ella. Y para hacer que todo siga así existen organizaciones como las que dan nombre a la Bestia, un conglomerado de empresas con múltiples ramificaciones que se dedican a lavar la cara y proteger la reputación de poderosos que se saltan la ley. A veces, Mae se pregunta qué hace trabajando ahí. A veces. 

Esta es una de las mejores novelas negras que he leído en mucho tiempo. En ella se mastica el calor pegajoso y asfixiante de Los Ángeles. Sunset Boulevard arde y se ensucia a diario del humo que sale de los incendios. La meca del cine y del glamour y del eterno verano es un escenario que esconde entre bambalinas violencia e impunidad. Las bandas organizadas operan fuera y dentro de la policía. Hay miedo. Hay adrenalina. Hay velocidad. 

Mae es una protagonista fantástica, una mujer que puede ser fría y dura mientras arde por dentro. Me ha recordado por momentos a Huntington Beach, de Kem Nunn, o a Una mujer inoportuna, de Dominick Dunne, además de a las novelas de James Ellroy y de Michael Connelly. Jordan Harper ha escrito una novela que apela a nuestro presente constantemente. Cuando la verdad se pliega al capricho de quien tiene el poder para imponer su relato, cuando la verdad deja de contar, perdemos una parte de lo que nos conecta y hermana con nuestros semejantes. Una parte de nuestra humanidad se muere. Y, por muy duros y fríos que hayamos aprendido a ser, lo que al final nos salva es lo que nos hace arder por dentro. 






jueves, 20 de febrero de 2025

¿QUIÉN TEME AL GÉNERO?

Hace unos años una amiga me preguntó si yo sabía lo que era ser un hombre. Le respondí que no tenía ni idea. Hay tantas formas de ser un hombre como hombres en el planeta, pensé, ¿cómo va a haber una sola respuesta a eso? Su pregunta fue el hilito de lana que por fin empezó a sobresalir claramente de la madeja compacta y laberíntica que es el género, y desde entonces no he dejado de tirar de él y de enredarlo y desenredarlo de múltiples maneras para pensar en cómo el género y su fluidez pueden definir quién creo que soy. 

Millones de personas en todo el mundo desconfían de lo que las élites de derecha llaman «la ideología de género», esa idea que defiende que el género es una construcción social y un espectro, y que nuestra identificación absoluta con un género concreto viene dada por la sociedad y no determinada por la biología. Meloni dijo hace pocos meses que los defensores del género nos van a despojar de nuestra identidad, azuzando el miedo y la indignación entre quienes consideran la identidad sexual como la columna vertebral de su propia identidad. Y mucha gente piensa como ella. Alrededor de esta fobia al género se condensa un surtido variopinto de ansiedades colectivas que, a menudo, nada tienen que ver con el género mismo, pero que sirven para apuntalar la educación basada en estereotipos de género y discriminar a las minorías que no se reconocen en los patrones tradicionales asignados a hombres y mujeres. 

Judith Butler escribe este ensayo en defensa de la igualdad y la justicia de género y sexual. Intenta desenmascarar ese tremendo miedo al género y sus usos políticos para denunciar la censura, la distorsión y la política reaccionaria que potencia. «Derrotar a este fantasma tiene que ver con reafirmar cómo amamos, cómo vivimos en nuestro propio cuerpo, el derecho a existir en el mundo sin miedo a la violencia ni a la discriminación, a respirar, a moverse y a vivir». 

Quizá lo más terrible de este movimiento mundial antigénero sea que creen actuar por el bien de los demás. Utilizan una sintaxis incendiaria para acusar al género de ser «la semilla de la destrucción». Este delirio apocalíptico aparece en boca de múltiples actores políticos, desde el papa Francisco hasta cualquier político de derecha y extrema derecha de cualquier país, pasando por las personas que defienden el feminismo transexcluyente. 

«¿Cómo es posible que formas de sadismo moral compartido y creciente se hagan pasar por un orden virtuoso?». ¿Que la discriminación, el odio, el asco, la indignación más hirviente vayan contra colectivos que solo quieren que su existencia no esté permanentemente amenazada? En la retórica antigénero y, en general, en las retóricas de derecha y extrema derecha, hay una euforia sádica por liberarse de las restricciones éticas. Se ve hoy en día, por ejemplo, en el rechazo que Israel y todos los países cómplices de sus políticas agresivas demuestran hacia poblaciones minoritarias y ajenas a su identidad. Lo ajeno, lo que encarna lo otro, no merece los derechos universales que la comunidad privilegiada sí merece. Se ha roto el consenso, si es que alguna vez realmente lo hubo, sobre los derechos universales. Hay derechos para los que tienen el poder de imponerlos para sí mismos mientras se los arrebatan a los que consideran extraños. La defensa del yo, de la tribu, de la comunidad cerrada, provocada por el miedo a lo desconocido, y su consiguiente rechazo, es la espina dorsal del pensamiento reaccionario. Un pensamiento que no solo vota a las derechas. Y que no solo ya no se esconde, sino que alardea de su sadismo porque de él obtiene rentabilidad política, como contó Mauro Entrialgo en su libro Malismo. La ostentación del mal como propaganda.  

Como ya denunciada Shon Faye en Trans, en la aversión por la diversidad de género late el miedo a la pérdida del poder patriarcal (tanto en el ámbito público como en el privado), a la pérdida de la supremacía blanca, a la pérdida de unos valores asociados al privilegio tradicional. La ampliación de las identidades de género es una de las revoluciones más importantes de nuestro tiempo. Ignorarlas o intentar prohibirlas es un esfuerzo inútil que solo va a crear sufrimiento y enfrentamiento. No van a desaparecer. Son una realidad incuestionable. Y no hay ningún pasado patriarcal imaginario en el que no existan al que volver. Quizá sea hora de aceptar el presente en el que vivimos y el futuro al que vamos. Será mucho más diverso, plural e incluyente que el pasado. Y habrá que celebrarlo. 

No tengo ni idea de lo que significa ser un hombre, le respondí a mi amiga. Y, lo que para muchas personas podría ser una declaración de un trastorno de la identidad, para mí es una continua fuente de inspiración y aprendizaje. 



 

lunes, 17 de febrero de 2025

MALISMO

Vivimos en la era de la crueldad normalizada. Ser un cabronazo está de moda. Así que basta de buenismos y cultura woke: es hora de sacar la furia del armario. Esa que llevamos arrastrando desde la infancia y que, como adultos, parecía que había que esconder. Se acabó. Es la época del sincericidio. Si la comida de tu madre no te gusta, se lo dices a la cara y que aprenda para la próxima vez. Y con la cabeza bien alta. Qué es eso de poner buena cara y dar las gracias solo por que te haya invitado a comer y luego te lleves tápers para toda la semana. Lo que molaría de verdad, después de pasar la tarde insultando y amenazando a todo dios en el grupo de Telegram, sería poder salir a la calle y repartir hostias como en los buenos viejos tiempos de los bajos de Argüelles. O irse a Gaza a tirotear palestinos y luego postearlo en Facebook como los soldados israelíes. A ver si el próximo genocidio nos pilla más cerca de casa. Cómo nos íbamos a reír. Vivimos en la era de la crueldad normalizada. De los criminales que nos representan. Seamos cabronazos de verdad, que está de moda. 

Este libro pone nombre a un fenómeno en auge: la ostentación del mal como propaganda. Trata sobre los insultos que se popularizan, se imprimen en tazas, camisetas y pegatinas y generan votos. Sobre los delincuentes y criminales de guerra que se admiran y se convierten en ejemplos a seguir. El problema de cometer un delito ya no es moral, es dejarse pillar. Mientras no te pillen ni te puedan condenar, serás una inspiración para los demás y tus fechorías serán no solo respetadas sino aclamadas. El rey emérito y la presidenta de la Comunidad de Madrid son dos buenos ejemplos. Pero no se les aplaude especialmente por sus virtudes, que casi nadie reconoce sinceramente, sino por oposición a quienes se atreven a cuestionarlos. 

Mauro Entrialgo nos habla de cómo las palabras se han convertido cada vez más a menudo en armas arrojadizas que impiden cualquier debate. Palabras como woke, que ahora está de moda, ese significante vacío en el que cabe cualquier cosa que huela a progresismo, o simplemente a derechos humanos, desde el feminismo, el antirracismo o la libertad sexual hasta la lucha contra el cambio climático. 

Pone múltiples ejemplos de la jactancia con la que los ricos presumen de su riqueza a la vez que desprecian a los pobres por tontos. Es el triunfo total de la meritocracia, esa forma narcisista de pensamiento privilegiado que defiende que todo el éxito es por mérito propio y las desgracias, culpa de los demás por no haberse esforzado. 

En realidad, estamos cada vez más acostumbrados al malismo. Y este no para de crecer. «La dosis de barbarie del espectáculo debe ser cada vez mayor para conseguir los mismos resultados ante una audiencia curtida en redes con una dieta rica en despropósitos». Que representantes públicos nacionales hagan peinetas a su público, que presentadores de televisión insulten a los concursantes, que youtubers humillen a trabajadores precarios para subir su audiencia, que grandes empresas se rían abiertamente de los clientes a los que estafan, que partidos políticos conviertan sus exabruptos de matones de instituto en lemas electorales o que iglesias cristianas consagren el enriquecimiento personal a costa de las personas desfavorecidas ya no nos indigna especialmente. Se ha convertido en nuestro paisaje de la inmoralidad cotidiana. 

¿Cómo se combate al malismo? Quién sabe. Los caminos para recuperar la dignidad son tortuosos. Pero aprender a identificar sus manifestaciones y ponerles nombre puede ser el primer paso. 







jueves, 13 de febrero de 2025

LA ASISTENTA

Como tanta gente, crecí con la idea de que leer libros te hacía más inteligente. Había un objetivo en todas esas horas pasando páginas. Formarse un criterio. Ser más culto. Más sabio. Mejor. Y, por lo tanto, había que escoger los libros que te dieran esa sabiduría y ese criterio. Clásicos, por supuesto. Pero también todo aquello que alimentara la frondosa selva intelectual que toda persona de bien debía tener dentro de su cabeza. El placer venía siempre después. Venía de haber leído, de haber atesorado lecturas, apuntándolas en fichas con el placer de los viejos avaros que se frotan las manos mientras ven crecer sus pilas de monedas de oro. 

Crecí con la idea de que leer para entretenerse era una pérdida de tiempo. Algo así como ponerse delante de la tele y hacer zapping para ver qué hay. ¡Horror! Leer era un acto de voluntad para sumar conocimiento. Y todo lo que no suma es una herejía en cualquier contabilidad lectora. El placer por el placer, qué subversión tan poco capitalista. 

Me he zampado casi del tirón la trilogía de la asistenta diciendo que era mi placer culpable. Pero la verdad es que no sentía culpa ninguna. ¿Que no me ha aportado más conocimiento? Quizá. ¿Que no he salido de la lectura más sabio, más culto o mejor? Quizá. ¿Que no he añadido ninguna ramita a la selva de mi cabeza? ¿Y? Me lo he pasado requetebién: ¿para qué pedirle más a un libro?

Varias personas se han quejado en la librería de lo malos que son. Hablan de calidad literaria, de estilo. Y yo me pregunto: ¿te quejarías de que no tienen un foie gras al punto en la tapería vegana con dos mesas que han abierto en la esquina de tu barrio? ¿Por qué no pruebas algo de lo que sí ofrecen y te dejas sorprender? A ver si el problema va a ser una expectativa desubicada y no una oferta no cumplida. 

Yo me quedo con la capacidad que tiene Freida McFadden de hacer que se pare el tiempo y que ninguno de estos libros te dure más de dos días. No es tan fácil hacer eso. Con un estilo desenfadado, ligero, con un humor mordaz que engancha y una trama intrigante al estilo de Perdida, de Gillian Flynn, o Big Little Lies. Y, por supuesto, con los temas que trata: manipulación psicológica, perversión, luz de gas, clasismo salvaje, psicopatía, y, por encima de todo, una heroína de novela que me ha recordado, en su afán por vengar la violencia contra las mujeres, a aquella inigualable Lisbeth Salander. 





lunes, 10 de febrero de 2025

UN MOMENTO DE TERNURA Y DE PIEDAD

Esta novela es demasiado. A veces es demasiado. Pero, en realidad, no. «Nada es lo suficientemente excesivo en esta vida», dice la dulce asesina enamorada. Y empieza así: «Mi madre es divina y suicida, como las mujeres norteamericanas de los años cincuenta que se cansaban de sus maridos y metían la cabeza en el horno en el que iban a hacer la tarta de cumpleaños». 

La mujer que nos habla gana dinero matando abuelas por encargo de sus hijos. Dulcemente, sin sufrimiento. Unos polvitos en el zumo, un escape de gas repentino. Con ese dinero le paga la residencia psiquiátrica a su madre. Una madre que lleva muchos años intentando suicidarse. Desde incluso antes de ser madre. Divina y suicida. Y todo va bien, o todo lo bien que le puede ir a una mujer con ese oficio y esa madre, hasta que le encargan matar a una abuela que no es como las demás. 

No sé muy bien cómo describir esta novela. Me ha recordado al realismo sucio y a ciertas mujeres rotas y dulces de las películas antiguas de Almodóvar. Pero mi educación de burguesito educado en conservatorios de música clásica no me ha dado un lenguaje para describir lo que siento. Y no es justo. Como si Mozart nunca hubiera tenido las uñas sucias ni hubiera coqueteado con canallitas. Pero voy a intentarlo. Y seré breve. 

Esta novela me ha dado una sensación poderosa de libertad. De ventanas abiertas y lenguaje ligero y volar, volar, volar. Irene Cuevas tiene el don de contar lo más doloroso con una sonrisa traviesa y que la medio risa y la tragedia sean un improbable y perfecto dúo sobre el escenario. Pocas novelas tratan tanto sobre la muerte (la muerte dura y amarga y sin trascendencia) y son tan divertidas y están tan rabiosamente vivas. Y transmiten tan bien la infinita necesidad de luz y ternura de los corazones desgastados por la penumbra.

Irene Cuevas ha escrito una novela divertida, tierna, negra, atrevida, cotidiana y estrafalaria y alocada como la vida misma. A veces es demasiado. Pero, en realidad, no. «Nada es lo suficientemente excesivo en esta vida», dice la dulce asesina enamorada. Y cuántas veces es así. 





jueves, 6 de febrero de 2025

EL CANTAR DEL PROFETA

«Si cambia la propiedad de las instituciones, entonces se puede cambiar la propiedad de los hechos, se puede alterar la estructura de lo que se cree, aquello en lo que se está de acuerdo, eso es lo que están haciendo, Eilish, es así de sencillo, el PAN está intentando cambiar lo que tú y yo llamamos realidad, quieren enturbiarla como si fuera agua, si dices que una cosa es otra y lo repites lo suficiente, entonces debe de ser así, y si sigues diciéndolo una y otra vez la gente lo acepta como verdad». 

Las críticas han comparado esta novela con 1984 de Orwell, o con La carretera de McCarthy, y no es una exageración. Es un portento de intensidad, de lirismo y de crudeza en su brutal denuncia de lo que puede hacer un Estado que no respeta los derechos de sus ciudadanos. Aquí estamos en un tiempo indeterminado pero en una Irlanda muy real en la que el Estado se ha convertido en una amenaza. Una amenaza para la vida cotidiana, para la luz de las velas, para el sueño de los niños. Una sombra que repta por la pared y alarga sus dedos invisibles para arrebatar, casa por casa, la paz del sueño de los niños. «¿Qué es el mundo para un niño cuando se puede hacer desaparecer a un padre sin una sola palabra?». 

La escritura de Paul Lynch avanza a ráfagas, como frases zarandeadas por el viento de invierno. La ensoñación tiñe cada capítulo con vetas cada vez más oscuras. Todo es irreal, pero al mismo tiempo todo resulta aterradoramente familiar. Los cómplices necesarios para cualquier estado de excepción, por ejemplo. Ya los vimos durante la pandemia. Esos policías de la moral señalando detrás de los visillos, listos para denunciar a cualquiera que no cumpliera a rajatabla todos y cada uno de los protocolos. Y han estado siempre ahí, todas esas personas contagiadas de la prudencia exacerbada y de la obsesión por cumplir las normas. Todas envenenadas de la pasión por obedecer y hacer que los demás obedezcan. Todas dispuestas a escandalizarse ante cualquier conducta que denote falta de miedo o improvisación. Todas dispuestas a culpar de lo que les ocurra a quienes no previenen, a los que se arriesgan y se creen que pueden vivir en el mundo sin anticipar desastres a cada momento. Ay de los que han decidido vivir pensando que son libres. Ay de los que todavía no viven dominados por el miedo. 

La protagonista es una mujer, bióloga molecular, directiva de una compañía biotecnológica, con un bebé, un niño de primaria, una chica de secundaria y un chaval que va a cumplir diecisiete. Y un marido sindicalista que un día no vuelve de una manifestación. Contempla cómo la vida parece existir al margen de los acontecimientos, cómo la gente vive encarcelada en la ilusión de lo individual: mientras yo llegue a casa hoy y cene delante de la tele como siempre a quién le importa nada más. 

«Te quitan algo y lo cambian por silencio y te enfrentas a ese silencio todos y cada uno de los instantes que estás despierta y no puedes vivir, dejas de ser tú misma y te conviertes en una cosa ante ese silencio, una cosa que espera que el silencio acabe, una cosa de rodillas que suplica y le susurra toda la noche y todo el día, una cosa que espera que lo que fue arrebatado se le devuelva y solo entonces podrás retomar tu vida, pero el silencio no termina, ¿sabes?, dejan abierta la posibilidad de que lo que quieres te sea devuelto algún día, así que sigues sometida, paralizada, obtusa como un cuchillo viejo, y el silencio no acaba porque el silencio es la fuente de su poder, ese es su significado secreto». 

Las críticas han comparado esta novela con obras clásicas de ciencia ficción y lo entiendo. Es así de aterradora y magnífica. Y, al mismo tiempo, no lo entiendo. Basta con leer las noticias por encima y tener un poco de humanidad para darse cuenta de que todo lo que se cuenta en esta novela, todo el terror y la barbarie y la violencia y la indefensión y la locura y «el profundo miedo negro que vive en la sangre», todo ello y mucho más es lo que llevan viviendo miles y miles de palestinos desde hace mucho tiempo, pero especialmente desde octubre de 2023. Críticos blancos occidentales: esta no es una profecía oscura sobre el terrible poder que un Estado totalitario puede desplegar en nuestros países acomodados, esta es una realidad que ya está sucediendo delante de vuestros ojos con el apoyo explícito de nuestros gobiernos y no queréis verla. 





lunes, 3 de febrero de 2025

EL DÍA DE AÑO NUEVO

Siempre es un placer especial volver a Edith Wharton. A la exquisitez y la agudeza con las que sobrevuela con tanta naturalidad las cerriles mentes que nos rodean y nos gobiernan y tratan de imponernos su moralidad caduca y asfixiante.

Y es que sobre moralidad caduca y asfixiante trata esta pequeña novela que se devora de una sentada. Sobre la maledicencia, ese trastorno psicológico tan extendido que consiste en encontrar un placer íntimo en señalar los defectos ajenos y hablar mal de los demás. Muchas personas, gracias al uso y abuso continuados de este placer, llegan a desarrollar una verdadera enfermedad que afecta profundamente a su manera de hilar pensamientos, de tal forma que la única conversación verdaderamente interesante, la única merecedora de durar y durar en las reuniones familiares, es la que deja en mal lugar a otras personas. Ah, qué infinito placer convertir a los demás en pequeñas caricaturas moldeables para que se adapten a nuestros prejuicios y queden siempre un escalón por debajo de nuestros méritos. Porque si los demás tienen faltas criticables y nosotros nos damos cuenta y las señalamos, también nos estamos diciendo a nosotros mismos y a los demás que somos mejores que ellos. Hablar mal de los demás es la forma indirecta y automática que tenemos de presumir sin llamar demasiado la atención. 

El Nueva York de 1870, el «viejo Nueva York», era una sociedad regida por las apariencias. En un siglo y medio han cambiado mucho las costumbres, pero no el vicio de tratar de disciplinar a los demás a través de la crítica constante. Tanto entonces como ahora son multitud las personas que no quieren que el mundo cambie. Que vivirían felices en una burbuja estática. Con el tiempo detenido. Haciendo todos los días las mismas cosas, viviendo todos los días la misma vida. Personas cuya idea de la decencia vive encorsetada en una época que no saben que terminó hace mucho tiempo. Personas que se sienten amenazadas por la libertad y la alegría de los demás, pues pone en entredicho su vida basada en la renuncia a esa libertad y a esa alegría.  

Esta es una novela elegante para leer en la esquina cálida y acogedora de un salón mientras fuera sopla el aire helado de año nuevo. Y soñar con una mujer que anhela su libertad por encima de la maledicencia de la sociedad que la señala. Una «mujer formidable», admirable y frágil. Un trasunto de la autora que conmueve y fascina por «la infinidad de la belleza y la variedad de sus ardides». Una heroína solitaria que en manos de Wharton se vuelve un personaje atemporal. 




jueves, 30 de enero de 2025

EL ECLIPSE DE LA SOCIEDAD ISRAELÍ

El autor de este pequeño ensayo, Meir Margalit, se siente exiliado en su propio país. Jerusalén ya no es un hogar, es una ciudad hostil, dominada por las facciones más ortodoxas y conservadoras de Israel. No es la primera vez que leo sobre esta sensación de exilio interior en Israel desde el 7 de octubre de 2023 e incluso antes. Me recuerda a aquel exilio interior de los poetas españoles durante la posguerra, esa generación que compartió la sensación opresiva de escribir a contracorriente de todo, expulsados de una sociedad que había descarrilado de la cordura para adentrarse en la represión y la violencia. Margalit lo define como un eclipse, en un arranque de optimismo que le honra. Los eclipses siempre son temporales y, tras la oscuridad, siempre vuelve la luz. Ojalá tenga razón. 

Recuerdo una conversación sobre el nazismo y los alemanes con una antigua novia que tuve. Ella sostenía que los nazis eran la encarnación del mal. Eran monstruos. Y que aquello no podría volver a ocurrir. Yo le decía que eran mucho peor que monstruos: eran seres humanos normales y corrientes. Banales, incluso. Y que su banalidad los hacía más peligrosos, porque es una condición humana que en alguna medida casi todos compartimos. Recuerdo cómo se indignó con aquello. Para alivio secreto de los dos, no acabó nada bien. Ni la conversación ni aquella historia. Pero me ha venido a la mente ahora al leer las palabras de Meir Margalit sobre Israel y ver la vigencia que sigue teniendo el pensamiento de Hannah Arendt respecto a la banalidad del mal y la condición humana. Planificar y ejecutar un genocidio no es trabajo de monstruos ni de ninguna encarnación del mal. La historia y la actualidad nos demuestran que cualquier persona banal con poder puede llevarlo a cabo. 

Me ha interesado especialmente la descripción que hace Meir Margalit de la sociedad israelí desde dentro. Cómo han vivido durante los últimos años la deriva autoritaria de sus gobiernos y qué opinan del ataque de Hamás el 7 de octubre y la respuesta israelí sobre la población palestina, especialmente en Gaza. Cómo la polarización ha llegado a un punto en que no sería descabellado pensar que Israel pudiera en un futuro fracturarse en dos entidades estatales diferentes: un estado judío con capital en Jerusalén y un estado laico con capital en Tel Aviv. La religión como línea divisoria entre dos segmentos de la población que cada vez tienen menos cosas en común (aunque siguen compartiendo la percepción de los palestinos como los otros o, directamente, como los enemigos. No hay nada como la creación de un enemigo para mantener cierta sensación de pertenencia). 

No dejan de atraerme e impactarme los libros y las noticias que leo sobre Israel. Un país cada vez más atenazado por las certezas nacionalistas y divinas, que fía su identidad y hasta su supervivencia en el enfrentamiento y la aniquilación de un enemigo que nunca va a desaparecer. Piensan que el enemigo son los palestinos, pero en realidad lo que amenaza la existencia de Israel es la concepción mesiánica, militarista y excluyente de su identidad como pueblo. «El pueblo que a lo largo de su historia diaspórica fue conocido como "el pueblo del libro", al establecer su propio Estado se transformó en el "pueblo del cañón"». Quizá ahí esté el problema irresoluble: el enemigo no está fuera, está dentro de la idea que tienen de sí mismos. 



 

lunes, 27 de enero de 2025

LA PERRA, LA CERDA, LA ZORRA Y LA LOBA

Disfruto mucho poniendo cada cierto tiempo este libro en el mostrador. Tiene la capacidad de polarización de un Madrid-Barça o de unas elecciones generales. A un lado, las personas que arrugan el ceño y apartan la cabeza del disgusto ante unas palabras que en su cabeza solo suenan a insulto. Al otro, las que leen el título, miran bien la portada y una luz traviesa se enciende en su sonrisa. El texto de la contracubierta dice: «Los papeles protagonistas siempre son para ellos. ¿Y nosotras qué? La perra, la cerda, la zorra y la loba tenemos algo que decir». 

Este libro se lo recomiendo a todo el mundo. Pero especialmente a aquellas personas que defienden que el lenguaje es el que es y no se puede cambiar. ¿Qué tipo de lenguaje hace que al cambiar de masculino a femenino el nombre de un animal éste se convierta como por arte de magia en un insulto? Pues el tipo de lenguaje creado por una sociedad que piensa lo masculino como neutro y lo femenino como soez arma arrojadiza. 

Luis Amavisca y Marta Sevilla han escrito y dibujado un libro divertidísimo que le da la vuelta a esta flagrante discriminación de género poniendo el foco en esas perras, cerdas, zorras y lobas ausentes de los cuentos infantiles y del lenguaje cotidiano por culpa de un machismo salvaje. Ellas cuatro son aquí las protagonistas. Y aunque estén un poco de bajón porque siguen sin dejarlas aparecer en los cuentos infantiles, las cuatro tienen mucho que decir. Mucho que reír. Y mucho que enseñarnos. 








jueves, 23 de enero de 2025

LA VIDA QUE NOS QUEDA

Este es uno de esos libros que te dejan temblando. Desde la primera página hasta la última. Habla de algo innombrable y, sin embargo, muy conocido. Algo que está presente en los libros, en las películas, en las series de televisión, en las obras de teatro, hasta en ciertas canciones del verano. Algo tan habitual que para todos nosotros es normal no prestarle la menor atención. Hasta que hay que prestársela y entonces se impone el silencio. Por mucho que lo veamos a menudo, no lo queremos en ninguna conversación. No lo queremos en nuestras palabras ni en nuestra imaginación. No lo hablamos con la familia ni con los amigos. Está en todas partes y, a la vez, está prohibido. Encerrado con los mil cerrojos del tabú más fuerte. 

«Cuando vuelvas yo ya no estaré». Son las últimas palabras que S. le dice a Matteo B. Bianchi, tres meses después de separarse definitivamente después de siete años de relación. Parecen banales, cotidianas, pero son una despedida definitiva. Horas después, al llegar a casa, Matteo encuentra su cadáver. Y la pregunta que sobrevuela todo el libro sigue sin respuesta. ¿Por qué lo hizo? Convivir con el fantasma de esa pregunta y la multitud de posibles respuestas, todas insuficientes, es la tarea de toda una vida. 

Hay muchos libros sobre el dolor de los suicidas, el dolor que lleva a pensar en la muerte como liberación. Pero muy pocos sobre el dolor de los que se quedan. De los que se preguntan cada día qué hacer con ese vacío innombrable, con la oleada de preguntas sin respuesta que nunca amaina. 

«Es como un fluorescente que siempre está encendido. Los otros pueden apagarlo, pero tú no. Se quedará encendido para siempre y poco a poco la luz se debilitará, o simplemente empezarás a acostumbrarte, que a fin de cuentas es lo mismo. Y lo que al principio te parecía monstruoso e intolerable pasará a formar parte de tu realidad cotidiana y de manera gradual acabarás por aceptarlo». 

Veinte años ha tardado el autor en transformar ese fluorescente en palabras escritas. Veinte años de buscar la distancia justa y el tono adecuado. El lenguaje que permita verbalizar lo innombrable. Y el resultado es un libro vivo y doloroso, tierno y vulnerable que te mira por dentro con mirada compasiva. Como los mejores libros sobre el duelo (pienso ahora sobre todo en La hora violeta, de Sergio del Molino), esta es una historia de amor. De amor magnético e improbable entre dos personas que lo tenían todo en contra y cuya unión trascendió la brutalidad de su final. 




lunes, 20 de enero de 2025

EL CENTRO (firma invitada)

¿Quién no ha fantaseado alguna vez con despertarse y ser capaz de hablar perfectamente un idioma? Debe de ser que me encantan las lenguas y su estudio y por eso yo lo hago con mucha frecuencia. Juego incluso a preguntárselo a mis amigos: «Si pudieras despertarte un día y saber un nuevo idioma, ¿cuál elegirías?». Supongo que la atracción en esta pregunta reside en la falta de esfuerzo y la recompensa gigante que supondría poder lograrlo.

Cuando leí la contraportada de la novela que tengo entre mis manos, pensé que se ajustaba tanto a mi juego de deseos que tenía que entrar en ella de inmediato. Y me gustó muchísimo encontrarme antes con su protagonista, Anisa, una traductora de audiovisual en la treintena, un poco frustrada al sentirse mediocre en su profesión y también en su vida. Un relato generacional muy en boga en muchas literaturas contemporáneas, independientemente de que su protagonista sea irlandesa, española o pakistaní.

Casi por pura casualidad, esta joven conoce la existencia del Centro, un lugar donde alguien le promete que puede aprender el idioma que desee en solo diez días. Atraída por esta posibilidad para lanzar su carrera profesional y en un momento en el que no tiene nada que perder, Anisa se lanza a la aventura en unas condiciones absolutamente estrictas y extrañas. Y aunque sabe que hay algo rarísimo en torno al centro y sus métodos de aprendizaje, no duda en repetir.

Esta novela nos plantea dilemas morales y éticos insospechados y nos hace mirar hacia nosotros y poner en una balanza lo que estaríamos dispuestos a hacer por lograr un objetivo vital. También indaga en secretos familiares y cómo mantenerlos y continuarlos a pesar de que puedan suponer culturalmente una aberración.

A caballo entre lo misterioso, lo cómico, lo gore y el realismo más desgarrador, es imposible que esta novela pueda dejar indiferente a nadie. Ahora bien, ¿a costa de qué estaría yo dispuesta a aprender alemán o ruso en diez días? En el Centro desde luego que no lo haría.






jueves, 16 de enero de 2025

VIAJES A TIERRAS INIMAGINABLES

Solo hay una cosa que me da más miedo que morirme: morirme loco. Esta frase la leí hace tiempo en algún sitio y debía de rondarme por el inconsciente porque ha sonado una y otra vez en mi cabeza mientras leía este libro. Para conjurar el miedo a la muerte, hace poco descubrí que no hay nada mejor que leer a Kathryn Mannix. Y para conjurar el miedo a la demencia, no hay mejor experiencia que estos Viajes a tierras inimaginables, de Dasha Kiper, que acabo de leer. Ambas son maestras de la bondad y de la empatía. Ambas han hecho de los cuidados su profesión y me producen una admiración sin límites. Ambas han escrito libros a los que volveré una y otra vez en el futuro para seguir aprendiendo y enriqueciendo mi forma de ver a los demás. 

Dasha Kiper se dedica a dar apoyo a los cuidadores de personas con demencia. Cuida a los que se dedican a cuidar. La demencia es una enfermedad terrible, en todas sus variantes. Terrible para quienes la padecen, pero también para las personas cercanas que tienen que afrontar una hecatombe emocional continua para la que apenas conocemos herramientas. Observar la lucha de una persona por preservar su identidad en medio del desmantelamiento de la personalidad que provoca la demencia es dolorosísimo. «Los cuidadores tienen que ver a los pacientes como lo bastante diferentes de sí mismos para dejar de percibir intencionalidad en ellos, y a la vez lo bastante similares para no perder de vista su humanidad. Es una fina línea por la que resulta casi imposible caminar». 
 
Dasha Kiper escribe en la estela de Oliver Sacks y su «desapego compasivo», esa mezcla de actitudes tan difícil de conseguir que, sin embargo, a menudo resulta imprescindible para poder tratar con humanidad y respeto a los pacientes con demencia. Pero, a diferencia de Sacks, que ponía toda su inteligentísima y amorosa atención en las particularidades de los enfermos, Dasha Kiper se centra en el impacto que tiene la demencia en las personas que los cuidan. «Los hijos y los cónyuges no son meros testigos del deterioro cognitivo de su ser querido, sino que se convierten en parte de él, viviendo en su desoladora y surrealista realidad cada minuto de cada día»

Su punto de vista parte de la neurociencia: «Quiero mostrar cómo reaccionan tanto el paciente como el cuidador ante el dilema existencial creado por la demencia, puesto que, al examinar cómo lidian ambos con la enfermedad, podremos arrojar una nueva luz sobre el funcionamiento de la mente». Y, en especial, sobre el funcionamiento de la memoria. Si entendemos cómo funciona la memoria a la hora de construir nuestra identidad, estaremos mucho mejor preparados para afrontar las consecuencias de su pérdida paulatina. «La memoria humana no está diseñada para ser exacta; no es una grabación de acontecimientos, sino más bien una reconstrucción que nos permite dar sentido al mundo». 

«Cuando pensamos en el alzhéimer solemos imaginar que es una enfermedad que borra literalmente el yo. Pero lo que ocurre en la mayoría de los casos es que ese yo se fragmenta en diferentes yoes, algunos de los cuales reconocemos y otros no. Al igual que ocurre con la memoria, el yo no es, en palabras de la filósofa Patricia Churchland, «una cuestión de todo o nada». Al contrario, nuestro concepto de nosotros mismos está distribuido por todo el cerebro, lo que hace que el alzhéimer resulte más complejo de lo que generalmente se cree. Si el yo, en cierto sentido, está ya fragmentado, su erosión gradual puede pasar desapercibida tras los habituales altibajos de una personalidad que nos resulta familiar. Con mucha frecuencia, el alzhéimer no se deshace del yo, sino que más bien pone en primer plano algunas de sus partes». 

Y esto no solo arroja luz sobre las conductas de las personas con alzhéimer, sino también sobre las conductas de las personas sanas. Siempre estamos buscando razones, motivaciones y creencias para explicar el comportamiento de la gente. Intentando encajarlo en lo que nosotros haríamos, metiéndolo en el estrecho molde de nuestra experiencia. Tratar con una persona con demencia a menudo es un remedio expeditivo para curarse ese egocentrismo. 

Desde su experiencia como psicóloga clínica y cuidadora, Dasha Kiper escribe sobre historias reales, sobre personas que ha conocido. Sobre el sufrimiento de los cuidadores de pacientes con demencia. Al igual de Kathryn Mannix, no juzga, no critica. Solo observa, acompaña y sugiere rutas para transitar con menos dolor ese terrible laberinto. Ofrece una mano y una luz para no perder de vista la cordura y la humanidad. Es un regalo.