La bondad desarmante. No explícita. Como una música de fondo, un ambiente. No se trata de lo que dice, sino de cómo te hace sentir. Es una mezcla del tono, de las palabras y de lo que esas palabras proyectan en la imaginación del lector. En mi imaginación. El olor a paja y tierra y trigo segado. La luz declinante. Un hombre sentado mirando por la ventana. Silencio, quietud. La profundidad vertiginosa de la sencillez. De lo que no se dice y está ahí, al alcance de la mano, si sabes mirar bien. Si lo que ves por la ventana te envuelve y te arropa. Y te lleva muy lejos de aquí.
Esta maravillosa trilogía de Kent Haruf me ha recordado a Stoner, de John Williams, por los silencios, la vida llena de sentido, la dignidad y la enseñanza. También a Una temporada para silbar, de Ivan Doig, por la vida rural, la inocencia y la madurez de los niños, la naturaleza omnipresente y las aulas. Incluso, saltando de continente y con un tono muy distinto, a La mala costumbre, de Alana S. Portero, por cómo la bondad puede sobreponerse al dolor y a la violencia más terrible. Cómo la luz puede llegar a iluminar las zonas más oscuras del alma si se tiene la valentía de alumbrarlas bien para sanarlas.
En las páginas de estos tres libros suenan voces de niños hablando, "finas y limpias", "intermitentes, las voces tempranas y llenas de naturalidad con las que hablan los niños cuando no hay adultos". Esas voces que proyectan una mirada que quiere verlo todo, sin filtro ni juicio ni experiencia que amortigüe la dureza y la maldad humanas.
Kent Haruf escribe con un estilo muy sencillo. Frases cortas, descriptivas. Distantes. Pero hay mucha emoción bajo la aparente impasibilidad. Un profesor mirando en silencio la luz del atardecer desde su aula consigue transmitir mucho más que cualquier descripción psicológica de lo que el narrador diga que está pensando. Y, sobre todo, hay mucho espacio para que el lector rellene los huecos, imagine, interprete. Eso me encanta. La cantidad de espacio que el narrador me da en la historia para meterme ahí con los personajes y ponerme a su lado y vivir lo que viven, a mi manera.
Los personajes de Haruf son un lugar seguro. No juzgan. Dan. Acogen. A veces no entienden pero aceptan no entender. Aceptan no saber. Aceptan dar por el placer de hacerlo y porque es lo correcto y eso les hace sentir bien. No necesitan recibir nada a cambio. No necesitan instruir, domesticar, controlar. Simplemente están ahí. Con la puerta abierta. Las manos tendidas para lo que haga falta. Para dar sin quitar ni un ápice de libertad.
En estas tres novelas, que se pueden leer independientemente (sobre todo la tercera), hay pequeñas burbujas de vida íntima perfecta. Sin juicios ni reproches. Sin quejas. Puro disfrute. Pura esencia de lo que de verdad merece la pena. Son retazos imprescindibles de vidas que merecen ser vividas. Me ha seducido la descripción constante del amor sin exigencias ni imposiciones. Esa devoción sin contrapartida. Generosidad sin deuda. Conversación sin impaciencias. Esa capacidad de entrega sin recelo, sin sospecha, que en la vida real parece una utopía, en estas páginas es la vida misma, una vida tan cercana y sencilla y buena que hace llorar.
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