Hace un par de primaveras me despertaba todos los días con el canto de Pipinski. Tres notas rápidas descendentes, dos notas ascendentes más lentas, un segundo de silencio y, para terminar, dos notas graves muy rápidas, como el garabato veloz que subraya una firma. Pipinski era (quizá siga siendo) un mirlo que vivía en los alrededores de una acacia inmensa frente a la ventana de nuestro dormitorio. El nombre se lo puso Patricia, que suele tener una imaginación rapidísima para los nombres adecuados. Y su resonancia rusa le daba un cierto aire señorial a su gorjeo alegre y nervioso.
En la nueva casa ya no escuchamos a Pipinski, pero esta primavera otro mirlo vino a llenar de música nuestros despertares. Su canto era puro optimismo, cinco notas ascendentes, todas seguiditas, que, aunque no seguían exactamente la secuencia tonal occidental, eran muy identificables: la-si-do-re-mi. Obviamente, su nombre estaba claro: fue Lasidorremí desde el primer día. Posado sobre el armazón metálico de la pérgola del vecino, inclinaba la cabeza y me miraba con un solo ojo cuando abría la ventana para escucharlo mejor. A cinco metros de distancia, nos mirábamos tranquilamente. Y luego daba un saltito, me daba la espalda, y cantaba orgulloso sus cinco notas, como diciendo: estoy aquí, la noche es mía, escuchadme.
Pipinski y Lasidorremí ya son un poco como miembros de nuestra familia. Y otro poco como mitos íntimos que invocamos cuando queremos que lo extraordinario nos haga compañía. Ese amor por la música y por lo extraordinario es lo que mueve este precioso libro de Lyanda Lynn Haupt sobre dos estorninos muy especiales: Star, el que acompañó a Mozart y le inspiró una parte de su música, y Carmen, la que acompañó a la propia autora en su investigación.
"Ha dicho que no rescataría a Mortimer;
me ha prohibido hablar de Mortimer;
pero lo encontraré mientras duerma
y a su lado susurraré: ¡Mortimer!
Es más,
enseñaré a un estornino a pronunciar
una sola palabra, Mortimer,
y después se lo regalaré
para mantener viva su rabia".
Esta es la única vez que aparece la palabra estornino (starling) en toda la obra de Shakespeare. Y, probablemente, la razón por la que hoy en día hay aproximadamente unos doscientos millones de estorninos en Estados Unidos.
La culpa la tiene un señor un poco peculiar llamado Eugene Schieffelin que, a finales del siglo XIX, se propuso llevar a Estados Unidos todas las aves que hubiera en las obras de Shakespeare para que sus compatriotas pudieran disfrutar mejor de la literatura del bardo inglés. El texto de Enrique IV menciona al estornino como una amenaza. Un pájaro capaz de sembrar ira con una sola palabra, de mantener viva la rabia de alguien con su canto. Teniendo en cuenta que el estornino es el pájaro más vilipendiado de Estados Unidos como especie invasora no autóctona, conocida especialmente por invadir hábitats sensibles, competir con las aves locales por los lugares de anidación y el alimento y por diezmar los cultivos, la maldición shakespeariana parece que en cierto modo terminó por cumplirse.
Pero, si bien los estorninos provocan grandes desastres económicos y ecológicos como grupo, sus vuelos en bandadas (murmurations, en inglés, qué nombre más bonito) son uno de los espectáculos más hipnotizantes y misteriosos de la naturaleza. Y su carácter individual los convierte, como ya lo decía Mozart y lo corrobora la autora, en compañeros de vida apreciadísimos.
Convivir con un pájaro puede aportar un sentido renovado de la belleza y la inteligencia de todos los seres vivos, al que solo podemos acceder cuando nos despojamos de nuestras ideas preconcebidas. Esta es la historia de una amistad insólita entre uno de los compositores más queridos de la historia y uno de los pájaros menos queridos del mundo. Y es que "el canto del mundo surge a menudo en lugares donde nunca se nos habría ocurrido mirar".
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