lunes, 31 de julio de 2023

VIVIR PEOR QUE NUESTROS PADRES

¿Recordáis las direcciones de todas las casas en las que habéis vivido? Alguien lanzó esta pregunta hace poco en una cena familiar y algunos tratamos de hacer memoria, a duras penas, mientras que otros dijeron que desde luego que no, eran demasiadas ya. Pensando en el nomadismo de nuestra generación, asentimos, rememorando el dolor de espalda y la sensación de fracaso de las sucesivas mudanzas. Hubo varios, sin embargo, que permanecieron callados, mirándonos, quizá con extrañeza, desde la atalaya de su generación: ¿cómo no iban a recordar las direcciones de sus casas si solo habían vivido en dos: la de sus padres, en la que crecieron, y la suya propia desde su matrimonio?

He recordado esta anécdota trivial al leer este breve ensayo de Azahara Palomeque, poético y filosófico, que habla de nosotros, millennials de los ochenta y principios de los noventa, que llegamos como la generación más preparada de la historia de nuestro país para acabar siendo la más estéril. La más precaria. La de las muchas casas. Tantas, que ya ni siquiera recordamos sus direcciones. La que aprendió a considerar inconcebibles los pilares que han sustentado la forma de entender la vida de la generación de nuestros padres: un matrimonio para siempre, un trabajo para siempre, una casa para siempre. 

No pudimos salir de casa de nuestros padres hasta que no tuvimos trabajo. Pero, teniendo trabajo, nuestros padres nos dijeron que esperáramos, que pagar un alquiler era tirar el dinero, y que mamá nos seguiría haciendo la comidita y subiéndonos los bajos del pantalón hasta que reuniéramos lo suficiente para la entrada de un piso. Nos dijeron que tuviéramos hijos, que querían ser abuelos, mientras no dejaban de tratarnos como niños, riñéndonos como si tuviéramos diez años y no supiéramos navegar la vida sin su ayuda, juzgando cada decisión nuestra, cada comentario, cada novio o regalo de cumpleaños o elección de vestido de noche, como si necesitáramos que nos indicaran el rumbo a cada paso, todos los días: como si la única vida aceptable y segura estuviera bajo el ala de mamá. 

Somos una generación coleccionista de expectativas, y luego de frustraciones. Nuestros padres nunca reclamaron para sí mismos la libertad que sí quisieron para nosotros, y nunca entendieron los sueños frustrados que nos desvelaban por las noches. Desearon para nosotros lo que ellos no tuvieron, dando por supuesto que lo que sí tuvieron -hipotecas cortas y asequibles, trabajos estables, perspectiva de progreso ilimitado- nos vendría dado sin esfuerzo. Nunca pensaron que tendríamos que afrontar tantas dificultades, que los sueldos no subirían a la par que el precio de las cosas y que vivir de alquiler quizá sea tirar el dinero pero también es, a menudo, acceder a una vida propia independiente a la edad adecuada para ahorrarnos a largo plazo unos apegos familiares basados en la dependencia y la infantilización.

"Hicimos prácticamente todo lo que nos dijeron, fuimos obedientes, y la fórmula ya no funciona porque las reglas han cambiado". Y es que no hay lugar al que volver, por mucho que añoremos la estabilidad económica y laboral de nuestros padres. No hay lugar porque la fiesta del capitalismo se acabó, el crecimiento constante se demostró una falacia pueril, una falacia que seguirá asesinando nuestro planeta si no le ponemos freno. No tiene sentido volver a los marcos vitales de la generación de nuestros padres, "esa tupida tela de araña familiar que lo mismo ahoga que da cobijo". Son fósiles que ya no nos sirven para movernos en el mundo cambiante en el que vivimos. 

Azahara Palomeque escribe sobre esta fractura generacional. Y, aunque yo no la he vivido en casi ninguno de sus aspectos, la reconozco por todos lados a mi alrededor. No hay envidia, no hay nostalgia, eso se lo reservamos para la reacción conservadora: hay distanciamiento y recelo ante la idea de permanencia. Ansiamos la permanencia de aquello que nos dé calidad de vida, pero no a costa de restringir nuestras experiencias a lo mínimo para evitar sorpresas. La generación de nuestros padres pensó que casarse y trabajar era, por usar una metáfora de Palomeque, como poner un jarrón en la vitrina: un logro que se quedaría allí para siempre. Una única pareja, un único trabajo, una única vivienda, un único destino vacacional. Una vida basada en la repetición ad infinitum de una misma rutina en la que la satisfacción, al final del día, no es haber vivido o descubierto algo nuevo sino no haber tenido ningún sobresalto. Una vida pensada para durar para siempre, rodeada de muebles sólidos y aparadores de la dictadura, que se creía a sí misma tan eterna que ni siquiera concebía la posibilidad de afrontar la finitud de sus cuerpos, aunque solo fuera para nombrar la muerte y preparar a los suyos para el duelo. 

Nuestros padres nos educaron con una promesa: la promesa de la abundancia. Una promesa que no solo se reveló falsa, sino que fue la venda en los ojos que nos hizo creer que no pasaba nada por destrozar nuestro futuro porque ya habría otro después. Pero no lo había. No lo hay. Y mientras ellos se quedaron con los restos agónicos del suyo (su patrimonio, su pensión, su Imserso, su acceso sanitario ilimitado), nosotros tenemos que pensar qué vamos a hacer para construir un futuro en el que dejemos de vivir peor que ellos. 

"Vivir mejor que nuestros padres pasa por rescatarnos de un paradigma obsoleto que ha perdido toda legitimidad, ha fallado en la distribución de derechos que prometía, ha dilapidado una naturaleza de la que somos parte, y ha engendrado una soledad patologizada desde la que es difícil elevar cualquier esperanza". Pero es imprescindible sanar la fractura generacional que describe Azahara Palomeque en este breve ensayo y construir lo antes posible nuevos relatos que propicien sociedades mejores para todos, también para los que se contentan con el bienestar en quiebra que nos han dejado. 



 

No hay comentarios:

Publicar un comentario