lunes, 3 de julio de 2023

MATAR AL ÁNGEL DEL HOGAR. LA TORRE INCLINADA

La igualdad de género ya existe. Eso dicen la mayoría de los hombres y casi la mitad de las mujeres en las encuestas. Es decir, los hombres ya participan en las tareas de casa, y si todavía las mujeres cargan con más trabajo doméstico y de cuidados que ellos es porque quieren, y no porque no puedan trabajar fuera o hacer otras cosas. Muchas mujeres se defienden. Dicen yo lo hago casi todo en casa por decisión mía. Y, además, mi marido me ayuda. Piensan que son libres. E iguales. La igualdad de género ya existe, afirman. Y tienen razón. Ya existe en la ley. Pero todavía no ha terminado de llegar a sus costumbres. Al espacio en sombra de la vida doméstica. De la vida más real que existe, la que vivimos todos los días, y en la que decidimos, todos los días, con los platos que preparamos, la lavadora que ponemos o la extraescolar a la que llevamos a los hijos, cómo de libres e iguales e independientes queremos ser. Y es en esa vida, la de todos los días, donde sobrevive con una resistencia asombrosa aquel "ángel del hogar" del siglo XIX que mitificó la esclavitud doméstica femenina, y donde la desigualdad sigue encadenando a millones de mujeres a una servidumbre impuesta y, lo que es peor, muchas veces autoimpuesta. 

Hace algo más de un siglo ya que Virginia Woolf decidió que, si quería ser libre, tenía que matar al ángel del hogar que vivía en ella y que había aprendido desde pequeña. No quería definirse por las tareas domésticas, los cuidados o las dependencias familiares. Quería tener una habitación propia, física y mental, en la que pudiera ser ella misma, sin ataduras ni obligaciones, y desde la que pensar el mundo y expresarse sin los estereotipos que condenaban el discurso de las mujeres a la prudencia y al recato. Su ángel del hogar, como el de tantas y tantas generaciones antes y después de ella, era el fantasma de una mujer simpática y encantadora, intensamente altruista, que se sacrificaba diariamente por los demás. "Si había pollo, tomaba el muslo; si había una corriente de aire, se sentaba en su trayectoria; en resumen, estaba hecha de tal modo que nunca tuvo una preocupación o un deseo propio". Y Virginia Woolf decidió matar a esta voz angelical en defensa propia, por pura supervivencia. Con ella dentro nunca habría podido pensar por sí misma, argumentar una idea, cuestionar una costumbre. Nunca habría podido ser escritora. Nunca habría podido hablar de sexo, de traumas, de feminismo o de locura, nunca habría podido decir su verdad sobre nada, porque el ángel del hogar no permite que la mujer que habita sea otra cosa que madre, esposa, hermana o sirvienta, no permite que la mujer se defina más que por la relación que establece con las personas por las que se sacrifica. Si no hubiera matado a su ángel del hogar, esa dama sonriente y exquisita que en la profundidad de la conciencia tiraniza y castra cualquier educación emocional, Woolf nunca habría podido liberar la mente del bozal de los prejuicios que el ángel del hogar necesita para fingir su encanto. 

La torre inclinada recoge una conferencia que Woolf dio en 1940, diez años después de las dos que reúne Matar al ángel del hogar. El tema central es la influencia de la clase social de los autores en los libros que escriben, y cómo una sociedad más igualitaria podría cambiar radicalmente la literatura que leemos. Lo que inclinó la torre de privilegios y aristocracia desde la que escribieron la inmensa mayoría de escritores hasta principios del siglo XX fue el estallido de la primera guerra mundial y la crisis económica y moral que provocó. Los escritores empezaron a escribir bajo la amenaza de un terremoto. Notaban que los cimientos de sus vidas se estaban moviendo, que su torre se estaba inclinando y había otras clases sociales llamando a sus puertas que nunca habían visto, otras formas de entender el mundo y el arte y la literatura que estaban clamando por derribar la torre y conquistar la literatura desde lugares a los que nunca parecía haber llegado. Esta nueva generación de escritores posterior a 1918 "no tenía nada firme que mirar, nada pacífico que recordar, nada cierto en su porvenir. Durante los años más impresionables de sus vidas, fueron aguijoneados en la conciencia: en la conciencia de sí mismos, en la conciencia de clase, en la conciencia de las cosas que cambian, de las cosas que caen. La mente interior estaba paralizada porque la mente superficial estaba siempre deslomándose". 

Mi generación ha vivido exactamente eso con la crisis de 2008. Hemos aprendido a vivir con incertidumbre. Asumiendo que lo sólido y perdurable iba a morir y que seguiría muriendo siempre, una y otra vez, y que ese estado de eterna provisionalidad y decadencia iba a convertirse en la norma. Y así seguimos: precarios y sin el envidiable abanico de certezas de generaciones pasadas. Pero también más libres. Más deseosos, necesitados de "pisotear las flores" y aplastar y arrancar mucha hierba vieja que nos asfixia, muchos ángeles del hogar que parecen venir del siglo XIX a dictarnos cómo vestir, cómo amar, cómo hablar y cuánta libertad e igualdad e independencia podemos permitirnos. Con Virginia Woolf, afirmamos que "la literatura no es propiedad privada de nadie, la literatura es terreno común". Sin torres, sin fincas exclusivas, sin cánones ni dictados. La literatura nos pertenece, igual que nuestras vidas. Y si no podemos proyectarlas al futuro con una razonable seguridad, al menos podemos reivindicar un presente radicalmente libre, siempre en lucha, en el que luchar contra cualquiera que pretenda volver a meternos en la jaula invisible de los prejuicios, contra cualquier ángel seductor que nos hable de represiones con voz meliflua. Contra un pasado de torres y desigualdad que no puede volver. 




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