Hay una niña que juega a enredar alrededor de su índice los mechones ensortijados de la mujer sentada delante de ella en el transporte público. Es una niña que tiene miedo de que sus padres dejen de quererla si descubren el secreto que esconde. Es una niña que no es enteramente ella, que sufre cuando su madre la abraza y la llama "mi machote" con orgullo. Que baila canciones de Madonna como si estuviera emitiendo señales luminosas en la oscuridad, "sacudidas de libertad que lanza al cielo esperando, asustada y esperanzada que alguien sepa descifrarlas". Una niña que sueña con fundirse en ese reino de las mujeres en el que siempre encuentra un lugar seguro.
Este libro me ha acogido como un lugar seguro. Y es que hay tan pocos lugares verdaderamente seguros en cualquier vida que se salga de la norma. Escuchar a tus padres hablar de las personas diferentes, de esas "otras" que no encajan en lo que ellos consideran adecuado, correcto o decente, escucharles usar palabras que las condenan a un lugar periférico, extranjero, que se puede visitar pero que no se habita ni se comparte, puede intoxicar tu vida y tu autoestima para siempre. Y ay, esas miradas cuando te notan distinta, cuando desafías la norma y ese desafío nace de una herida que no solo no saben cuidar, sino que perciben como una amenaza. "Hay familias a las que el amor se les hace furia y negación en cuanto perciben que el suelo que pisan no es firme. Amores mal asentados que ante una herida en uno de sus miembros aplican un torniquete en lugar de limpiarla, presionarla hasta que deje de sangrar y cubrirla con gentileza. Siempre fue nuestro caso. Nos queríamos mucho, pero nos queríamos con demasiada urgencia".
Alana S. Portero ha escrito un libro saturado de dolor y de belleza. Lo he leído llorando y riendo, con el corazón en un puño y parando a cada rato para respirar y digerir su intensidad. Nada en mi biografía me conecta aparentemente con la protagonista de esta historia, pero no recuerdo ningún libro reciente que me haya llegado más adentro, que me haya resonado con tanta fuerza. Ese anhelo de "brisas de perfume y olor a maquillaje", esa sororidad explosiva y desenfadada que le rompe a esa niña su "pequeño y travesti corazón", también me rompe a mí el mío en cada página. Y no quiero que acabe. Quiero que continúe este milagro hecho palabras. Esta bocanada de aire en un mundo que tantas veces hemos tenido que habitar conteniendo el aliento. "Un día yo dejaría de habitar las profundidades, la asfixia y el miedo, y florecería como un hada perfecta, dueña del aire".
La mala costumbre cuenta la historia de un extrañamiento: "Toda la vida sintiéndome ajena a aquellas personas, escondiéndome de ellas detrás de una mentira elaboradísima con forma de niño simpático, gordito y sabiondo, me había despojado del derecho a entenderlos". Es la historia de alguien que no pertenece, y lo sabe muy pronto, y no sabe qué hacer para ascender a la superficie y conseguir por fin respirar como ella necesita. Es una historia de clase obrera, de conciencia firme y amorosa, de un barrio violento habitado por vecinos vulnerables pero prodigiosos, "forjados en fuegos de otro mundo". Una comunidad "que había tejido algo hermoso con las sombras a las que había sido condenada".
Llena de referentes múltiples y eclécticos, como la cultura pop, la mitología griega y las madrugadas madrileñas clandestinas, la voz protagonista emerge gloriosa y desnuda como una heroína de cuento de un mundo cruel en el que "antes de definirte tú misma, los demás te dibujaban los contornos con sus prejuicios y sus violencias". Y he sentido, a lo largo de todo el libro, cómo esa liberación me desataba nudos por dentro que apenas había percibido hasta ahora. Nudos olvidados sobre los que siempre había procurado caminar de puntillas y que conectaban todos con una masculinidad rígida de golpes en el pecho y competitividad ruidosa, de bravuconería pueril y analfabetismo emocional. Una masculinidad que yo siempre había sentido como un molde en el que no podía caber y que, desde una multitud de miradas y voces a mi alrededor, me decía: pobre de ti como te salgas de ahí.
Y no sé qué más decir. O sí, tengo apuntadas tantas citas, tantas reflexiones que han florecido de estas páginas que no terminaría nunca. Pero este libro no acaba con la última página. Este libro es una semilla con el potencial de todo un bosque. Lo he leído llorando y asintiendo. Y cuando la lágrima daba una tregua venía la carcajada a ocupar el hueco. Es una hermosura con sabor a revolución. Está causando muchas pequeñas revoluciones tu libro, Alana. De esas que producen gratitud y brazos abiertos y curan cosas que uno ni siquiera sabía que dolían. Gracias por tanto.
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