Quién no ha vivido una relación secreta. Una relación especial, especialísima, tan especial que no se podía contar como cualquier otra. Tan especial que convenía mantenerla en secreto, dentro de la burbuja de la maravilla, para no contaminarla con las miradas de los demás. Quién no ha vivido una relación clandestina, y ha saboreado esa clandestinidad como si fuera un regalo, un dulce mágico y maravilloso destinado a hacerle la persona más especial del mundo. La clandestinidad como la libertad suprema de no depender de nadie, de vivir totalmente libre de ataduras y de juicios ajenos. Quién no ha vivido una relación secreta en la que el secretismo y la burbuja y la clandestinidad y el aislamiento eran el terreno perfecto para que la otra parte no se responsabilizara de nada, para que pudiera hacer y deshacer vínculos y apegos a su antojo en un tira y afloja enloquecedor, y para que fuera libre, sí, totalmente libre de romper y volver y romper y volver y ahora sí y ahora no y qué más da si tú y yo en realidad no existimos para nadie y nadie te puede proteger porque nadie nos ha visto y para nadie existimos y a nadie puedes acudir.
Y luego, la culpa. La culpa de haber entrado ahí si ya sabías que no era sano. La culpa de haber aceptado permanecer en la burbuja cuando todo te pedía salir de ella. De haber aceptado que había que fingir, soltarse la mano en público, sonreír como maniquís y tragar la distancia impuesta y el exilio interior como el peaje imprescindible para que la otra parte estuviera bien y te aceptara. Qué más da cómo estuvieras tú. La culpa, la culpa de aceptar esa negación de ti, de tus sentimientos. La culpa de tragarte tus sentimientos, esa brutalidad diaria al mirarte en el espejo, ese automaltrato, y decirte: está bien, puedo con esto. En el fondo merece la pena.
Con los episodios que nos quiebran construimos nuestra identidad y ponemos diques a los daños futuros. Da igual cuánta teoría feminista acumulemos, lo que nos enseña a no volver a tropezar con el machismo es haber tropezado con él y haber aprendido a levantarnos. A menudo, varias veces. Y aprendemos poco a poco. Tras muchos años de sufrirlo todos los días. Tras muchos años de negación, de recuerdos enterrados en la memoria más profunda y de normalización de conductas que hoy, por fin, nos resultan intolerables. Gracias a las heridas, luchamos contra ellas. Luchamos con la palabra, porque quedarnos en silencio y mirar para otro lado no soluciona nada y legitima el maltrato y nos convierte en cómplices. Y el tiempo de aceptar ser cómplices se acabó.
Las voces recogidas en este monográfico de Pikara magazine cuentan historias cotidianas. Historias de maltrato, sutil a veces, brutal otras, que resultan un paisaje familiar en prácticamente todas las familias si nos atrevemos a mirar con atención y espíritu crítico. El maltrato psicológico es omnipresente. Lo hemos sufrido y lo hemos reproducido, en mayor o menor medida. Y estas voces sirven para saber reconocerlo, para vernos reflejados en otras historias, distintas pero tan iguales a las nuestras, y decir basta. Basta de control, basta de sometimiento, basta de manipulación. Basta de mirar para otro lado cuando el maltrato se asienta con su descarada normalidad una y otra vez en las comidas familiares, en los grupos de whatsapp y en las reuniones de amigos.
Estas historias son invitaciones a contar la tuya. "Porque si crees que no tienes nada que contar, cambiarás de opinión leyendo a otras. A las tuyas. A las nuestras".
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