Es un niño pequeño. No creo que llegue a los siete años. Cuando se sienta en el taburete, su tripa casi toca el teclado para que sus dedos alcancen las teclas, y sus piernas cuelgan a más de dos palmos del suelo. Es un niño pequeño, pero cuando se pone a tocar me tengo que frotar los ojos para recordarlo. Sus manitas vuelan por el teclado y su tronco se desplaza de izquierda a derecha como si estuviera borracho. Es un prodigio. Un niño prodigio. Un niño educado para exhibir su talento ante el mundo y recibir su aplauso.
A veces me encuentro vídeos de estos niños, a menudo asiáticos, tocando piezas que a mí, tras una carrera entera de piano, me costaría bastante dominar. Y siempre me dan escalofríos. No ya por la destreza asombrosa o por la enormidad de ese don. Sino porque están tocando las notas de una música cuyo significado no pueden entender. Y lo están haciendo porque sus padres o los adultos responsables de ellos quieren lucirlos, ponerlos en un escaparate como prodigiosos monos de feria. Los miro y me entran escalofríos. Pobres niños-objeto satisfaciendo un ansia de éxito ajena.
He pensado mucho en estos vídeos de niños prodigio al leer este cómic. Aquí no hay música sino capacidad de memoria y de cálculo. Pero la pena y la compasión por una infancia rota es la misma.
Joel Kupperman fue quizá el niño más famoso de Estados Unidos para toda una generación. Entre los años treinta y cuarenta participó en centenares de programas del Quiz Kids, primero en la radio y después en la televisión, respondiendo correctamente a todo tipo de preguntas imposibles. Desde los seis años era capaz de resolver de cabeza cualquier cálculo matemático imaginable, y se convirtió en un ídolo de masas yanqui durante la Segunda Guerra Mundial. Pero, ¿de verdad quería estar todos los viernes delante de todo el país respondiendo preguntas? ¿De qué le servía a él toda esa inteligencia disparatada?
Joel Kupperman era sin duda un niño prodigio. Pero cuando un profesor le preguntó si no había pensado nunca estudiar en el extranjero, se quedó mudo. Nunca se le había ocurrido. Como tampoco se le ocurriría más adelante que para estrechar vínculos afectivos con su hijo era necesario dedicarle tiempo.
Este cómic es la historia de la infancia de Joel Kupperman contada por Michael Kupperman, su hijo. Una indagación en los traumas silenciados de un hombre que parecía haber nacido teniendo una respuesta correcta para todo. Excepto para las preguntas que no era capaz de imaginar.
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