El ideal de la revolución francesa, "Liberté, Égalité, Fraternité", lleva marcando más de dos siglos las aspiraciones sociales en todo el mundo. El mayor triunfo de estas ideas se dio, quizá, entre 1950 y 1980, una época en la que el estado del bienestar parecía que había llegado para quedarse. Sin embargo, hoy en día me atrevería a decir que la mitad de los políticos españoles consideran que la "fraternité" es un cuento para niños, la "égalité" una farsa comunista y la "liberté", un bien que sólo hay que defender cuando se trata de su vertiente económica. Una explicación, quizá, de por qué ningún gobierno parece reconocer que la desigualdad no es una consecución natural de la evolución económica de las sociedades capitalistas sino una elección política que tiene soluciones políticas, y que si sigue creciendo terminará por explotar con una violencia descontrolada, como siempre ha sucedido a lo largo de la historia.
Pero que termine explotando en realidad no es el verdadero problema. El problema es la cantidad de sufrimiento que la mayoría de la población tiene que soportar para que una minoría gobernante se siga enriqueciendo. Muchos argumentan que el capitalismo es así. Que vivimos en un mundo injusto regido por reglas injustas. Y que hay que aceptarlo porque ya se vio en el siglo pasado que la alternativa comunista era inviable. Pero, ¿de verdad el capitalismo tiene que ser neoliberal? ¿No puede existir un capitalismo social que combata la desigualdad? Tanto en El siglo de la revolución como en su ensayo póstumo, Capitalismo y democracia 1756-1848, el historiador Josep Fontana busca en la historia europea de los últimos tres siglos las razones de este sistema económico que atenta contra la integridad de las personas y explica por qué se debería luchar desde dentro de este mismo sistema por un modelo económico más sostenible, más responsable y más igualitario.
Hoy en día vivimos en una época de capitalismo depredador. En el siglo XIX, en nombre del progreso se expropió la tierra a los pequeños productores obligándolos a convertirse en asalariados (expolio que continúa hoy en día, de forma a menudo criminal, en muchos países africanos y de Centroamérica). En el siglo XXI, en nombre del mismo progreso, se les dice a los asalariados que se olviden de sus derechos sociales para que la empresa (pública o privada) se pueda enriquecer más rápido. La lógica siempre es la misma. Alejar al trabajador del producto de su trabajo haciendo que dependa de una empresa cuyo único fin es multiplicar el beneficio a costa del nivel de vida, de los derechos y de las libertades de sus trabajadores.
En los últimos años, las tres preocupaciones principales de los españoles han sido el paro, la corrupción y la clase política. Es decir, somos conscientes del problema de la desigualdad. Pero la realidad es que cuando baja el paro nos alegramos, sin preocuparnos por la calidad de esos nuevos puestos de trabajo, y cuando llegan nuevas elecciones votamos con la misma disciplina a esos políticos que fomentan la corrupción que tanto nos preocupa. Y ni los recortes, ni los bancos, ni los desahucios, ni el fraude fiscal, ni la precariedad laboral, ni todos los problemas concretos en los que se traduce el aumento desenfrenado de la desigualdad nos preocupan especialmente.
Quizá porque la mayoría parece que aún llegamos a fin de mes, más o menos. Quizá porque el bienestar social ha perdido su carácter universal y está empezando a defenderse ya sólo para una élite de ricos o de blancos españoles. Quizá porque los medios de comunicación nos transmiten el relato de que esta época de desigualdad pasará por sí sola, como las estaciones, y sólo hay que ser pacientes. Lo cierto es que el aumento de la desigualdad es el fracaso de una apuesta social por un futuro en el que cada vez más gente pueda tener acceso a una vida digna, a una vida en igualdad de condiciones. Llevamos muchos años de fracaso. Desde los años ochenta en muchos países. Desde 2008, en otros pocos. ¿Es un fracaso irreversible? Quién sabe. Pero, como insiste Fontana en estos dos libros, no nos olvidemos de que es un fracaso político. Y sólo los políticos pueden revertirlo.
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