El asombro y la pena.
La alegría y el desgarro.
Dos impactos, uno de luz y otro de oscuridad, llegan a la vida de la autora con su ímpetu y su carácter de eternidad para quedarse y para, increíblemente, mezclarse como colores en una paleta y fundirse en uno nuevo, cambiante, voluble, complejo, hecho de una hermosísima e irreductible vulnerabilidad.
Kathryn Schulz conoció a su pareja pocos meses antes de que muriera su padre. Y este libro cuenta la historia de cómo el enamoramiento y el duelo se mezclaron en su vida de formas imprevisibles. La primera parte me ha parecido una preciosa carta de amor a un padre maravilloso. Un judío benévolo y políglota, sencillo y fascinante. Un planeta medio que atrae a su órbita a todo con el que se cruza. Un hombre que encarnaba a la perfección el personaje del profesor distraído: memoria prodigiosa, curiosidad insaciable, escaso sentido de la orientación y del tiempo y una "sublime despreocupación por el mundo físico cotidiano". Kathryn Schulz tuvo un padre excepcional. Y este libro es su homenaje, una vela que ni siquiera tiene que encender porque él solo con su recuerdo ya la mantiene iluminada.
Y también es un homenaje al amor como descubrimiento. Como hallazgo inesperado que llena la vida de asombro y la ensancha hasta límites inimaginados. El amor como la alegría infantil de descubrir cada día un pedacito del mundo y apropiárselo, la alegría loca de sentirse parte de algo tan maravilloso que casi duele, de romper todas las reglas, hasta aquellas que ni siquiera imaginaba que existieran, que se está saliendo de todos los márgenes, de todas las tradiciones y supuestos y corsés de las educaciones tradicionales.
El enamoramiento y el duelo parecen opuestos. Pero a veces pueden compartir ciertas características. Por ejemplo: ambos se suelen percibir como una especie de paréntesis, una pausa en el orden normal de las cosas. Los enamorados y los dolientes viven en una burbuja de tiempo detenido, hipersensibles a los estímulos, concentradísimos en los volubles movimientos de una sola persona que, físicamente o en el recuerdo, ocupa todo el espacio de su atención. El enamoramiento y el duelo son dos misterios, dos impactos que con el tiempo se mitigan, pero cuyas ondas concéntricas a menudo nunca llegan a desaparecer del todo, alterando para siempre la superficie de nuestra vida. Dotándola de algo preciso y precioso que antes no tenía, y de la que ya nunca imaginaremos querer prescindir.
Hace poco escuché a una mujer decir, complacida, que su marido y ella estaban siempre de acuerdo en todo y que opinaban igual. Qué cosa más triste, pensé. Uno está pensando por los dos y no se dan cuenta. Y luego, qué aburrimiento, ¿no? Qué falta de estímulo, de hallazgo, de motivación para hablar de lo que sea. ¿Cómo se sostiene una simple conversación si no hay una mínima divergencia en los puntos de vista? ¿Cómo se aprende algo? ¿Cómo se preserva la identidad, la cordura incluso, si no hay nada en tu pareja que pueda sorprenderte?
Sobre la vida como aprendizaje en el asombro trata también este libro, sobre mirar la vida y el amor y el duelo como los niños miran las estrellas fugaces, esas estelas salvajes de luz que van de la oscuridad a la oscuridad, del misterio al misterio, prometiendo una luz donde no la hay. Trata sobre las cosas que perdemos, la cantidad asombrosa de cosas que perdemos a lo largo de toda una vida. Y sobre las cosas que encontramos, a veces, cuando menos nos lo esperamos.
Hay ciertas pérdidas que son muy impactantes, pero no porque desafíen la realidad, sino porque la desvelan. Nos confrontan con algo que nunca habríamos esperado, con una avalancha de emociones nuevas, con una nueva forma de mirar, a través de una carencia, lo que siempre habíamos mirado. Nadie vuelve a la misma casa después de despedir para siempre a un ser querido. Tu casa es otra. El mundo es otro. Algo ha cambiado. Una parte de la realidad, de nuestra condición mortal, se ha desvelado por fin. Y nuestra mirada se ha ensanchado.
Al igual que cuenta Delphine Horvilleur en Vivir con nuestros muertos, lo que queda de las personas que hemos perdido vive en nosotros. Y cuando ya no quede nadie que los recuerde, desaparecerán del todo para siempre. Es inevitable. Sabemos que va a pasar. Y por eso aterra pensarlo. Y por eso es tan importante cuidar su memoria. Nuestros recuerdos son su alimento. Contar anécdotas graciosas de nuestra vida compartida. Batallitas de hace mil años. Cuidar la memoria como quien saca brillo a un jarrón de porcelana, como quien afina un clave, clavija a clavija. Somos artesanos de una memoria íntima, colectiva, hecha de amor que confía en nosotros para no desaparecer.
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