miércoles, 8 de marzo de 2023

FUEGO

El 17 de octubre de 1998, el Pincelito, un hombre de sesenta y dos años, violó a Verónica, una niña de trece, en Benejúzar, Alicante. Nada más acabar, la amenazó: "Si se lo cuentas a tu madre, te corto el cuello con una corvilla". Nunca reconoció su culpabilidad y recibió el apoyo de buena parte de su pueblo, que desde el primer momento puso en duda la versión de Verónica. El hostigamiento para ella empezó muy pronto. A los pocos días, en el colegio: "Eres una puta. Te lo has inventado todo". "Eres la violá, la violá, la violá", se burlaban. Hasta uno de los hijos del violador se le encaró: "qué, ¿te ha gustado mi padre?". Verónica tuvo que mudarse, cambiarse de colegio, perdió a sus amigas. El oprobio la perseguía. El oprobio de haberse cruzado con un hombre de sesenta y dos años al que conocía y que un buen día la vio sin compañía y decidió que le apetecía violarla. 

Seis años más tarde, cuando el Pincelito disfrutaba de un permiso penitenciario, se encontró con la madre de Verónica. "Buenos días, señora. ¿Cómo está su hija?", le dijo. Y la madre de Verónica entró en pánico. Pensó que volvía para volver a atacar a su hija. Para cumplir su venganza de cortarle el cuello con una corvilla. Así que no lo pensó. Se fue a una gasolinera, compró una botella con gasolina, entró en el bar donde estaba el Pincelito, le roció el cuerpo y le prendió fuego. 

Este libro reconstruye esta historia, que fue muy sonada en su día y tuvo una repercusión muy amplia en los medios de comunicación. El titular era la mujer que prendió fuego al violador de su hija. Y es que esa era la noticia. No que un hombre hubiera violado a una niña. Sino que su madre se hubiera tomado la justicia por su mano. Una mujer había desafiado su rol como víctima pasiva. Había desafiado a una sociedad que nos dice que una madre de una niña violada es digna de compasión, pero solo si sufre su dolor calladamente metida en su casa. Solo si acepta su calvario. Si confía en la justicia y espera. Y espera. 

La madre de Verónica tenía poca confianza en la sociedad y en la justicia. Y con razón. La sociedad no solo no la apoyó en el proceso judicial que acabó con el Pincelito en la cárcel. Tuvo que mudarse de su pueblo porque los vecinos la acosaban. Las culpaban a ella y a su hija porque no las creían, a pesar de la cantidad abrumadora de pruebas que aportaron. Este calvario por el que pasan las mujeres para probar que han sufrido una violación las deshumaniza y prolonga su trauma. Lo cuenta maravillosamente bien Chanel Miller en Tengo un nombre. Ese desamparo. Esa indefensión. Y el estigma en los ojos de los demás. 

Hasta la recientísima ley del "solo sí es sí", no bastaba con que las mujeres se negaran a que las violaran, tenían que defenderse para poder demostrar que se habían resistido con energía y constancia y que las consideraran víctimas. Pero las leyes tardan en cambiar conductas, y más cuando son conductas milenarias. Y pasará tiempo hasta que el estigma vaya quedando atrás, ese estigma que dice que a las víctimas de violación, por principio, se las pone en duda siempre, y se las acosa, se las insulta, se las revictimiza: se las echa del pueblo, si hace falta. 

La cuestión que más me ha hecho pensar de este libro es la siguiente: ¿Por qué las mujeres casi nunca responden con violencia a sus agresores sexuales? Y no solo durante la agresión, sino sobre todo después. Motivos para la rabia no faltan. El agravio que vengar es tan viejo y pesado como el mundo y sigue impactando en mujeres de todo el mundo como una plaga incontrolable. ¿Por qué no hay más violencia contra la violencia? ¿Más mujeres que deciden que la única solución es una botella de gasolina y una cerilla? Gema Peñalosa señala que existe un código implícito de sometimiento a los hombres. A la fuerza bruta, descontrolada, de los hombres. Es el terror inducido por siglos de sociedad patriarcal el que desactiva la violencia como respuesta. El terror paralizante, durante la agresión, a que te maten. Y, después, el terror paralizante a que, si lo cuentas, no solo no te crean sino que te señalen, el terror a que todo el mundo te mire y te diga con rabia y desprecio y burla: "la violá, la violá, la violá". 




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