jueves, 30 de marzo de 2023

EL PODER DE LAS PALABRAS

Seguro que os ha pasado: vas a contar una historia y, según la actitud de las personas que van a escucharla, según su capacidad activa de escucha, tu historia será un discurso apasionado y brillante de un cuarto de hora o una anécdota intrascendente y casi vergonzosa de un minuto. Yo lo vivo a menudo en la librería cuando me piden recomendación de un libro. La capacidad de escucha del cliente hará que le dedique tres minutos a explicarle las bondades de un libro o que termine despachando la recomendación en cuatro frases. Nuestra forma de hablar con alguien depende de la capacidad del otro para escucharnos. A menos, claro está, que te pongas la capa megalómana y vengas blindado de serie y te abstraigas de todo y no mires a nadie y hables como lo haría un jefazo ante su auditorio cautivo. 

Pensaba en esto cuando me acordé de la historia de un compañero de conservatorio que entró en grado medio con dieciocho años. En ese curso todos teníamos entre doce y catorce años, y claro, él destacaba como el viejo de la clase. El primer día de clase le miramos como diciendo tú te has equivocado de clase, viejales. Y él nos explicó que había empezado a estudiar música muy tarde porque en su casa siempre le habían dicho que era un zoquete para la música. Se reían cuando se ponía a cantar, nadie de la familia había tenido nunca oído, parece ser, y ¿cómo se atrevía él a ser diferente? 

Fue un alumno brillante. Avanzaba a pasos de gigante, cada año se sacaba dos cursos y, cuando entró en superior, su edad casi no llamaba la atención. En el conservatorio encontró gente con la que podía hablar, gente con una capacidad de escucha que le permitió soltar por fin ese discurso apasionado y brillante de un cuarto de hora que llevaba bullendo dentro de él desde que era pequeño. 

Al final, somos lo que somos por esas personas que nos escuchan y nos devuelven embellecida la imagen de lo que queremos ser.

De esto, y de muchas más cosas, trata este ensayo ameno y divertido de Mariano Sigman. De cómo las buenas conversaciones nos cambian la vida. De cómo nuestras mentes son mucho más maleables de lo que pensamos y de la importancia del buen uso del lenguaje para expresarnos con libertad y cuidar a la gente que nos rodea. 

Dice Sigman que las primeras víctimas de las fake news somos nosotros mismos a manos nuestras. Nos contamos una cantidad impresionante de trolas a nosotros mismos sobre lo que creemos que somos y, claro, luego vamos a los demás con el cuento y nos frustramos. Pensamos que sabemos mejor que los demás lo que a los demás les conviene. Y así, anulamos la voluntad y la libertad de nuestros seres queridos cuando decidimos abroncarlos en vez de consolarlos si se hacen daño o se ponen en peligro, y cuando anticipamos lo que creemos que son sus deseos y necesidades dictándoles lo que deben hacer, por su bien. 

Las palabras crean aquello que describen. A veces, literalmente. Se llama autosugestión. Un puede decirse que está enamorado cuando en realidad lo que le pasa es que ha focalizado una conducta obsesiva en la atención y la necesidad de una persona determinada. Las palabras pueden crear estigmas (lo vemos todos los días en las redes sociales). Pueden causar enfermedades, privar de libertad, hacer que una persona se vuelva incapaz de prepararse el desayuno o de limpiar un baño o de salir sola a la calle, incluso pueden llevar al asesinato y al suicidio. 

Las palabras crean aquello que describen. Somos los relatos que nos contamos. Relatos cambiantes, por mucho que pensemos que somos de una determinada manera que no podemos cambiar. Por ejemplo, construimos relatos para modular el miedo. El miedo no es una respuesta natural y universal del cuerpo a un riesgo. Es una respuesta aprendida. La prueba es que somos capaces de aumentarlo donde el riesgo es ínfimo (las personas que le temen a todo, todos conocemos a alguna) y también de disiparlo cuando el riesgo es alto (alpinistas, equilibristas, esquiadores, velocistas). Nos dice Sigman que ante la gente que acumula miedos de situaciones o cosas que la mayoría de la gente no teme, es imprescindible la empatía. El riesgo siempre es real y el miedo doloroso para quien lo padece. Ahora bien, hay que cuidar de no dejarse contagiar por esos miedos y por la tendencia de los miedosos de querer alertar a los demás de los riesgos que solo ellos perciben y de querer instruirles en el miedo para que ellos también puedan protegerse. Combinar la empatía hacia los miedosos y la prevención contra su afán de contagiarnos, difícil e importantísima tarea. 

Mariano Sigman defiende la importancia de las conversaciones para vivir una vida plena. Y yo pienso en lo difícil que es encontrar gente con la que mantener una conversación en la que pueda haber discrepancias constructivas. Parece que todos conversamos con los demás metidos en trincheras. Resguardados tras lemas y slogans, protegidos por hashtags y pancartas. Solo escuchamos a los demás cuando estamos de acuerdo con lo que nos dicen, o cuando nos ayudan a confirmar lo que ya intuíamos. Si no, las conversaciones fácilmente se vuelven enfrentamientos, monólogos en los que uno solo quiere imponer su voz porque disfruta mucho más escuchándose a sí mismo que al resto, y los argumentos se exponen para aleccionar, no para seducir ni para persuadir, se esgrimen de arriba a abajo, como sablazos, como máximas, como realidades absolutas que el otro debe aprender de ti y no como posibilidades sujetas a debate. 

Este ensayo me ha hecho pensar. Me ha divertido. Me ha hecho mirarme por dentro como no suelo hacerlo. Me han gustado mucho las viñetas de Javi Royo y las notas al pie humorísticas, a veces en los contextos en los que menos te lo esperas. Al final, dice una cosa muy simple: las palabras que usamos y la intención que les damos definen quiénes somos y cómo nos relacionamos con los demás. De nosotros depende usarlas para construir o para destruir. 




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