Zuleijá abre los ojos. Así empieza el primer capítulo de esta novela. Abre los ojos a la madrugada helada que dará comienzo a otro día gélido de trabajo inhumano en un pueblo cerca de Kazán, en la inmensidad de la estepa rusa. A lo largo de esta historia los enormes ojos verdes de la menuda Zuleijá se abrirán a muchas madrugadas descorazonadoras, que le irán mostrando que la adversidad es una hidra de muchas cabezas, y que en algunas de ellas a veces se esconde una oportunidad de aliviar el sufrimiento. Al final de la novela otros dos capítulos empezarán de la misma forma. Pero los ojos de Zuleijá, siempre enormes, siempre verdes, ya no serán los mismos que al principio. Sus ojos ya no sólo se abrirán al frío helador de la estepa rusa: habrán aprendido a abrirse también a una nueva forma de vivir, más amplia, más desconcertante e igual de terrible, pero sin duda más humana.
La escritora rusa de origen tártaro, Guzel Yájina, ha escrito una novela en la que la brutalidad convive siempre con la belleza. Son dos colores puros lanzados al lienzo de la historia que no dejan de chocar y superponerse para ir, poco a poco, creando un color nuevo e indefinible. El color que se te queda en la retina cuando acabas de leer y cierras los ojos y piensas en esa mujer a la que la brutalidad no ha apagado la alegría en su interior, y evocas el frío que congela su existencia, la violencia que la rodea y su asombrosa capacidad de resistencia, tenaz y frágil como un colibrí suspendido sobre un campo nevado.
Estamos en 1930 y el gobierno soviético ha empezado a expropiar la tierra de los campesinos, de los kulaks "enemigos del proletariado", deportándolos en masa hacia Siberia. En un proceso de una crueldad e incompetencia inimaginables, miles y miles de trenes cargados de campesinos (junto con intelectuales, burgueses, artistas y "enemigos" de toda índole) fueron enviados hacia el este en viajes que duraban meses, en trenes de ganado que a menudo quedaban parados en vías muertas durante semanas esperando instrucciones que nunca llegaban y durante los cuales murieron de frío, hambre y enfermedades decenas o hasta centenares de miles de deportados. Zuleijá es una de las pasajeras de estos trenes de la muerte. Zuleijá y la vida que lleva dentro de ella.
"Uno no se puede cortar la cabeza. Y piensa, piensa sin parar, y la cabeza se va llenando de ideas como las redes se llenan de peces". Y estas ideas, inquietas, esquivas y locamente esperanzadas, son las que mantienen con vida a Zuleijá durante todo su periplo por Siberia, un viaje tan extenuante e improbable como el de Ulises, en busca de un lugar al que llamar hogar.
Por la omnipresencia de una naturaleza hostil me ha recordado a Agnese va a morir, de Renata Viganò, y por la ambición de universalidad de su aliento poético, a las novelas de Yan Lianke. Y me he quedado un poco huérfano, como siempre me pasa después de terminar una novela que me conmueve de esta forma, deseando leer más de Guzel Yájina, deseando volver a sumergirme en la violencia de sus colores contrapuestos y su forma de hacer saltar por los aires las convenciones, las tradiciones y las normas para construir un relato en el que todo es nuevo, y, a la vez, parece que surge con naturalidad de las más ricas herencias.
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