lunes, 31 de marzo de 2025

EL CUARTO DE ATRÁS

El cuarto de atrás es un lugar físico y metafórico. Es una habitación (la habitación de juegos infantiles de la casa de Salamanca de la familia Martín Gaite) donde se piensa y se sueña, pero también es como «un desván del cerebro» donde se acumulan sin orden ni concierto todo tipo de cachivaches aparentemente inservibles (recuerdos, sensaciones, intuiciones, miedos, euforias, proyectos) que, sin embargo, son la esencia de la vida. Todos tenemos un cuarto de atrás. Si no físico, al menos mental. Pero no todos son un refugio, como el de Carmen Martín Gaite. Un refugio para protegerse de la vida real, pero con ventanas para salir volando cuando la sed de aventuras nos invade. Ojalá todo el mundo pudiera tener un cuarto de atrás como el de este libro. 

En una noche de insomnio, la autora divaga por su memoria con la compañía de un misterioso visitante cuya identidad desconocemos. Busca, se pregunta, cuenta pequeñas historias y reconstruye parte de su infancia y juventud durante la guerra y la posguerra admitiendo que la memoria es un juego de espejos que no permite reconstruir el pasado ni llegar verdaderamente a conocerlo, pues «nunca se descubre del todo el secreto de lo que se tiene cerca».

¿Qué es la literatura: un desafío a la lógica o un refugio contra la incertidumbre? ¿O las dos cosas a la vez, quizá? La literatura de Carmen Martín Gaite es, para mí, un continuo ejercicio de juego y libertad. En cada libro late la necesidad de vivir liberada de las ataduras de las normas para todo. Educada en que «quedarse, conformarse y aguantar era lo bueno», ella quería salir, escapar y fugarse. Si no a la luz del día, al menos por «los vericuetos sombríos y secretos de su imaginación, por la espiral de los sueños». 

Algunas ideas que desarrolló diez años más tarde en Los usos amorosos de la posguerra española ya aparecen aquí como intuiciones y notas que va acumulando por temas en un cuaderno, un cuaderno que ha debido de dejar en alguna parte, perdido en ese infinito desván del cerebro, en su cuarto de atrás. Algunas de esas ideas siguen vivas en personas con las que tratamos habitualmente, por ejemplo la sombra alargadísima del miedo, de la reacción a la defensiva, anticipando constantemente un golpe imaginario. Todo ese vocabulario que gira en torno al deber, la precaución y la necesidad, y silencia lo que alude a la improvisación y al placer. 

Pero este libro no va de autoanalizarse, porque «¿qué sabe nadie de sí mismo? La vida da tantas sorpresas...». Martín Gaite tiene la maravillosa capacidad para diluir toda seriedad mediante una imaginación desbocada, una fantasía que no puede parar de crear, crear, crear en todas direcciones. Crear al azar y dejarse llevar por la emoción, por el arrebato del momento. Refugiarse o volar. 





jueves, 27 de marzo de 2025

NIELS LYHNE

Basta con salir de casa de tus padres una temporada durante la juventud, no hace falta que sean muchos años, a veces bastan unos pocos meses, para volver hablando un idioma que no entienden. Son las mismas palabras de siempre, son casi los mismos gestos, pero la inflexión ha cambiado ligeramente de tonalidad y ya no encuentran eco. Son recibidas con un silencio incómodo. Pero incómodo solo para ti. Para ellos es como si no hubieras dicho nada, como si no hubieras hablado. Tu idioma, el idioma que siempre has hablado con tus padres, y que has enriquecido con las nuevas experiencias, ya no sirve. Tienes que purgarlo para que te entiendan. Podarlo. Y te das cuenta de que la persona que ha vuelto a casa ya no es la misma. Pero tiene que ser la misma para que te acepten y te entiendan, así que dejas en la puerta todo lo aprendido, el asombro y el entusiasmo, la complejidad y la belleza, hasta la ambición y el aplomo, para que te vuelvan a aceptar en el rebaño uniforme de la familia. El mundo de afuera queda relegado a los cuentos, a las fábulas, a una primavera del espíritu que no tiene cabida en el invierno petrificado hacia dentro de la casa familiar. Querer meter dentro de casa esos cuentos y esas fábulas se vuelve una forma de invasión, de traición a la esencia familiar regida por la repetición de los mismos patrones día tras día, año tras año, generación tras generación. 

Esta novela terrible y maravillosa no trata sobre esto. Apenas dos párrafos sobre un personaje secundario esbozan esta idea, pero a mí me han dejado reflexionando un rato y me han llenado de palabras para escribir lo anterior. Es una de las infinitas virtudes de este libro: prender la llamarada de la conexión con lectores de todo tipo para que un capítulo, un simple párrafo, a veces una sola frase hagan perfilarse claramente en nuestra sensibilidad lo que antes estaba empañado por una intuición indefinida. 

Llegué a esta novela porque Stefan Zweig la admiraba. Era el Werther de su generación, decía. Y yo me imaginé inmediatamente un libro capaz de hacer temblar los cimientos sentimentales de millones de jóvenes que se lanzaban a vivir y a enamorarse en aquella Belle époque que quizá no era tan bella. Jens Peter Jacobsen, naturalista y botánico además de poeta y novelista, supo retratar como pocos la angustia y la desesperación latentes tras el maquillaje festivo y exquisito de una generación que parecía aspirar a tenerlo todo. Escribió sobre los anhelos y los sueños, sobre las ilusiones feroces que no encuentran lugar en la sociedad y son sofocadas con tristes resultados, o bien usadas para terribles y violentos fines. 

Esta novela me ha resonado por muchos motivos. Da vueltas en torno a eso que hoy llamamos amor romántico y que ya entonces era la religión que regía no solo las relaciones amorosas sino el desarrollo de la personalidad y la autoestima. «Nunca es prudente crearse dioses y entregar el alma al otro, pues hay dioses que no quieren bajar de su pedestal». El amor romántico como una rueda de servidumbre, una máquina de entregar la voluntad al otro para que se convierta en tu amo.

Niels Lyhne es un joven aspirante a poeta. La muerte de su tía Edele, de quien está enamorado platónicamente, le lleva a dar la espalda a la religión y abrazar el ateísmo. Busca desesperadamente dar un sentido a su vida a través del arte y del amor. Sin embargo, durante unas vacaciones a Fjordby, en la costa danesa, Niels y su amigo Erik se enamoran de Fennimore. Ese triángulo amoroso desembocará en una tragedia que determinará el destino de los tres.

Ha sido todo un descubrimiento. ¡Gracias de nuevo, mi querido Zweig! Niels Lyhne es un joven aspirante a poeta descrito con una prosa lírica y esplendorosa, preciosista como las pinturas de Klimt y la música de Mahler. Un joven que no sabe qué hacer con su talento y sus aptitudes, incapaz de adaptarse a la vida que le rodea, de encontrar un asidero para sus anhelos. «¡Ningún hogar en la tierra, ningún dios en el cielo, ninguna meta en el futuro!». Vive preso en la obsesión por buscar el florecimiento de su identidad a través de los sueños y anhelos y de inventar constantemente la vida en lugar de vivirla como viene. «Este eterno ir y venir a la caza de uno mismo, observando astutamente las huellas dejadas, en círculo, naturalmente; ¡aquel disimulado lanzarse al río de la vida y a la vez sentarse a pescar, a pescar la propia identidad con caña para luego izarse a uno mismo vestido con algún curioso disfraz! Ojalá le sobreviniera la vida, el amor, la pasión, para que no tuviera que inventársela, no pudiera componerla en verso, y ella lo inventara a él». Pero ¿qué vida real puede estar a la altura de la vida así imaginada? 

Y me ha maravillado la modernidad de ciertas ideas. No solo las que giran en torno al ateísmo, un tema recurrente en la novela, sino párrafos como este que demuestran una conciencia feminista (denunciando de paso el amor romántico) sin duda muy avanzadas para 1880, la fecha en que se publicó la novela: «¡Cuántas veces nos vemos obligadas a soportar que aquel al que amamos nos disfrace con su fantasía, nos corone con una aureola, nos ligue unas alas a la espalda y nos envuelva en un manto estrellado! Y entonces es cuando, por fin, nos encuentra dignas de ser amadas, cuando nos paseamos con toda esa parafernalia carnavalesca con la que ninguna de nosotras se encuentra a gusto ni puede ser ella misma, porque estamos demasiado emperifolladas y porque nos confunde a postrarse a nuestros pies y adorarnos, en lugar de tomarnos tal como somos y simplemente amarnos». «Así se construye el amor del hombre. Yo lo llamo violación de nuestra naturaleza. Lo llamo adiestramiento. El amor del hombre es domesticación». 

Pensé que no conocía de nada a Jens Peter Jacobsen, pero al leer la nota biográfica de la solapa descubrí que es el autor de los Gurresange, unos poemas musicados en 1911 bajo el título de Gurrelieder por Arnold Schönberg, y que durante la carrera me parecían el romanticismo llevado a su extremo. Una belleza que duele. Algo así es Niels Lyhne. Una historia que nos enseña que bajo las luces y la risa de aquella época dorada se agitaba un fantasma que no tardaría en despertarse con violencia. 




lunes, 24 de marzo de 2025

NOSOTROS, REFUGIADOS

Hannah Arendt escribió este breve ensayo en 1943. Llevaba dos años en Estados Unidos y la segunda guerra mundial aún era una incógnita, al igual que su situación legal en su país de acogida. ¿Le pasaría como en Francia, que la acogió desde su huida de Alemania en 1933, pero acabó internándola en 1940 en el campo de Gurs, en los Pirineos, como parte de la «escoria de la tierra»? ¿Tendría que volver a escapar y a huir como una criminal para salvar la vida? ¿Adónde huiría esta vez? ¿Su condición de refugiada la protegería o la señalaría? 

Arendt escribe sobre un problema existencial que afectaba a millones de personas en 1943. Un problema que no ha dejado de crecer y que, ochenta años después, sigue estando en el corazón de la mayoría de conflictos que envenenan nuestra convivencia, y que la extrema derecha, desde Israel hasta Estados Unidos pasando por Rusia y buena parte de Europa, está llevando a su paroxismo. ¿Puede una persona ser ilegal? ¿Tiene una persona derecho al asilo cuando su vida peligra? ¿En qué nos convierte negarle la hospitalidad a alguien sabiendo que fuera le espera la muerte segura? ¿La tierra es algo que se puede poseer y de lo que se puede excluir a los demás? 

«Vivimos en un mundo en el que los desnudos seres humanos como tales han dejado de existir hace tiempo. La sociedad ha encontrado en la discriminación el gran instrumento social de muerte que permite matar a las personas sin derramamiento de sangre: los pasaportes y las partidas de nacimiento». Ochenta años después, este gran instrumento social de muerte gana elecciones. 

Hannah Arendt escribe sobre la presión social que existe para que los refugiados se adapten lo más rápidamente posible a su nueva situación en su país de acogida y olviden cuanto antes los recuerdos de su lugar de origen. Y con qué avidez muchos lo hacen, cediendo a la presión o simplemente por mera cordura e instinto de supervivencia. Y a las pocas semanas hablan casi perfecto el nuevo idioma, y a los pocos meses su memoria destruye recuerdos sin piedad, como una excavadora aplanando los escombros de una ciudad bombardeada para construir sobre ella a toda prisa una nueva ciudad floreciente que en nada se parezca a la anterior. 

La voluntad de no significarse, por encima de todo. De pasar desapercibidos, de encajar en el nuevo molde de su vida. Qué reconocible ese empeño, casi esa desesperación instintiva por convertirse en uno más, en alguien de quien nadie recele, que no suscite miradas ni comentarios: alguien aceptable y aceptado. Para quien viene de lo triste y lo terrible, de un origen en llamas que se percibe como lo inaceptable, ser aceptado es el objetivo más urgente. Como cualquier niño que llega a un cole nuevo a mitad de curso y lo único que desea es pasar desapercibido e integrarse a toda costa para poder construir su identidad libremente y que su origen no quede pegado a su espalda como un estigma. Qué reconocible y qué triste que la presión social obligue a escoger a los refugiados entre la asimilación inmediata o el señalamiento, entre renunciar a su identidad o convertirse en un paria.  

«Perdimos la casa, es decir, la intimidad de la vida cotidiana. Perdimos el trabajo, es decir, la confianza de que somos de alguna utilidad en este mundo. Perdimos el idioma, es decir, la naturalidad de las reacciones, la sencillez de los gestos, la expresión espontánea de los sentimientos». Y, aun así, la mayoría de judíos alemanes que llegaban a Estados Unidos en esos años no querían que les llamaran refugiados. Eran emigrantes, y solo por poco tiempo. Pronto serían americanos. Estaban convencidos. O querían convencerse. Hannah Arendt escribe sobre el optimismo roto de los refugiados. Sobre su desesperada necesidad de seguir adelante y los sueños poblados de fantasmas que han dejado atrás. Han sido «testigos y víctimas de atrocidades que son peores que la muerte». En qué optimismo caben sus sonrisas, su voluntad de trabajar y perseverar. 

Cuando el nacionalismo más bárbaro y excluyente triunfa en las elecciones de la mayoría de los países occidentales, cuando el odio al diferente se normaliza y se jalea, cuando la mentira y la burla se convierten en estrategia política, leer a Arendt nos recuerda que esto ya pasó y que las heridas se pueden curar. Basta perseverar en encontrar, día tras día, las palabras adecuadas para señalarlas. Y la valentía necesaria para no mirar para otro lado. 




jueves, 20 de marzo de 2025

LAS MARIPOSAS DE SARAJEVO

Sarajevo, a principios de los noventa, era una ciudad tolerante y abierta. Convivían sin problema bosnios, croatas y serbios. Musulmanes, católicos y ortodoxos. Tras casi medio siglo de dictadura socialista laica, la profesión de las religiones se había atenuado y la mayoría de la población se identificaba más por la cultura compartida que por el credo individual. La continua mezcla era el entramado que sostenía y enriquecía la convivencia. Se decía que tratar de separar a bosnios, croatas y serbios sería como separar la harina y la leche en un bizcocho ya hecho. Y, sin embargo, esa fue la tarea que se propusieron los serbios nacionalistas, que se negaban a compartir espacios con los bosnios musulmanes, a los que culpaban de todo mal imaginable. Cuando en marzo de 1992 empezaron a brillar las piezas de artillería en las colinas que rodean la ciudad, pocos pensaban que aquello iba en serio. ¿Quién iba a imaginar que la harina de la leche se podía separar con fuego? 

Esta novela me ha tenido al borde del asiento con el corazón en un puño a lo largo de sus 250 páginas. Con una prosa desnuda y cercanísima, por momentos turbadoramente bella, Priscilla Morris (escritora británica de ascendencia bosnia) ha escrito una historia de ese 1992 en Sarajevo, el primer año del cerco, desde el punto de vista de una pintora serbia atrapada en la ciudad. Retrata a la perfección cómo una intranquila normalidad se va transformando, poco a poco, en un infierno sin que la gente logre de verdad salir de su estupefacción. Nadie está preparado para salir a la calle y encontrarse cuerpos de hombres y mujeres tiroteados en el suelo. Eso solo ocurre en las noticias de la tele. No en tu ciudad, ¡no en tu misma calle! Cuerpos que nadie recoge, nadie reclama. La gente pasa por su lado y aprieta el paso, escondiendo el miedo. Si esa mujer fue alcanzada por un francotirador, a mí me podría pasar lo mismo. Quizá sea una trampa, mejor no acercarse. 

El invierno da paso a la primavera de 1992, y «en lugar de acianos, amapolas y ranúnculos, la nieve fundida en lo alto de las colinas ha expuesto armas antiaéreas, lanzacohetes, nidos de ametralladoras y obuses». La vida se trastoca y cambia de color. Hay salones con boquetes abiertos por la artillería en los que los vecinos cocinan en improvisadas barbacoas la comida que ya no pueden conservar en sus neveras sin electricidad. Hay jóvenes escondidos en habitaciones tapiadas para evitar el reclutamiento forzoso. El tiempo retrocede y, de pronto, volvemos a la edad media. Una ciudad sitiada. Bombas y miedo. Nadie puede salir. Nadie puede entrar. Con la diferencia de que, en esta ocasión, los sitiados no disponen de murallas tras las que protegerse. Y los sitiadores disparan a placer desde las colinas circundantes. 

Las raciones de comida que entrega la ONU se distribuyen también desde alguna librería que queda abierta, y que así completa el ciclo de poder alimentar no solo el alma hambrienta de los pobres sitiados, sino también sus cuerpos cada día más delgados. El concepto de la pobreza se ensancha. Y el de refugiado también. «Ahora somos todos refugiados. Nos pasamos el día esperando agua, pan, ayuda humanitaria: somos mendigos en nuestra propia ciudad». En una ciudad en la que los árboles se están convirtiendo en leña para improvisadas cocinas, la protagonista pinta con su vecina de ocho años un árbol enorme cuyas ramas se extienden en todas direcciones por las paredes de su casa. El arte como último refugio. Esta novela muestra cómo hasta en la más profunda oscuridad puede abrirse una flor de luz. 

Esta novela me ha recordado a los emocionantes libros sobre Sarajevo del poeta Izet Sarajlic (Después de mil balasSarajevo). Libros sobre el día a día de una gente que no puede creer que, en los albores del siglo XXI, en plena Europa, les pueda estar ocurriendo esto. Y también es una llamada de atención sobre las consecuencias del nacionalismo y del odio al diferente, la gran plaga que desde el siglo XIX empezó a extender sus cepas en todas las guerras y envenena cada vez más nuestra convivencia en todo el mundo. 





lunes, 17 de marzo de 2025

QUIERO Y NO PUEDO. UNA HISTORIA DE LOS PIJOS DE ESPAÑA

Todos podemos ser el pijo de otro. Vaya esto por delante, para quien pueda sentirse ofendido por el título. Todos podemos ser el pijo de otro, pero hay pijos que son los pijos de casi todos. Y sobre ellos ha escrito Raquel Peláez este ensayo jugoso e informadísimo que se lee como una crónica del corazón y que te deja con una sonrisa en la boca y un cierto amargor en el corazón. Amargor, sí, porque por mucho que podamos reírnos de ellos, cada vez son más, cada vez están más contentos de ser pijos y cada vez tienen más poder. 

Casi la mitad de la población en España se considera clase media. Son las mismas personas que no pueden comprarse una vivienda o que llegan muy justitos a fin de mes (cuando llegan). Son las mismas personas que dependen de los abuelos para conciliar las jornadas de sus hijos pequeños y si sus matrimonios se rompen se ven obligados a volver a vivir con esos mismos abuelos porque no pueden pagarse un alquiler por su cuenta. Pero se creen de clase media. Y para ello lucen todos los atributos materiales (ropa, móvil, coche, perfume) y culturales (dicción universitaria, intereses, hobbies, relaciones) que asociamos con la clase media. Muchos de ellos, millones de ellos, conviven diariamente con la pobreza pero no se sienten pobres. Ni siquiera se sienten clase obrera. Sobre esta disforia de clase va este libro, que apela a cómo la mayoría de la población española construimos nuestra identidad tratando de imitar mediante atributos materiales y culturales, a menudo inconscientemente, a esa clase alta a la que nunca llegaremos y que es la responsable de la mayoría de nuestros males. 

Raquel Peláez lo sintetiza así: «Vivimos en un momento en el que aparentar pertenecer a una clase acomodada se ha transformado para mucha gente en un mecanismo de supervivencia. Vivimos un momento profundamente pijo pero también extraordinariamente confuso, en el que los obreros intentan hacerse pasar por pijos y los cayetanos salen a la calle a montar disturbios. Y para explicar cómo hemos llegado hasta aquí y también para ver si de una vez aclaramos qué es un pijo, he escrito este libro». 

Este libro es fluidísimo, divertido, festivo y afilado. Trata sobre lucha de clases, desigualdad e injusticia social. Sobre una realidad tan extendida que parece increíble lo invisible que resulta. Apenas llegas a fin de mes y no puedes irte de vacaciones. Pero si te compras estas zapatillas y este reloj y este móvil y esta ropa, nadie se va a enterar. Es verdad que te costará pagarlo y que tendrás que apretarte aún más el cinturón. Pero todo el mundo va a creer que no te va tan mal. Y te van a tratar mejor. Tú decides: ser pobre y que todo el mundo lo vea, o ser pobre y que no lo parezca. 

Recuerdo que una novela de amor y lujo era la aspiración máxima de muchas mujeres que venían a la librería en los noventa a por una lectura algo más larga que el ¡Hola!. Los sueños de toda una generación encerrados en una revista cuyo objetivo era «vender glamour despojándolo de significado político» y que retrataba los caprichos de una clase a la que nadie podía acceder por mérito propio pero todo el mundo se veía en el deber de tratar de imitar. 

Si quieres acabar siendo rico, lo primero que tienes que hacer es tratar de aparentarlo. Y, sobre todo, que nadie piense que eres pobre. La aporofobia no es solo el desprecio que sienten los ricos por los pobres. También es el autodesprecio que sienten los pobres por serlo. De ahí la imperiosa necesidad de rodearse de marcas de estatus materiales e inmateriales que maquillen las carencias. De ahí que los regalos y la pata de jamón se compren en El Corte Inglés (a ser posible de oferta, eso sí). De ahí la decadencia de los sindicatos y de la lucha obrera: ¿cómo denunciar a tu opresor si no solo te niegas a identificarte como su víctima, sino que en el fondo lo que más deseas es parecerte a él?

La palabra pijo ya no es un insulto. Muchos pijos la reciben con gusto, incluso como un halago, porque les hace sentir que forman parte de una clase social en la que se reconocen con orgullo. Quizá la solución para dejar de querer parecernos a ellos sea recuperar nosotros también una identidad de clase en la que reconocernos, una identidad de clase que nos permita volver a confrontarlos para recuperar derechos, en vez de querer imitarlos para acabar perdiéndolos. 






jueves, 13 de marzo de 2025

PSICOMITOS

«Hay que inventar la vida porque acaba siendo verdad», decía mi admirada Ana María Matute, cuyo centenario celebramos este año. Es una frase sugerente que se enciende rápidamente en la imaginación de la mayoría de las personas sensibles y deja un sendero de chispas por el que resulta muy apetecible transitar. Me encanta la frase. La pintaría en alguna pared. La llevaría a una manifestación (cualquier reivindicación cabe en ella). Si fuera novelista, la pondría en boca de algún personaje en todas mis novelas. Me hechiza como todo lo bonito y brillante de la vida. Y, como todo lo bonito y brillante de la vida, encierra su pequeña trampa: la trampa de proyectar la subjetividad hasta que la objetividad desaparece.  

En este pequeño ensayo divulgativo, tremendamente fluido y asequible, Fátima García Doval hace una crítica de los excesos de la subjetividad a la hora de analizar las conductas humanas. Y son precisamente estos excesos los que llevan a tanta gente a desconfiar de la práctica psicológica y a decir que para qué ir a terapia si puedes hablar con tus amigos. En torno a la psicología se han tejido desde siempre multitud de mitos que conviene desmontar para ver la psicología como la ciencia que es y poder apreciar y respetar su inmenso y necesario valor terapéutico y de autoconocimiento. 

«Dime en qué crees y te diré qué recuerdas». Esta cita me gusta casi tanto como la de Matute, y me ha hecho pensar en aquello de que los recuerdos son en realidad ficciones basadas, en el mejor de los casos, en hechos reales, y, muy a menudo, en simples anhelos. Pensar que la propia juventud que recordamos se parece más a quienes somos en el momento de recordar que a quienes fuimos es una buena forma de desmitificar nuestra autopercepción y acoger con más flexibilidad los puntos de vista de los demás (sobre todo cuando las versiones de un hecho vivido por varias personas no coinciden). 

La autora escribe sobre la potencia de los recuerdos falsos en nuestra forma de narrarnos, sobre el inflado prestigio de la inteligencia y de las personas consideradas inteligentes, sobre nuestra tendencia a pensar que somos mucho más libres de lo que en verdad somos, sobre la importancia del pensamiento automático y lo poco que reflexionamos en realidad las cosas que hacemos, sobre la infinidad de sesgos cognitivos en los que caemos a diario para sentirnos bien y que a menudo nos llevan a conflictos irresolubles, sobre la cantidad de bulos de la psicología no científica que han conformado nuestra educación y en los que a menudo creemos porque resultan más tentadores que el análisis racional. 

«Hay que inventar la vida porque acaba siendo verdad». Sigo enamorado de esta frase. Y sigo estando de acuerdo. Siempre y cuando no olvidemos nunca que la estamos inventando y que la verdad resultante solo merecerá la pena si nos evita dolor y nos eleva a una actitud más generosa con las verdades inventadas de los demás. 




lunes, 10 de marzo de 2025

EL CASO DEL ESCRITOR DESAPARECIDO

Gracias a los amigos de la editorial Hoja de Lata descubrí a Josephine Tey, una autora británica de deliciosas novelas de misterio, y, desde entonces, siempre que aparece algún libro de la edad de oro de la novela policiaca británica me lo reservo como un caramelito. La editorial Duomo ha empezado a publicar una colección de clásicos de la novela negra de la British Library y he empezado con este. No será el último. 

«Eleanor Clarke, secretaria del célebre escritor Vivian Lestrange, informa a la policía de que el autor ha desaparecido misteriosamente. Parece que nadie, salvo el ama de llaves y ella, ha visto nunca al misterioso escritor. Los inspectores Bond y Warner tendrán que arrojar luz sobre un caso aparentemente irresoluble». 

Un hombre al que solo ha visto su secretaria y cuya existencia no puede verificar nadie más. Una secretaria sobre la que nada se puede averiguar porque las únicas personas que podrían responder por ella han fallecido y sus amistades actuales no saben prácticamente nada sobre ella. Una novela que gira todo el tiempo en torno a la posibilidad de una gran broma literaria. Un juego de espejos que te va llevando de un reflejo al siguiente dejándote agradablemente confuso y siempre con ganas de más. 

E. C. R. Lorac es uno de los seudónimos que usó Edith Caroline Rivett (1894-1958) para enmascarar sus múltiples facetas como escritora. Y al principio de esta novela plantea, a través del personaje de Eleanor Clarke, si de verdad existe diferencia entre lo que llamamos literatura para hombres y literatura para mujeres. Ha pasado casi un siglo y el debate sigue, por desgracia, bien abierto. Sigue habiendo personas segurísimas de poder distinguir entre el estilo masculino y el femenino. Convencidas de que los hombres son de determinada manera y las mujeres de otra. La biología siempre al servicio de quien quiere retorcerla para defender que la realidad es inmutable desde siempre y para siempre. 

Con su deliciosa ironía, Rivett plasmó su marcada conciencia social en este caso de misterio londinense que espero que sea el primero de muchos que podamos leer y recomendar en español. 



 

jueves, 6 de marzo de 2025

HEMBRAS

Nos gustan mucho las dicotomías porque nos parecen intuitivamente correctas. El orden que provoca clasificar la realidad en dos espacios opuestos nos da placer y nos relaja. Bueno-malo, amigo-enemigo, correcto-incorrecto, estas parejas encantadoras también nos sirven para juzgar a los demás, a la vez que nos reafirmamos a nosotros mismos en la identidad que nos parece positiva. Macho-hembra, u hombre-mujer, también son dicotomías que consideramos naturales. Lucy Cooke nos demuestra que de naturales tienen más bien poco, que la realidad biológica es mucho más diversa, y que si aceptamos esa diversidad la realidad se vuelve mucho más interesante y habitable. 

«En el mundo animal, las hembras son tan promiscuas, competitivas, agresivas, dominantes y dinámicas como los machos». Pero Darwin no supo verlo así. «La teoría de la selección sexual de Darwin se incubó en un contexto de misoginia, por lo que no tiene nada de extraño que la hembra animal saliera deforme, tan marginada e incomprendida como un ama de casa victoriana. Lo que quizá sea más sorprendente, y perjudicial, es lo difícil que ha sido lavar esta mancha sexista de la ciencia, y lo mucho que ha llegado a extenderse». 

Las diferencias entre sexos son mayores en el ámbito cultural que en el biológico. Es decir, están más en nuestra forma de percibir y ordenar la realidad que en la realidad misma. No solo el género no es binario: el sexo tampoco lo es. Y esto, que tendemos a percibir como una aberración, no es más que biología. La aberración sería negar la naturaleza por no poder aceptar que el sexo no sea exclusivamente binario. Es decir, por no ser capaces de ampliar nuestra forma de entender la identidad sexual. Que la realidad sea más compleja de lo que nos han enseñado debería ser un motivo de alegría. Pero lo triste es que la complejidad y los matices a menudo son acogidos con rechazo y violencia. 

Este ensayo de Lucy Cooke no solo rompe tabúes a diestro y siniestro, sino que además te arranca más de una carcajada. Pertenece al selecto club de los libros que quieres leer en voz alta a los demás. ¡Mira este párrafo! Mira, mira: trata sobre cómo las ranas cambian de sexo al hacerse adultas y salir del agua, ¡te va a encantar! O este otro sobre cómo los penes de los patos (¡los patos son pájaros con pene!) se despliegan en la época de celo ¡a 120 kilómetros por hora, como si fueran matasuegras! No me digas. Esta Lucy Cooke es para quererla. 

Y lo bien que enlaza el humor con la divulgación científica y se pone inmediatamente seria para contarnos que durante siglos, nuestra forma de entender la ciencia ha estado sesgada por el sexismo inherente de la cultura occidental. Y es que tanto el humor como la seriedad son necesarios para desafiar las obsoletas expectativas binarias de la ciencia y cuestionar alguno de los prejuicios culturales más arraigados en nuestra forma de entender la vida y nuestro lugar en la sociedad. «El sexo no es todo blanco o negro, y calificar las zonas grises de anomalías —o, peor aún, de patologías— implica que somos incapaces de apreciar la función natural de la diversidad». 

«El sexo no es un estático fenómeno binario, sino dinámico, cuyas difusas fronteras pueden plegarse al capricho de la evolución». Un ejemplo maravilloso que nos regala la autora al final del libro es el de los peces payaso, este encantador ser rayado popularizado por la película Buscando a Nemo, con el que Disney nos engañó miserablemente. En la película, la madre de Nemo desaparece y este vive una increíble aventura antes de reunirse finalmente con su padre. Si Disney hubiera reproducido fielmente el comportamiento real de estos peces, el argumento habría sido muy distinto. Pero, claro, ¿estamos preparados para la realidad? Los estudios sobre el pez payaso nos dicen que, ante la ausencia de la madre, el comportamiento natural del padre de Nemo habría consistido en transformarse en hembra para acabar apareándose con su hijo varón, Nemo. Yes. Tal cual. Cómo te quedas. A más de un padre le habría dado un parraque en el cine. Y es que, tristemente, los pobres humanos no estamos preparados psicológicamente para aceptar la realidad biológica de los peces payaso. 

Me ha encantado conocer a las hembras de este libro. Me ha abierto la mente a una diversidad que no conocía y me lo he pasado pipa leyéndolo. Es tan delicioso como Mi familia y otros animales, tan divertido como el mejor libro de Caitlin Moran y tan transformador como los ensayos sobre género de Judith Butler. Un descubrimiento. 




lunes, 3 de marzo de 2025

FRAGMENTOS DE INTERIOR

Me la imagino así: una mujer tendida en la penumbra, con el brazo extendido quizá sosteniendo un cigarrillo, los ojos clavados en el techo, velados por alguna emoción ambigua y turbadora, y de repente, movida por una inspiración fulgurante, se levanta y se dirige a la mesa, y en un mismo gesto apaga el cigarrillo, se recoge el pelo tras la oreja y se sienta a escribir las palabras que acaban de prender en su imaginación, palabras y palabras como una serpentina inacabable de fuego que ilumina la penumbra y enciende su cara de traviesa inteligencia. 

Esta mujer no es nadie y, a la vez, es una mezcla de varias mujeres reales e imaginarias que me vienen a la cabeza cuando leo las novelas de Carmen Martín Gaite. Es un condensado de agudeza y elegancia. De artificio tan natural que se vuelve imperceptible, como esas actrices que nunca parece que estén actuando. Así veo a Martín Gaite escribiendo y así me la imagino metiéndose en la piel de sus personajes como una actriz que sabe interpretar todos los papeles porque ya lo ha vivido todo en su imaginación. 

Cada capítulo de esta novela es un fragmento, una tesela del mosaico íntimo que dibuja la autora. Estamos en Madrid en 1975 y desde la primera línea nos vemos inmersos en una casa de clase media alta desde el punto de vista de las sirvientas. Era otra época, y eso que en la novela se menciona que eso del servicio ya no se llevaba. Aunque medio siglo después la explotación de las personas a través de la servidumbre doméstica sigue siendo bastante común en cierta clase. 

Qué ocurre cuando el amor se termina. Cómo se sale de la espiral de la emoción herida, cómo se convence una de que amar no da derecho a ser amada, de que haber amado mucho nunca es garantía de futuro. En estas escenas cotidianas, vemos a personajes perdidos en sus «oscuros pasadizos interiores», tropezando sin cesar en los repetitivos reproches y remordimientos. Viven en una atmósfera opresiva. Se respira una cierta enfermedad en el ambiente. Una grisura del alma dibujada con una paleta de colores desvaídos que los dedos de Martín Gaite hacen brillar con una viveza y una frescura que encandilan. 

Cómo vivir en el presente si todo tu cuerpo te pide aferrarte al pasado. Cómo vivir en el pasado si el amor que lo habitaba es una casa en ruinas que todo el mundo mira con vergüenza. Cómo amar si no se puede vencer la tentación de «convertir en dogma cualquier estado de ánimo pasajero». Cómo inspirar amor si lo único que te da satisfacción es que te admiren. Cómo acomodarse a las «servidumbres y claudicaciones» que parece imponer la vida urbana de clase acomodada. Cómo renunciar al misterio de la pasión romántica por el continuo carnaval de luces y diversión de la vida nocturna en la gran ciudad. Cómo aceptar que la trágica melancolía no sirve para vivir, que la sensualidad se marchita, y el misterio, ese velo oscuro que envuelve en sus hilos de sombra los deseos, ya no proyecta historias maravillosas en la imaginación de nadie. 

Este año se cumplen cien años del nacimiento de Carmen Martín Gaite y la sigo sintiendo tan cercana que me basta cerrar los ojos para oler el rastro de colonia de limón en el pañuelo manchado de maquillaje de la heroína de esta novela, que, como todas sus heroínas, de alguna manera siempre son ella misma.