lunes, 3 de marzo de 2025

FRAGMENTOS DE INTERIOR

Me la imagino así: una mujer tendida en la penumbra, con el brazo extendido quizá sosteniendo un cigarrillo, los ojos clavados en el techo, velados por alguna emoción ambigua y turbadora, y de repente, movida por una inspiración fulgurante, se levanta y se dirige a la mesa, y en un mismo gesto apaga el cigarrillo, se recoge el pelo tras la oreja y se sienta a escribir las palabras que acaban de prender en su imaginación, palabras y palabras como una serpentina inacabable de fuego que ilumina la penumbra y enciende su cara de traviesa inteligencia. 

Esta mujer no es nadie y, a la vez, es una mezcla de varias mujeres reales e imaginarias que me vienen a la cabeza cuando leo las novelas de Carmen Martín Gaite. Es un condensado de agudeza y elegancia. De artificio tan natural que se vuelve imperceptible, como esas actrices que nunca parece que estén actuando. Así veo a Martín Gaite escribiendo y así me la imagino metiéndose en la piel de sus personajes como una actriz que sabe interpretar todos los papeles porque ya lo ha vivido todo en su imaginación. 

Cada capítulo de esta novela es un fragmento, una tesela del mosaico íntimo que dibuja la autora. Estamos en Madrid en 1975 y desde la primera línea nos vemos inmersos en una casa de clase media alta desde el punto de vista de las sirvientas. Era otra época, y eso que en la novela se menciona que eso del servicio ya no se llevaba. Aunque medio siglo después la explotación de las personas a través de la servidumbre doméstica sigue siendo bastante común en cierta clase. 

Qué ocurre cuando el amor se termina. Cómo se sale de la espiral de la emoción herida, cómo se convence una de que amar no da derecho a ser amada, de que haber amado mucho nunca es garantía de futuro. En estas escenas cotidianas, vemos a personajes perdidos en sus «oscuros pasadizos interiores», tropezando sin cesar en los repetitivos reproches y remordimientos. Viven en una atmósfera opresiva. Se respira una cierta enfermedad en el ambiente. Una grisura del alma dibujada con una paleta de colores desvaídos que los dedos de Martín Gaite hacen brillar con una viveza y una frescura que encandilan. 

Cómo vivir en el presente si todo tu cuerpo te pide aferrarte al pasado. Cómo vivir en el pasado si el amor que lo habitaba es una casa en ruinas que todo el mundo mira con vergüenza. Cómo amar si no se puede vencer la tentación de «convertir en dogma cualquier estado de ánimo pasajero». Cómo inspirar amor si lo único que te da satisfacción es que te admiren. Cómo acomodarse a las «servidumbres y claudicaciones» que parece imponer la vida urbana de clase acomodada. Cómo renunciar al misterio de la pasión romántica por el continuo carnaval de luces y diversión de la vida nocturna en la gran ciudad. Cómo aceptar que la trágica melancolía no sirve para vivir, que la sensualidad se marchita, y el misterio, ese velo oscuro que envuelve en sus hilos de sombra los deseos, ya no proyecta historias maravillosas en la imaginación de nadie. 

Este año se cumplen cien años del nacimiento de Carmen Martín Gaite y la sigo sintiendo tan cercana que me basta cerrar los ojos para oler el rastro de colonia de limón en el pañuelo manchado de maquillaje de la heroína de esta novela, que, como todas sus heroínas, de alguna manera siempre son ella misma.