Basta con salir de casa de tus padres una temporada durante la juventud, no hace falta que sean muchos años, a veces bastan unos pocos meses, para volver hablando un idioma que no entienden. Son las mismas palabras de siempre, son casi los mismos gestos, pero la inflexión ha cambiado ligeramente de tonalidad y ya no encuentran eco. Son recibidas con un silencio incómodo. Pero incómodo solo para ti. Para ellos es como si no hubieras dicho nada, como si no hubieras hablado. Tu idioma, el idioma que siempre has hablado con tus padres, y que has enriquecido con las nuevas experiencias, ya no sirve. Tienes que purgarlo para que te entiendan. Podarlo. Y te das cuenta de que la persona que ha vuelto a casa ya no es la misma. Pero tiene que ser la misma para que te acepten y te entiendan, así que dejas en la puerta todo lo aprendido, el asombro y el entusiasmo, la complejidad y la belleza, hasta la ambición y el aplomo, para que te vuelvan a aceptar en el rebaño uniforme de la familia. El mundo de afuera queda relegado a los cuentos, a las fábulas, a una primavera del espíritu que no tiene cabida en el invierno petrificado hacia dentro de la casa familiar. Querer meter dentro de casa esos cuentos y esas fábulas se vuelve una forma de invasión, de traición a la esencia familiar regida por la repetición de los mismos patrones día tras día, año tras año, generación tras generación.
Esta novela terrible y maravillosa no trata sobre esto. Apenas dos párrafos sobre un personaje secundario esbozan esta idea, pero a mí me han dejado reflexionando un rato y me han llenado de palabras para escribir lo anterior. Es una de las infinitas virtudes de este libro: prender la llamarada de la conexión con lectores de todo tipo para que un capítulo, un simple párrafo, a veces una sola frase hagan perfilarse claramente en nuestra sensibilidad lo que antes estaba empañado por una intuición indefinida.
Llegué a esta novela porque Stefan Zweig la admiraba. Era el Werther de su generación, decía. Y yo me imaginé inmediatamente un libro capaz de hacer temblar los cimientos sentimentales de millones de jóvenes que se lanzaban a vivir y a enamorarse en aquella Belle époque que quizá no era tan bella. Jens Peter Jacobsen, naturalista y botánico además de poeta y novelista, supo retratar como pocos la angustia y la desesperación latentes tras el maquillaje festivo y exquisito de una generación que parecía aspirar a tenerlo todo. Escribió sobre los anhelos y los sueños, sobre las ilusiones feroces que no encuentran lugar en la sociedad y son sofocadas con tristes resultados, o bien usadas para terribles y violentos fines.
Esta novela me ha resonado por muchos motivos. Da vueltas en torno a eso que hoy llamamos amor romántico y que ya entonces era la religión que regía no solo las relaciones amorosas sino el desarrollo de la personalidad y la autoestima. «Nunca es prudente crearse dioses y entregar el alma al otro, pues hay dioses que no quieren bajar de su pedestal». El amor romántico como una rueda de servidumbre, una máquina de entregar la voluntad al otro para que se convierta en tu amo.
Niels Lyhne es un joven aspirante a poeta. La muerte de su tía Edele, de quien está enamorado platónicamente, le lleva a dar la espalda a la religión y abrazar el ateísmo. Busca desesperadamente dar un sentido a su vida a través del arte y del amor. Sin embargo, durante unas vacaciones a Fjordby, en la costa danesa, Niels y su amigo Erik se enamoran de Fennimore. Ese triángulo amoroso desembocará en una tragedia que determinará el destino de los tres.
Ha sido todo un descubrimiento. ¡Gracias de nuevo, mi querido Zweig! Niels Lyhne es un joven aspirante a poeta descrito con una prosa lírica y esplendorosa, preciosista como las pinturas de Klimt y la música de Mahler. Un joven que no sabe qué hacer con su talento y sus aptitudes, incapaz de adaptarse a la vida que le rodea, de encontrar un asidero para sus anhelos. «¡Ningún hogar en la tierra, ningún dios en el cielo, ninguna meta en el futuro!». Vive preso en la obsesión por buscar el florecimiento de su identidad a través de los sueños y anhelos y de inventar constantemente la vida en lugar de vivirla como viene. «Este eterno ir y venir a la caza de uno mismo, observando astutamente las huellas dejadas, en círculo, naturalmente; ¡aquel disimulado lanzarse al río de la vida y a la vez sentarse a pescar, a pescar la propia identidad con caña para luego izarse a uno mismo vestido con algún curioso disfraz! Ojalá le sobreviniera la vida, el amor, la pasión, para que no tuviera que inventársela, no pudiera componerla en verso, y ella lo inventara a él». Pero ¿qué vida real puede estar a la altura de la vida así imaginada?
Y me ha maravillado la modernidad de ciertas ideas. No solo las que giran en torno al ateísmo, un tema recurrente en la novela, sino párrafos como este que demuestran una conciencia feminista (denunciando de paso el amor romántico) sin duda muy avanzadas para 1880, la fecha en que se publicó la novela: «¡Cuántas veces nos vemos obligadas a soportar que aquel al que amamos nos disfrace con su fantasía, nos corone con una aureola, nos ligue unas alas a la espalda y nos envuelva en un manto estrellado! Y entonces es cuando, por fin, nos encuentra dignas de ser amadas, cuando nos paseamos con toda esa parafernalia carnavalesca con la que ninguna de nosotras se encuentra a gusto ni puede ser ella misma, porque estamos demasiado emperifolladas y porque nos confunde a postrarse a nuestros pies y adorarnos, en lugar de tomarnos tal como somos y simplemente amarnos». «Así se construye el amor del hombre. Yo lo llamo violación de nuestra naturaleza. Lo llamo adiestramiento. El amor del hombre es domesticación».
Pensé que no conocía de nada a Jens Peter Jacobsen, pero al leer la nota biográfica de la solapa descubrí que es el autor de los Gurresange, unos poemas musicados en 1911 bajo el título de Gurrelieder por Arnold Schönberg, y que durante la carrera me parecían el romanticismo llevado a su extremo. Una belleza que duele. Algo así es Niels Lyhne. Una historia que nos enseña que bajo las luces y la risa de aquella época dorada se agitaba un fantasma que no tardaría en despertarse con violencia.
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