Todos podemos ser el pijo de otro. Vaya esto por delante, para quien pueda sentirse ofendido por el título. Todos podemos ser el pijo de otro, pero hay pijos que son los pijos de casi todos. Y sobre ellos ha escrito Raquel Peláez este ensayo jugoso e informadísimo que se lee como una crónica del corazón y que te deja con una sonrisa en la boca y un cierto amargor en el corazón. Amargor, sí, porque por mucho que podamos reírnos de ellos, cada vez son más, cada vez están más contentos de ser pijos y cada vez tienen más poder.
Casi la mitad de la población en España se considera clase media. Son las mismas personas que no pueden comprarse una vivienda o que llegan muy justitos a fin de mes (cuando llegan). Son las mismas personas que dependen de los abuelos para conciliar las jornadas de sus hijos pequeños y si sus matrimonios se rompen se ven obligados a volver a vivir con esos mismos abuelos porque no pueden pagarse un alquiler por su cuenta. Pero se creen de clase media. Y para ello lucen todos los atributos materiales (ropa, móvil, coche, perfume) y culturales (dicción universitaria, intereses, hobbies, relaciones) que asociamos con la clase media. Muchos de ellos, millones de ellos, conviven diariamente con la pobreza pero no se sienten pobres. Ni siquiera se sienten clase obrera. Sobre esta disforia de clase va este libro, que apela a cómo la mayoría de la población española construimos nuestra identidad tratando de imitar mediante atributos materiales y culturales, a menudo inconscientemente, a esa clase alta a la que nunca llegaremos y que es la responsable de la mayoría de nuestros males.
Raquel Peláez lo sintetiza así: «Vivimos en un momento en el que aparentar pertenecer a una clase acomodada se ha transformado para mucha gente en un mecanismo de supervivencia. Vivimos un momento profundamente pijo pero también extraordinariamente confuso, en el que los obreros intentan hacerse pasar por pijos y los cayetanos salen a la calle a montar disturbios. Y para explicar cómo hemos llegado hasta aquí y también para ver si de una vez aclaramos qué es un pijo, he escrito este libro».
Este libro es fluidísimo, divertido, festivo y afilado. Trata sobre lucha de clases, desigualdad e injusticia social. Sobre una realidad tan extendida que parece increíble lo invisible que resulta. Apenas llegas a fin de mes y no puedes irte de vacaciones. Pero si te compras estas zapatillas y este reloj y este móvil y esta ropa, nadie se va a enterar. Es verdad que te costará pagarlo y que tendrás que apretarte aún más el cinturón. Pero todo el mundo va a creer que no te va tan mal. Y te van a tratar mejor. Tú decides: ser pobre y que todo el mundo lo vea, o ser pobre y que no lo parezca.
Recuerdo que una novela de amor y lujo era la aspiración máxima de muchas mujeres que venían a la librería en los noventa a por una lectura algo más larga que el ¡Hola!. Los sueños de toda una generación encerrados en una revista cuyo objetivo era «vender glamour despojándolo de significado político» y que retrataba los caprichos de una clase a la que nadie podía acceder por mérito propio pero todo el mundo se veía en el deber de tratar de imitar.
Si quieres acabar siendo rico, lo primero que tienes que hacer es tratar de aparentarlo. Y, sobre todo, que nadie piense que eres pobre. La aporofobia no es solo el desprecio que sienten los ricos por los pobres. También es el autodesprecio que sienten los pobres por serlo. De ahí la imperiosa necesidad de rodearse de marcas de estatus materiales e inmateriales que maquillen las carencias. De ahí que los regalos y la pata de jamón se compren en El Corte Inglés (a ser posible de oferta, eso sí). De ahí la decadencia de los sindicatos y de la lucha obrera: ¿cómo denunciar a tu opresor si no solo te niegas a identificarte como su víctima, sino que en el fondo lo que más deseas es parecerte a él?
La palabra pijo ya no es un insulto. Muchos pijos la reciben con gusto, incluso como un halago, porque les hace sentir que forman parte de una clase social en la que se reconocen con orgullo. Quizá la solución para dejar de querer parecernos a ellos sea recuperar nosotros también una identidad de clase en la que reconocernos, una identidad de clase que nos permita volver a confrontarlos para recuperar derechos, en vez de querer imitarlos para acabar perdiéndolos.
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