Hannah Arendt escribió este breve ensayo en 1943. Llevaba dos años en Estados Unidos y la segunda guerra mundial aún era una incógnita, al igual que su situación legal en su país de acogida. ¿Le pasaría como en Francia, que la acogió desde su huida de Alemania en 1933, pero acabó internándola en 1940 en el campo de Gurs, en los Pirineos, como parte de la «escoria de la tierra»? ¿Tendría que volver a escapar y a huir como una criminal para salvar la vida? ¿Adónde huiría esta vez? ¿Su condición de refugiada la protegería o la señalaría?
Arendt escribe sobre un problema existencial que afectaba a millones de personas en 1943. Un problema que no ha dejado de crecer y que, ochenta años después, sigue estando en el corazón de la mayoría de conflictos que envenenan nuestra convivencia, y que la extrema derecha, desde Israel hasta Estados Unidos pasando por Rusia y buena parte de Europa, está llevando a su paroxismo. ¿Puede una persona ser ilegal? ¿Tiene una persona derecho al asilo cuando su vida peligra? ¿En qué nos convierte negarle la hospitalidad a alguien sabiendo que fuera le espera la muerte segura? ¿La tierra es algo que se puede poseer y de lo que se puede excluir a los demás?
«Vivimos en un mundo en el que los desnudos seres humanos como tales han dejado de existir hace tiempo. La sociedad ha encontrado en la discriminación el gran instrumento social de muerte que permite matar a las personas sin derramamiento de sangre: los pasaportes y las partidas de nacimiento». Ochenta años después, este gran instrumento social de muerte gana elecciones.
Hannah Arendt escribe sobre la presión social que existe para que los refugiados se adapten lo más rápidamente posible a su nueva situación en su país de acogida y olviden cuanto antes los recuerdos de su lugar de origen. Y con qué avidez muchos lo hacen, cediendo a la presión o simplemente por mera cordura e instinto de supervivencia. Y a las pocas semanas hablan casi perfecto el nuevo idioma, y a los pocos meses su memoria destruye recuerdos sin piedad, como una excavadora aplanando los escombros de una ciudad bombardeada para construir sobre ella a toda prisa una nueva ciudad floreciente que en nada se parezca a la anterior.
La voluntad de no significarse, por encima de todo. De pasar desapercibidos, de encajar en el nuevo molde de su vida. Qué reconocible ese empeño, casi esa desesperación instintiva por convertirse en uno más, en alguien de quien nadie recele, que no suscite miradas ni comentarios: alguien aceptable y aceptado. Para quien viene de lo triste y lo terrible, de un origen en llamas que se percibe como lo inaceptable, ser aceptado es el objetivo más urgente. Como cualquier niño que llega a un cole nuevo a mitad de curso y lo único que desea es pasar desapercibido e integrarse a toda costa para poder construir su identidad libremente y que su origen no quede pegado a su espalda como un estigma. Qué reconocible y qué triste que la presión social obligue a escoger a los refugiados entre la asimilación inmediata o el señalamiento, entre renunciar a su identidad o convertirse en un paria.
«Perdimos la casa, es decir, la intimidad de la vida cotidiana. Perdimos el trabajo, es decir, la confianza de que somos de alguna utilidad en este mundo. Perdimos el idioma, es decir, la naturalidad de las reacciones, la sencillez de los gestos, la expresión espontánea de los sentimientos». Y, aun así, la mayoría de judíos alemanes que llegaban a Estados Unidos en esos años no querían que les llamaran refugiados. Eran emigrantes, y solo por poco tiempo. Pronto serían americanos. Estaban convencidos. O querían convencerse. Hannah Arendt escribe sobre el optimismo roto de los refugiados. Sobre su desesperada necesidad de seguir adelante y los sueños poblados de fantasmas que han dejado atrás. Han sido «testigos y víctimas de atrocidades que son peores que la muerte». En qué optimismo caben sus sonrisas, su voluntad de trabajar y perseverar.
Cuando el nacionalismo más bárbaro y excluyente triunfa en las elecciones de la mayoría de los países occidentales, cuando el odio al diferente se normaliza y se jalea, cuando la mentira y la burla se convierten en estrategia política, leer a Arendt nos recuerda que esto ya pasó y que las heridas se pueden curar. Basta perseverar en encontrar, día tras día, las palabras adecuadas para señalarlas. Y la valentía necesaria para no mirar para otro lado.
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